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domingo, 25 de mayo de 2014

La epoca... predicador

Entre las muchas preocupaciones de la opinión figura en octava línea, por lo escaso de su importancia, la que abrigan muchos acerca de la «habilidad» de ese periódico tornasolado. Bien puede suceder, es más, de fijo nace esa preocupación, como otras tantas, de la vanidad, lote común de los humanos, según dijo Salomón, y según hubiéramos llegado a conocerlo todos si Salomón no se hubiese anticipado. Efectivamente, encomiando la habilidad de La época, sus lectores que han dado en el quid, en la maturranga, permítase la expresión, se elogian impliciter a sí mismos.
Esa es, ni más ni menos, la habilidad de La época. El sentido oculto, las reticencias, atenuaciones, pretericiones y demás figuras lógicas de que se vale La época para confeccionar esas mezclas frigoríficas que titula artículos de fondo, no están a mayor altura que un folleto publicado hace meses para colocar la infalibilidad pontificia al alcance de todas las inteligencias. No sólo las medianías, sino las nulidades del partido conservador, ¡y vive Dios que son muchas! estén al cabo de la calle de esa decantada habilidad.
Conque figúrense ustedes si se la tragarán esa media docena de arzobispos, de los cuales, el que menos

«ha sido predicador
en Aragón»,
como dijo Serra, censor de teatros.

En un artículo, de que ya nadie se acordará a estas horas en Madrid, pero que acaba de llegar a mis manos (de lo cual no tiene la culpa La Época, sino el director de correos), pretende el colega demostrar, nada menos, que a muchos ultramontanos, todos con más conchas que un peregrino (y véase cómo evito la palabra galápago), la unidad de miras que existe entre la Iglesia y el Gobierno español.
Dice La Época, sobre poco más o menos:
-Señores serenísimos e ilustrísimos, no hay que asustarse, aquí no habrá más religión que la católica, porque, como dice una habanera popular

«es la católica
mi religión...
irás al tálamo...»,

Primera página de La Época, n.º 8.488, 26 de enero de 1876.
Hemeroteca Municipal de Madrid.

en fin, lo del tálamo ya no tiene nada que ver; lo cierto es que, excepción hecha de cuatro perdidos, todos somos católicos; esperemos que se mueran de hambre estos revolucionarios de mal vivir, y entonces ya no será necesaria la tolerancia siquiera: entre tanto, sí porque, ¡qué diablos! (dispénsenme los señores perlados; la costumbre de andar con revolucionarios me ha hecho mal hablado) digo, que no es cosa de quemarlos vivos a esos cuatro descamisados impíos y krausistas. Entiéndase bien: no quiero yo decir que en principios y en tiempos normales no fuera justo y equitativo reducirlos a ceniza; pero ahora, vamos, qué quieren los señores perlados; por razones de alta política no se puede. Ocupados los señores perlados en las matemáticas sublimes de los dogmas neocatólicos, no conocen los miramientos de la vida mundana, frívola y pecadora. Lo más que podremos hacer, en obsequio del señor Moreno y demás, para que no nos muelan a conferencias, es procurar que mueran cuanto antes esos desalmados indiferentistas de la gloriosa, encargándonos, por propia cuenta, de matarlos a disgustos. Convenimos en que el siglo tiene exigencias que parecerán absurdas a esos ilustres y perclaros perlados; pero ¡qué... Asmodeos! No todos hemos de ser unos bienaventurados.
Tal dijo La Época, en resumen, y satisfecha de su «habilidad», en que ha llegado a creer ella misma: apagó la luz, se metió en la cama, y se puso a soñar en diez distritos que su director encontraría para cada dedo de la mano.
¡Como si todos fueran sagastinos!
¡Como si los neo-católicos se mamaran el dedo!
¿No sabe La Época que, en concepto de los clérigos, y por ende del catolicismo docente, ella no es católica?
Y claro que no lo es.

[El Solfeo, n.º 148, 27 de enero de 1876]

CLARÍN.

 1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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