Una noche, en Semana
Santa, ideó don Ramón Betegón una especie de concierto sacro, y después de
otras cosas se tocó el Stabat Mater,
de Rossini. La música religiosa le daba a Ventura escalofríos. Un sacerdote de
esos que tiemblan con la hostia en la mano, puesta toda el alma en el misterio,
no consume con mayor unción y pureza de espíritu que las que había en el alma
de Ventura al hacer llorar a los ángeles y gemir a María en los sonidos de su
violín, su sagrario.
Aquella noche, hasta
los baturros entendían algo, y había en el café un silencio de iglesia. El
subteniente estaba en su sitio; Carmen en el suyo, toda de negro. Ventura, en
el momento en que hablaba con el violín de la soledad de la Virgen al pie de la Cruz , fija la mirada en su
esposa, notó en el rostro de ella una dulcísima sonrisa que no iba hacía él;
volviose, y tuvo tiempo de ver llegar aquella corriente de amor triste y
lánguido al rostro del alférez, que recibió la sonrisa besándola con otra... Dum pendebat filium, decía el violín a
su manera, mientras Ventura se ahogaba. Tuvo valor para seguir espiando miradas
y sonrisas... Iban y venían, y él las sorprendía, no en el camino, que allí
eran invisibles, sino al llegar a Carmen, o al llegar al alférez. ¡Qué sonreír,
qué mirar! Y ellos, ¡qué ciegos!, no veían que él los observaba. Ya se ve, el
éxtasis los tenía esclavos; la música sencilla, sincera, que sonaba allí en
toda su grandeza, en el lamento religioso... los arrastraba a regiones de luz,
al mundo invisible de la poesía. ¡Era él quien les facilitaba aquel palacio
encantado del sueño del amor!... ¡Infames, infames!, debió de decir el violín
también, porque se puso ronco de repente, desafinó de manera terrible. Betegón
volvió la cabeza... y vio a Ventura con la suya hundida entre las manos y las
manos apoyadas en el antepecho de la plataforma. El violín estaba en el suelo,
roto bajo los pies del Sr. Rodríguez.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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