Don Baltasar se echó a la calle aturdido,
como borracho por las emociones de amor, amargura, despecho y decisión violenta
que le llenaban el alma; se le figuraba que llevaba si no en la mano, en el
alma, en la intención una tea incendiaria que debía prender fuego a la moral
pública que se debía al orden constituido, a los más altos principios; ¡qué
sabía él! En fin, ello era que salía dispuesto a cumplir su promesa temeraria
de encontrar al rey Baltasar y, no ya traerlo de Cochinchina, sino sacarlo del centro de la tierra
y hacerlo presentarse ante su Marcelo con un juguete verdaderamente regio, que
no valiese menos que el de sus señores hermanos.
Lo primero que hizo... fue lo que hace el
gobierno, pensar en los gastos, no en los ingresos; escoger el juguete
monumental (así lo llamaba para sus adentros), sin pensar en la mina o en la
lotería de dónde había de sacar el dinero necesario para pagarlo.
Se paró, en la calle de la Montera , ante un
escaparate de juguetes de lujo. Entre tanta
monada de subido precio no vaciló un momento: la elección quedó hecha desde el
primer momento; nada de armaduras, coches, velocípedos de maniquí, grandes
pelotas, ni demás chucherías: lo que había de comprar a Marcelín era aquella
plaza fuerte que estaba siendo la admiración de cuatro o cinco granujas que
rodeaban a Miajas junto al escaparate. -¡Lo que puede la voluntad! -pensaba el
humilde empleado; -estos chicos cargarían con esa maravilla del arte de
divertir a los niños, con no menos placer que yo; en materia de posibles, allá
nos vamos estos pilluelos y yo, y sin embargo, ellos se quedan con el deseo, y
yo entro ahora mismo en el comercio y compro eso... y se lo llevo a Marcelín...
¿En qué está el privilegio, la diferencia? ¿En los cuartos? ¡No! ¡Mil veces no!
En la voluntad. Es que yo quiero de veras que ese juguete sea de mi hijo.
Y entró, y compró la plaza fuerte que le
deslumbraba con el metal de sus cañones, cureñas y cuantos pertrechos eran del caso.
Cuando Marcelín viera aquellas torres y
murallas, casamatas, puentes, troneras, soldados, tremendas piezas de
artillería, se volvería loco; creería estar soñando. ¡Para él tanta hermosura!...
Al ir a pagar después que el juguete estuvo
sobre el mostrador, don Baltasar sintió un nudo en la garganta...
-Verán ustedes, -dijo; -no me lo llevo ahora
precisamente porque... naturalmente... no he de cargar con ese armatoste...
-Lo llevará un demandadero...
-No; no, señores; no se molesten ustedes.
Déjenlo ahí apartado; yo enviaré por el juguete... y entonces... traerán el
dinero... el precio...
Y salió aturdido y dando tropezones.
-Ya no hay más remedio, -iba pensando. El
juguete es mío; el contrato es contrato. Hay que buscar el dinero debajo de las
piedras. -Pero en vez de ponerse a desempedrar la calle, se fue, como siempre, a la
oficina.
Había grandes apuros por causa de arreglar
asuntos que pedían del Ministerio despachados, y el director había dispuesto
habilitar aquel día festivo.
* * *
Gran marejada político-moral-administrativa
había por entonces en Madrid
y en toda España; una de esas grandes irregularidades que de vez en cuando se
descubren, había puesto una vez más sobre el tapete la cuestión de los
cohechos, prevaricaciones y demás clásicas manos puercas de la administración
pública.
Los periódicos de circulación venían echando
chispas; se celebraban grandes reuniones públicas para protestar y
escandalizarse en colectividad; el Círculo Mercantil y una junta de abogados se
empeñaban en empapelar a un ministro y a muchos próceres, al parecer poco
delicados en materia de consumos y de ferrocarriles.
El Ministerio, amenazado con tanto ruido, se
agarraba al poder como una lapa, y en las
oficinas de Madrid había una terrible justicia
de Enero (del
mes que iba corriendo) más o menos aparente.
Los subsecretarios, los directores, los
jefes de negociado, estaban hechos unos Catones, más o menos serondos; no se
hablaba más que de revisiones de cuentas de expedientes, en fin, se quería que
la moralidad de los funcionarios brillara como una patena. Hacía mucho miedo.
-Siempre pagaremos justos por pecadores,
-decían muchos pecadores que todavía pasaban por justos.
Y a todo esto, don Baltasar Miajas sin
enterarse de nada. Oía campanas pero no sabía dónde. El rum rum de las conversaciones
referentes a, los chanchullos legales llegaba a él, sin sacarle de sus
habituales pensamientos; lo oía como
quien oye llover. Él cumplía con su cometido y andando.
Cuando llegó aquel día ante la
mesa de su cargo, dispuesto a sacar el precio del juguete de debajo de las piedras, no
soñaba con que había en el mundo inmoralidad, empleados venales, etc., etc. Lo
que él necesitaba eran diez duros.
No sabía que estaba sobre un volcán, rodeado
de espías. Los pillos del negociado, que los
había, estaban convertidos en Argos de la
honradez provisional y temporera que el director del ramo había decretado dando puñetazos
sobre un pupitre.
Y el diablo hizo, no la Providencia , como
pensó don Baltasar, que cierto contratista, interesado en un expediente que Miajas
acababa de despachar, de modo favorable para aquel señor, se le acercara, y
fingiendo sigilo, pero con ánimo de que pudieran otros oficinistas enterarse de
su generosidad, dejase entre unos papeles algunos billetes de banco.
Era un hombre tosco, acostumbrado a vencer
así en las oficinas de su pueblo; y como
no conocía a Miajas y quería ir anunciando su procedimiento expeditivo, para
que se enterasen los que podían servirle el día de mañana, hizo lo que hizo de
aquella manera torpe, que comprometía al infeliz covachuelista.
Don Baltasar, en el primer momento no se dio
cuenta de lo que acababa de suceder. Todavía no se había hecho cargo de tan
vituperable acción, y ya los espías del
director se habían guiñado el ojo. Cuando el contratista insistió en su
torpeza, llamando la atención de Miajas, éste... vio el cielo abierto, y
equivocándose sin duda, atribuyó entonces a la Providencia aquella
oportunidad del
diablo. En otra ocasión, sin escandalizarse, con mucha humildad y modestia,
hubiera devuelto al pillastre aquel su dinero, diciéndole con buenos modos que
él había cumplido con su conciencia y que ya estaba pagado por el gobierno.
Pero... ahora... Marcelín... la plaza fuerte
comprada... la promesa de traer al rey Baltasar aunque fuese de los pelos... y
cierto profundo espíritu de rebelión... de protesta moral... En fin, ello fue
que don Baltasar, en voz baja, temblorosa, dijo:
-¡Oh! no, caballero; es demasiado; basta con
un... pequeño recuerdo... Guarde usted eso, guarde usted eso, pronto.
- Y metió entre unos papeles un billete de
cincuenta pesetas.
* * *
A la mañana siguiente, en el terrado de la
humilde vivienda de Miajas, su hijo segundo, Marcelo, encontró, con una tarjeta
firmada por el rey Baltasar, el juguete pasmoso, la plaza fuerte que él había
soñado.
Y por la tarde, el rey Baltasar recibió la
noticia de que estaba cesante.
Por hacerle un favor no se le formaba
expediente.
No había perdido más que el pan y la honra.
Ya
había una víctima. (N.del A.)
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