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domingo, 25 de mayo de 2014

El señor - Cap. IV

Renunció a las misiones de Oriente, al martirio probable, a la poesía de sus ensueños, y se redujo a buscar las grandezas de la vida buena ahondando en el alma, prescindiendo del espacio. Por fuera ya no sería nunca nada más que el coadjutor de San Pedro. Pero en adelante le faltaba un resorte moral a su vida interna; faltaba el imán que le atraía; sentía la nostalgia enervante de un porvenir desvanecido. «No siendo un mártir de la fe, ¿qué era él? Nada».- Supo lo que era melancolía, desequilibrio del alma, por la primera vez. Su estado espiritual era muy parecido al del amante verdadero que padece el desengaño de un único amor. Le rodeaba una especie de vacío que le espantaba; en aquella nada que veía en el porvenir cabían todos los misterios peligrosos que el miedo podía imaginar.
Puesto que no le dejaban ser mártir, verter la sangre, tenía terror al enemigo que llevaría dentro de sí, a lo que querría hacer la sangre que aprisionaba dentro de su cuerpo. ¿En qué emplear tanta vida?- «Yo no puedo ser, pensaba, un ángel sin alas; las virtudes que yo podría tener necesitaban espacio; otros horizontes, otro ambiente: no sé portarme como los demás sacerdotes, mis compañeros. Ellos valen más que yo, pues saben ser buenos en una jaula».
Como una expansión, como un ejercicio, buscó en la clase de trabajo profesional que más se parecía a su vocación abandonada una especie de consuelo: se dedicó principalmente a visitar enfermos de dudosa fe, a evitar que las almas se despidieran del mundo sin apoyar la frente el que moría en el hombro de Jesús, como San Juan en la sublime noche eucarística. Por dificultades materiales, por incuria de los fieles, a veces por escaso celo de los clérigos, ello era que muchos morían sin todos los Sacramentos. Infelices heterodoxos de superficial incredulidad, en el fondo cristianos; cristianos tibios, buenos creyentes descuidados, pasaban a otra vida sin los consuelos del oleum infirmorum, sin el aceite santo de la Iglesia... y como Juan creía firmemente en la espiritual eficacia de los Sacramentos, su caridad fervorosa se empleaba en suplir faltas ajenas, multiplicándose en el servicio del Viático, vigilando a los enfermos de peligro y a los moribundos. Corría a las aldeas próximas, a donde alcanzaba la parroquia de San Pedro; aún iba más lejos, a procurar que se avivara el celo de otros sacerdotes en misión tan delicada e importante. Para muchos esta especialidad del celo religioso de Juan de Dios no ofrecía el aspecto de grande obra caritativa; para él no había mejor modo de reemplazar aquella otra gran empresa a que había renunciado por amor a su madre. Dar limosna, consolar al triste, aconsejar bien, todo eso lo hacía él con entusiasmo... pero lo principal era lo otro. Llevar el Señor a quien lo necesitaba. Conducir las almas hasta la puerta de la salvación, darles para la noche obscura del viaje eterno la antorcha de la fe, el Guía Divino... ¡el mismo Dios! ¿Qué mayor caridad que esta?

 1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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