Mas no bastaba. Juan presentía que su
corazón y su pensamiento buscaban vida más fuerte, más llena, más poética, más
ideal. Las lejanas aventuras apostólicas con una catástrofe santa por desenlace
le hubieran satisfecho, la conciencia se lo decía: aquella poesía bastaba. Pero
esto de acá no. Su cuerpo robusto, de hierro, que parecía predestinado a las
fatigas de los largos viajes, a la lucha con los climas enemigos, le daba
gritos extraños con mil punzadas en los sentidos. Comenzó a observar lo que
nunca había notado antes, que sus compañeros luchaban con las tentaciones de la
carne. Una especie de remordimiento y de humildad mal entendida le llevó a la
aprensión de empeñarse en sentir en sí mismo aquellas tentaciones que veía en
otros a quien debía reputar más perfectos que él. Tales aprensione, fueron como una sugestión, y por fin sintió la carne y triunfó de
ella, como los
más de sus compañeros, por los mismos sabios remedios dictados por una santa y
tradicional experiencia. Pero sus propios triunfos le daban tristeza, le
humillaban. Él hubiera querido vencer sin luchar; no saber en la vida de
semejante guerra. Al pisotear a los sentidos rebeldes, al encadenarlos con
crueldad refinada, les guardaba rencor inextinguible por la traición que le
hacían; la venganza del
castigo no le apagaba la ira contra la carne. «Allá lejos -pensaba- no hubiera
habido esto; mi cuerpo y mi alma hubieran sido una armonía».
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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