Pero sí de sus consecuencias; porque, como los ríos van a la
mar, toda aquella piedad corrió naturalmente a la Iglesia. La pasión
mística del niño hermoso de alma y cuerpo fue convirtiéndose en cosa seria;
todos la respetaron; su madre cifró en ella, más que su orgullo, su dicha
futura: y sin obstáculo alguno, sin dudas propias ni vacilaciones de nadie,
Juan de Dios entró en la carrera eclesiástica; del altar de su alcoba pasó al
servicio del altar de veras, del altar grande
con que tantas veces había soñado.
Su vida en el
seminario fue una guirnalda de triunfos de la virtud, que él apreciaba en lo
que valían, y de triunfos académicos que, con mal fingido disimulo,
despreciaba. Sí; fingía estimar aquellas coronas que hasta en las cosas santas
se tejen para la vanidad; y fingía por no herir el amor propio de sus maestros
y de sus émulos. Pero, en realidad, su corazón era ciego, sordo y mudo para tal
casta de placeres; para él, ser más que otros, valer más que otros, era una
apariencia, una diabólica invención; nadie valía más que nadie; toda dignidad
exterior, todo grado, todo premio eran fuegos fatuos, inútiles, sin sentido.
Emular glorias era tan vano, tan soso, tan inútil como disentir; la fe defendida con
argumentos, le parecía semejante a la fe defendida con la cimitarra o con el
fusil. Atravesó por la filosofía escolástica y por la teología dogmática sin la
sombra de una duda; supo mucho, pero a él todo aquello no le servía para nada.
Había pedido a Dios, allá cuando niño, que la fe se la diera de granito, como
una fortaleza que tuviese por cimientos las entrañas de la tierra, y Dios se lo
había prometido con voces interiores, y Dios no faltaba a su palabra.
A pesar de su carrera brillante,
excepcional, Juan de Dios, con humilde entereza, hizo comprender a su madre y a
sus maestros y padrinos que con él no había que contar para convertirle en una lumbrera, para hacerle famoso y
elevarle a las altas dignidades de la Iglesia. Nada de púlpito; bastante se había
predicado a sí mismo desde el sillón de sus abuelos. La altura de la cátedra era como
un despeñadero sobre una sima de tentación: el orgullo, la vanidad, la falsa
ciencia estaban allí, con la boca abierta, monstruos terribles, en las
obscuridades del
abismo. No condenaba a nadie; respetaba la vocación de obispos y de Crisóstomos
que tenían otros, pero él no quería ni medrar ni subir al púlpito.- No quiso
pasar de coadjutor de San Pedro, su parroquia. «¡Predicar! ¡ah! sí -pensaba-.
Pero no a los creyentes. Predicar... allá... muy lejos, a los infieles, a los
salvajes; no a las Hijas de María que pueden enseñarme a mí a creer y que me
contestan con suspiros de piedad y cánticos cristianos: predicar ante una
multitud que me contesta con flechas, con tiros, que me cuelga de un árbol, qué
me descuartiza».
La madre, los padrinos, los maestros, que
habían visto claramente cuán natural era que el niño de aquella fiesta, de aquel altar, fuera
sacerdote, no veían la última consecuencia, también muy natural, necesaria, de
semejante vocación, de semejante vida... el martirio: la sangre vertida por la
fe de Cristo. Sí, ese era su destino, esa su elocuencia viril. El niño había
predicado, jugando, con la boca; ahora el hombre debía predicar de una manera
más seria, por las bocas de cien heridas...
Había que abandonar la patria, dejar a la
madre; le esperaban las misiones de Asia; ¿cómo no lo habían visto tan
claramente como
él su madre, sus amigos?
La viuda, ya anciana, que se había resignado
a que su Juan no fuera más que santo,
no fuera una columna muy visible de la Iglesia ; ni un gran sacerdote, al llegar este
nuevo desengaño, se resistió con todas sus fuerzas de madre.
«¡El martirio no! ¡La ausencia no! ¡Dejarla
sola, imposible!».
La lucha fue terrible; tanto más, cuanto que
era lucha sin odios, sin ira, de amor contra amor: no había gritos, no había
malas voluntades; pero sangraban las almas .
Juan de Dios siguió adelante con sus preparativos; fue procurándose la
situación propia del
que puede entrar en el servicio de esas avanzadas de la fe, que tienen casi
seguro el martirio... Pero al llegar el momento de la separación, al arrancarle
las entrañas a la madre viva... Juan sintió el primer estremecimiento de la
religiosidad humana, fue caritativo con la sangre propia, y no pudo menos de
ceder, de sucumbir, como
él se dijo.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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