El señor obispo de la diócesis, por razones
muy dignas de respeto, prohibió, hace algunos años, que el clero rural
anduviera por prados y callejas, costas y montañas, luciendo el levitón de
anchos faldones y el sombrero de copa alta, demasiado alta muchas veces. Hoy
todos los curas de mi verde Erín, de mi católica y pintoresca Asturias, usan
traje talar, sombrero de teja, de alas sueltas y cortas; y, a fuerza de
humildad y con prodigios de obediencia, consiguen montar a caballo con sotana o
balandrán, sin hacer la triste figura y sortear las espinas de los setos, sin
dejar entre las zarzas jirones del paño negro.
Pero en los tiempos a que me refiero, no
lejanos, el cura de la aldea ordinariamente parecía un caballero particular
vestido de luto, con alzacuello de seda o de abalorios menudos y con levita y
chistera, de remotísima moda las más veces.
El diputado Morales, cacique desde Madrid de una gran porción del
territorio del Norte, lo menos, del
que abarca dos o tres arciprestazgos, pasa los veranos en su magnífica posesión
de la Matiella ,
en lo más alto de una colina cercana al mar. Desde el palacio, que así lo
llaman los aldeanos, de los Morales se ve el cabo de Peñas, que avanza sobre el
Cantábrico con gallardía escultórica; y del
otro lado, al Oriente, se domina la costa accidentada, verde y alegre, hasta el
cabo del Olivo. Y por la parte de tierra asisten los pasmados ojos, por un
momento, a la sesión permanente que, en augusto conclave, celebran, por siglos
de siglos, los gigantes de Asturias, de las Asturias de piedra: el Sueve, los
Picos de Europa, el Aramo..., y tantas otras moles venerables que el buen hijo
de esta patria llega a conocer y amar como a sacras imágenes de un augusto
misterioso abolengo geológico... De barro somos, y no es mucho pensar con
respeto y cariño en la tierra, abuela...
Pero Morales no pensaba en eso ni se paraba
a contemplar el gran paisaje (panorama le llamaba él constantemente) que se
podía admirar desde la
Matiella. Sabía Morales que aquellas vistas valían mucho
dinero, que por un capricho un indiano poderoso, o un banquero arrogante darían
muchos miles de duros, encima de lo que por sí valía la quinta, nada más que
por pagar las vistas soberbias..., que tampoco se pararían a contemplar
banqueros soberbios ni soberbios indianos.
-Mire usted, mire usted qué panorama -decía
Morales a cualquier huésped de la
Matiella , y apuntaba con el dedo al horizonte, mientras él le
miraba al amigo la cadena del
reloj, los guantes o la corbata.
A sus ojos, mucho más tenían que admirar las
porquerías de escayola con que él había adornado la quinta que el Sueve y Peña
Mayor, que él confundía vilmente.
Sí; la Naturaleza era un buen mareo para sus vanidades
veraniegas..., pero había que pulirlo, dorarlo..., echarle arena y cal
hidráulica. La arena era su manía. Aborrecía los senderos en que se ve la
tierra que se pisa .
Senda sin arena, para Morales, era vergonzosa desnudez. Le encantaba también el
pérfido engaño del
cemento, que parece piedra, y oportune ataque inportune, el
cacique interrumpía la vida lozana de aquellos verdores con obras de cal hidráulica.
Otro adorno de sus dominios era... el clero
rural: los párrocos, coadjutores, ecónomes y capellanes sueltos de aquellos
contornos.
Morales, naturalmente, creía en Dios, o,
mejor, en la necesidad de inventarlo; un Dios personal, por supuesto, especie
de freno automático para contener las pasiones de la multitud y conservar las
venerandas institu-ciones... el papel en alza, cuando convenía. La impiedad le
parecía a Morales una falta de respeto al jefe del Gobierno. Era, pues, muy
propio de un conservador incondicional rodearse de toda la clerecía de aquellos
arciprestazgos, de que él venía a ser el brazo secular por mediación de
alcaldes, jueces municipales, etc., etc.
Sí, quería el freno religioso, el triunfo de
la Iglesia.. .,
pero con el concordato. Daba mucha importancia a las regalías. Le encantaba una
Iglesia que fuese como
la religión romana antigua, la de los paganos, una rueda de la administración
pública... Miraba, dígase todo, en el fondo..., muy en el fondo...; dudaba...,
creía que el progreso...; en fin, él había leído un artículo en que se
extractaba la doctrina de Taine..., y... se atenía a los hechos. Quería el
dogma para evitar que el mundo volviera a la barbarie; guardaba muchas
consideraciones, a los señores curas...; pero..., ¡estaban tan atrasados!...
¡Aquella Teología! ¡Aquellos sombreros! El verdadero Dios de Morales, sin
saberlo él, era una diosa: la moda. La moda en todo. En la ropa, en el arte, en
las enfermedades, en los barbarismos y en la filosofía. ¡Y aquel respetable
clero que se reunía en la
Matiella vestía de una manera!... Morales era muy amigo de
repetir que él, gracias al progreso, sabía más qué Aristóteles. Excuso decir
que sabía mucho menos. También sabía más que Santo Tomás. Se reía, en el seno
de la confianza, de la forma silogística. Aborrecía la rima en el verso; quería
que las casas fueran de hierro, y filosofaba a lo jónico, moderno, asegu rando que todo era electricidad.
Llamaba neurastenia a todo lo que excedía de
los alcances de su mísero espíritu, y creía bajo su palabra a la gente nueva
cada vez que ésta le anunciaba que todo lo conocido caducaba, y que estaba para
brotar el nuevo genio, el de la gran generación. A pesar de todo, era
conservador en política, porque no había otra manera de conservar el distrito y
la influencia de todos aquellos Ayuntamientos del contorno. ¡Pero, en el fondo,
era él lo más avanzado, lo más modernista!... Y todo esto le venía de su real y
espontánea afición, el último figurín, en materia de trapos. En fin: el gran
villano, cuando hablaba a solas con su mujer, ¡llamaba cursi al cura de la Matiella !
Era un sacerdote alto, moreno, de cara
larga, no mucho, bien proporcionadas facciones, dientes limpios y sanos, labios
frescos, cuello fuerte, buen torso, pierna larga, majestuoso sin afectación en
los andares, pulcro y sencillo en el vestir. También usaba levita larga, pero
no mucho; y el sombrero...
-¡Verán ustedes qué sombrero! -nos dijo
Morales una tarde de agosto, en que tomábamos café en la glorieta central del parque de la Matiella.
Un criado acababa de anunciar al señor cura
de la parroquia.
Morales y el cura, por cosquillas de Morales
y dignidad del párroco, habían estado sin verse dos o tres años; pero le había
convenido al cacique una reconciliación, y el clérigo se había apresurado a
admitirla, por caridad y espíritu sinceramente humilde. La tarde anterior,
Morales había visitado al cura, le había invitado a tomar
café al día siguiente, y él no tenía sobre la cabeza más que un humildísimo
gorro negro.
-¡Verán ustedes qué sombrero! -repitió
Morales, pensando en la chistera que usaba el cura tres o cuatro años antes.
No recordaba el sombrero, sino la impresión
que a él le había hecho; no recordaba, sino que era de modelo antiquísimo, de
figura antediluviana...
Por un sendero en zig-zag, de
resplandeciente arena amarillenta, se fue acercando una figura negra, esbelta.
Veinte ojos fisgones, seis de ellos de mujer, ojos de gente madrileña, se
habían clavado en el buen clérigo, y parecía que le estaban examinando de la
ciencia de andar por un parque de gente rica como se debe. Largo era el examen,
porque larga era la distancia; pero el cura no se daba gran prisa a abreviar el
trance, que para él, por lo visto, no era amargo ni siquiera molesto. Casi
todos estábamos cubiertos, porque en aquellas alturas soplaba con fuerza el
Noroeste, y cubierto venía el cura. Al llegar a la glorieta, echó mano al
sombrero, hizo muy airosa cortesía y se volvió a cubrir. Puestos en pie
nosotros, imitamos su gesto.
¿Y... el sombrero? ¿El sombrero del señor cura?
El sombrero del señor cura no tenía nada de particular.
No, era nuevo, sin duda, pero estaba limpio y sin abolladuras; el pelo teníalo
bastante bien conservado, y no nos pareció ni demasiado alto ni demasiado bajo,
ni de alas sobrado anchas, ni muy estrechas; y la forma de la copa ni demasiado
curva nos pareció, ni de cilindro desairado ni de tronco de cono; era un
sombrero de copa alta, aproximadamente como los que nosotros habíamos dejado en
casa.
Todos nos volvíamos hacia Morales, como pidiéndole cuentas
de aquella decepción.
Morales se encogió de hombros.
Mientras el cura saludaba particularmente al
amo de la casa, un pollo de Madrid ,
gente nueva, preguntó a Morales en voz baja:
-Pero, ¿es el mismo?
-¡Eso sí; el mismo!
-Sin duda..., como no le he visto en tres años..., y
entonces era tan diferente la moda...
-Eso es -me atreví yo a decir. El tiempo ha
hecho otra vez de moda al sombrero antediluviano del señor cura.
Morales, el pollo «gente nueva», y algunos
otros se turbaron un poco por efecto de mis palabras.
-¿Por qué?
-Ya nos lo explicará con la mayor inocencia
el señor cura de la Matiella ,
el del
sombrero.
Gracias a los buenos puros, los buenos
licores y al calor y la gracia de la conversación, se fue animando la gente, y
a poco de haber entrado, en el corro el cura de la Matiella ya le tratábamos
como a conocido antiguo; y él, seguro de haber parecido simpático, hablaba con
gran soltura, alegre, sin dejar de medir las palabras, aunque salían abundantes
y espontáneas.
-¡El progreso, el progreso! -decía el señor
cura. Yo también creo en el progreso..., pero no como ustedes, que ven en él un ídolo, un
fetiche, que tiene por símbolo una línea recta. El progreso no es un dios, y es
una curva sinuosa. Vean ustedes este sombrero y, al decir esto, colocó el
sombrero que tanto habíamos mirado sobre sus rodillas-. Vean ustedes; este
sombrero me ha enseñado a mí mucho acerca del cambio de las cosas. Nuestro ilustre
diputado el señor Morales, a cuya salud bebo esta copita, cree que en cuestión
de ropa, de música, de jardinería, de filosofía y hasta de teología, lo mejor
es la última moda, y que debemos andar siempre a la última. Yo creo que lo
mejor es lo racional, lo prudente, que unas veces está de moda y otras no.
Yo he leído un poquillo, poco; y recuerdo
que Descartes, en el Discurso del método, dice, sobre poco
más o menos, algo como
esto: que lo mejor es colocarse en el medio, a igual distancia de los extremos,
porque aunque la verdad esté en un extremo, a él se irá más pronto desde el
medio que desde el otro extremo.
Cuando compré este sombrero, hace muchísimos
año, lo escogí a mi gusto. El sombrerero me puso delante otros muchos que eran
de moda, diciéndome: «Ése que usted escoge ya no se lleva.» «Pues me lo llevo
yo», repuse. Entonces se estilaban las chisteras con alas muy recortadas y
pegaditas a la copa, que era muy alta. Mi sombrero, éste, tenía las alas algo
anchas, para que diesen un poco de sombra al rostro y no dejaran desairada la
copa por desproporción. Pero, claro, comparadas aquellas alas con las de moda,
parecían anchísimas, y la copa regular, muy baja al lado de las que estaban en
uso. Pero yo salía tan contento con mi compra en la cabeza, tranquila la
conciencia, porque sabía que llevaba una prenda útil para su empleo y de
proporciones regulares. Mas los caballeros y señoras con que tuve que tratar en
la ciudad no lo veían como
yo, porque, sin duda, encontraban anticuado aquel inocente pedazo de fieltro.
Pasaron años; volví a la ciudad con mi
sombrero, y también noté que llamaba la atención. Cuando fui a plancharlo, el
sombrerero me explicó el motivo: la copa era escandalosa por lo alta, y las
alas ridículas por lo estrechas... El sombrero de moda era de anchísimas alas y
de copa tan baja, que no era digna de una verdadera canoa. Valga la verdad,
hasta los chiquillos se reían, más o menos disimuladamente, de este pobre
veterano (dando golpecitos sobre el sombrero), que les parecía una torre de
Babel.
Pero las modas pasan, y mi sombrero dura;
así que, después de algún tiempo, volví a la ciudad, y noté que la bimba de
este cura no llamaba la atención; por casualidad, y por poco tiempo, la moda
coincidió con mi gusto, sobre poco más o menos; los sombreros de copa de los
caballeros que veía pasar junto a mí eran de tamaño y figura del mío.
Volví a planchar el vejete este, y al
sombrerero no se le ocurrió proponerme que lo reformara. Estaba bien. Aquella
forma era la corriente. Como
las rechiflas de antaño no me habían dado frío, no me daba calor esto de andar
a la moda por una temporada, de pelos arriba. Yo seguí contento con mi vetusta
cobertura, no porque fuese de moda, sino porque era útil, conforme con su
destino y las leyes constantes de la proporción. Otra vez volvió a estar mi
sombrero anticuado, y volví yo a no incomodarme por eso. En el presente momento
histórico, como dicen en el Congreso, mi chapeau
vuelve a ser como
los que se usan, ¿no es así, caballeros? Vuelve a la moda..., pero no me
alegro; como no
me dará pena que la moda se separe de mí.
Larga pausa.
-Pues lo que digo del
sombrero, lo digo de la cabeza... y del
corazón. Cuando escogí estado, cuando seguí mi vocación, cuando me aferré a mis
ideas, a mi fe y a mis amores cristianos... no estaban de moda, no, la
religión, la fe, ni el cristianismo. Ahora parece que entre la gente de más aristocrático
pensamiento soplan aires místicos, o que así llaman, yo algo he leído de eso, y
no todo me olió a farsa, aunque sí mucho. Bien venidos sean esos nuevos
cristianos, si vienen solos, es decir, si no vienen con el diablo de la
hipocresía o de la vanidad. Me temo, sin embargo, que esa ola favorable pasará;
que la barca, que ustedes saben, seguirá luchando con las tempestades del mundo... Como quiera que sea, yo
siempre tendré sabido que para Dios no hay evoluciones ni progresos; su gloria
es eterna..., et nunc et semper. Perseguidos o
respetados, nosotros siempre lo mismo.
Y, poniéndose en pie, terminó diciendo:
-Quien ve mi sombrero, me ve a mí. Según mi
razón, escogí este chisme; según mi fe y mi conciencia, seguí la bandera de J esús , y
aunque hay muchas cosas que cambian y mejoran, no pueden variar las condiciones
principales que debe tener un sombrero de copa alta, ni puede haber moda que
eclipse la gloria de Cristo. ¡Ay del
que le siga mirando si muchos o pocos le acompañan! A la moda, señores, en
conclusión, le pasa lo que a la
Academia , según la célebre sentencia de un crítico agudo: la
moda es también una autoridad... cuando tiene razón.
Hubo un momento de silencio.
El amo de la casa se atrevió a romperlo,
exclamando:
-Usted saca el Cristo, señor cura, eso no
vale. Dejemos las cosas de tejas arriba; en este bajo mundo...
-¿Negará usted que la evolución es una ley
universal demostrada hasta la sociedad?
-El devenir.
-Hégel...
-Darwin ...
-Spencer...
Mientras aquellos señores abrumaban al pobre
cura de la Matiella
con alardes de erudición filosófica de segunda o tercera mano, queriendo
imponerle como leyes racionales las preocupaciones del propio psitacismo, yo le
estaba agradeciendo al buen clérigo, en el fondo del alma, aquella lección
sencilla y edificante, que venía a sancionar mis pesares más íntimos y mi
conducta en la modesta cátedra, donde años y años llevo diciendo a mis queridos
discípulos que procuren ser buenos ante todo, y además, y si tienen tiempo, que
procuren encontrar por el camino que parece más racional, menos expuesto a
engaños, una ciencia que yo no tengo y que, por lo mismo, no puedo en señarles.
Hace tres lustros, yo me presenté en mi
cátedra con un sombrero que no estaba de moda; tenía, es claro, buen cuidado de
explicar siempre, porque en punto a filosofía, hay que atender poco a los
sombreros que llevan los demás; pero con todo, por conciencia, también advertía
siempre que lo corriente entonces no era pensar así.
El positivismo (¡y qué positivismo el que
llega a las masas de los ateneos, academias, cátedras, foros, congresos, clubs,
anfiteatros y laboratorios!) era en aquellos días aquí en España la última
palabra.
Yo combatía con toda la fuerza de mi
convicción las teorías capitales del
positivismo, sin negar sus méritos, sus servicios, sus verdades particulares,
ni el genio ni el talento de tales o cuales positivistas.
Era yo joven, y parecía en cátedra un viejo,
un rezagado.
Pasaron años..., y mi sombrero, como el del cura de la Matiella , está por esos
mundos del
pensamiento, de moda; a la última... ¿Por qué no decirlo a los discípulos? Se
lo digo con cierta satisfacción contenida, hasta algo melancólica.
Mis ideas son novísimas, mi tendencia la de
los jóvenes maestros de Europa y América...; pero yo no parezco un joven, porque
voy siendo viejo de veras.
Y como
para el viejo, aunque no sea perro, no hay tus tus, sin que deje de halagarme
el ver en autores flamantes confirmadas mis opiniones, no siento por ello
demasiado calor.
Y, como
el cura de la Matiella ,
aunque pase la moda de mi sombrero, pienso conservarlo hasta que me muera..., y
acaso después. Et
nunc et semper.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario