Entre las muchas
preocupaciones de la opinión figura en octava línea, por lo escaso de su
importancia, la que abrigan muchos acerca de la «habilidad» de ese periódico
tornasolado. Bien puede suceder, es más, de fijo nace esa preocupación, como
otras tantas, de la vanidad, lote común de los humanos, según dijo Salomón, y
según hubiéramos llegado a conocerlo todos si Salomón no se hubiese anticipado.
Efectivamente, encomiando la habilidad de La
época, sus lectores que han dado en el quid, en la maturranga, permítase la
expresión, se elogian impliciter a sí
mismos.
Esa es, ni más ni
menos, la habilidad de La época. El sentido oculto, las reticencias,
atenuaciones, pretericiones y demás figuras lógicas de que se vale La época para confeccionar esas mezclas
frigoríficas que titula artículos de fondo, no están a mayor altura que un
folleto publicado hace meses para colocar la infalibilidad pontificia al
alcance de todas las inteligencias. No sólo las medianías, sino las nulidades
del partido conservador, ¡y vive Dios que son muchas! estén al cabo de la calle
de esa decantada habilidad.
Conque figúrense
ustedes si se la tragarán esa media docena de arzobispos, de los cuales, el que
menos
«ha sido predicador
en Aragón»,
como dijo Serra, censor
de teatros.
En un artículo, de que
ya nadie se acordará a estas horas en Madrid, pero que acaba de llegar a mis
manos (de lo cual no tiene la culpa La
Época, sino el director de correos), pretende el colega demostrar, nada
menos, que a muchos ultramontanos, todos con más conchas que un peregrino (y
véase cómo evito la palabra galápago), la unidad de miras que existe entre la Iglesia y el Gobierno
español.
Dice La Época, sobre poco más o menos:
-Señores serenísimos e
ilustrísimos, no hay que asustarse, aquí no habrá más religión que la católica,
porque, como dice una habanera popular
«es la católica
mi religión...
irás al tálamo...»,
Primera página de La Época, n.º 8.488, 26 de enero de
1876.
Hemeroteca Municipal de
Madrid.
en fin, lo del tálamo
ya no tiene nada que ver; lo cierto es que, excepción hecha de cuatro perdidos,
todos somos católicos; esperemos que se mueran de hambre estos revolucionarios
de mal vivir, y entonces ya no será necesaria la tolerancia siquiera: entre
tanto, sí porque, ¡qué diablos! (dispénsenme los señores perlados; la costumbre de andar con revolucionarios me ha hecho mal
hablado) digo, que no es cosa de quemarlos vivos a esos cuatro descamisados
impíos y krausistas. Entiéndase bien: no quiero yo decir que en principios y en
tiempos normales no fuera justo y equitativo reducirlos a ceniza; pero ahora,
vamos, qué quieren los señores perlados;
por razones de alta política no se puede. Ocupados los señores perlados en las matemáticas sublimes de
los dogmas neocatólicos, no conocen los miramientos de la vida mundana, frívola
y pecadora. Lo más que podremos hacer, en obsequio del señor Moreno y demás,
para que no nos muelan a conferencias, es procurar que mueran cuanto antes esos
desalmados indiferentistas de la gloriosa, encargándonos, por propia cuenta, de
matarlos a disgustos. Convenimos en que el siglo tiene exigencias que parecerán
absurdas a esos ilustres y perclaros
perlados; pero ¡qué... Asmodeos! No todos hemos de ser unos
bienaventurados.
Tal dijo La Época, en resumen, y satisfecha de su
«habilidad», en que ha llegado a creer ella misma: apagó la luz, se metió en la
cama, y se puso a soñar en diez distritos que su director encontraría para cada
dedo de la mano.
¡Como si todos fueran
sagastinos!
¡Como si los
neo-católicos se mamaran el dedo!
¿No sabe La Época que, en concepto de los
clérigos, y por ende del catolicismo docente, ella no es católica?
Y claro que no lo es.
[El Solfeo, n.º 148, 27 de enero de 1876]
CLARÍN.
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