Una tarde de Julio un acólito de San Pedro
buscó a Juan de Dios, en su paseo solitario por las alamedas, para decirle que
corría prisa volver a la iglesia para administrar el Viático. Era la escena de
todos los días. Juan, según su costumbre, poco conforme con la general, pero sí
con las amonestaciones de la
Iglesia , llevaba, además de la Eucaristía , los Santos
Óleos. El acólito que tocaba la campanilla delante del triste cortejo guiaba. Juan no había
preguntado para quién era; se
dejaba llevar. Notó que el farol lo había cogido un caballero y que los cirios
se habían repartido en abundancia entre muchos jóvenes conocidos de buen porte.
Salieron a la plaza y las dos filas de luces rojizas que el bochorno de la tarde
tenía como
dormidas, se quebraron, paralelas, torciendo por una calle estrecha. Juan
sintió una aprensión dolorosa; no podía ya preguntar a nadie, porque caminaba
solo, aislado, por medio del arroyo, con las manos unidas para sostener las
Sagradas Formas. Llegaron a la plazuela de las Descalzas, y las luces, tras el
triste lamento de la esquila, guiándose como
un rebaño de espíritus, místico y fúnebre, subieron calle arriba por la de
Cereros. En los Cuatro Cantones Juan vio una esperanza: si la campanilla seguía
de frente, bajando por la calle de Platerías, bueno; si tiraba a la derecha,
también; pero si tomaba la izquierda...
Tomó por la izquierda, y por la izquierda doblaban los cirios desapareciendo.
Juan sintió que la aprensión se la convertía
en terrible presentimiento; en congoja fría, en temblor invencible. Apretaba
convulso su sagrada carga para no dejarla caer; los pies se le enredaban en la
ropa talar. El crepúsculo en aquella estrechez, entre casas altas, sombrías,
pobres, parecía ya la noche. Al fin de la calle larga, angosta, estaba la
plazuela de las Recoletas. Al llegar a ella miró Juan a la torre como preguntándole, como
pidiéndole amparo... Las luces tristes descendían hacía la rinconada, y las dos
filas se detuvieron a la puerta a que nunca había osado llegar Juan de Dios en
sus noches de vigilia amorosa y sin pecado. La comitiva no se movía; era él,
Juan, el sacerdote, el que tenía que seguir andando. Todos le miraban, todos le
esperaban. Llevaba a Dios.
Por eso, porque llevaba en sus manos el Señor, la salud del alma, pudo seguir,
aunque despacio, esperando a que un pie estuviera bien firme sobre el suelo para mover el otro.
No era él quien llevaba el Señor, era el Señor quien le llevaba a él: iba
agarrado al sacro depósito que la
Iglesia le confiaba como a una
mano que del
cielo le tendieran. «¡Caer, no!» pensaba. Hubo un instante en que su dolor
desapareció para dejar sitio al cuidado absorbente de no caer.
Llegó al portal, inundado de luz. Subió la
escalera, que jamás había visto. Entró en una salita pobre, blanqueada, baja de
techo. Un altarcico improvisado estaba enfrente, iluminado por cuatro cirios.
Le hicieron torcer a la derecha, levantaron una cortina; y en una alcoba
pequeña, humilde, pero limpia, fresca, santuario de casta virginidad, en un
lecho de hierro pintado, bajo una colcha de flores de color de rosa, vio la
cabeza rubia que jamás se había atrevido a mirar a su gusto, y entre aquel
esplendor de oro vio los ojos que le habían transformado el mundo mirándole sin
querer. Ahora le miraban fijos, a él, sólo a él. Le esperaban, le deseaban;
porque llevaba el bien verdadero, el que no es barro, el que no es viento, el
que no es mentira.- ¡Divino Sacramento !
pensó Juan que, a través de su dolor, vio cómo en un cuadro, en su cerebro, la
última Cena y al apóstol de su nombre, al dulce San Juan, al bien amado, que
desfalleciendo de amor apoyaba la cabeza en el hombro del Maestro que les
repartía en un poco de pan su cuerpo.
El sacerdote y la enferma se hablaron por la
vez primera en la vida. De las manos de Juan recibió Rosario
la Sagrada Hostia ,
mientras a los pies del
lecho, la madre, de rodillas, sollozaba.
Después de comulgar, la niña sonrió al que
le había traído aquel consuelo. Procuró hablar, y con voz muy dulce y muy honda
dijo que le conocía, que recordaba haberle besado las manos el día de su
primera misa, siendo ella muy pequeña; y después, que le había visto pasar
muchas veces por la plazuela.
-«Debe usted de vivir por ahí cerca...».
Juan de Dios contemplaba tranquilo, sin vergüenza,
sin remordimiento, aquellos pálidos, aquellos pobres músculos muertos,
aniquilados. «He aquí la carne que yo adoraba, que yo adoro»,
pensó sin miedo, contento de sí mismo en medio del dolor de aquella muerte. Y se acordó de
las velas como
juncos que tan pronto se consumían ardiendo en su altar de niño.
Pero hubo que separarse. Juan de Dios salió
de la alcoba, atravesó la sala, llegó a la escalera... y pudo bajarla porque
llevaba el Señor en sus
manos. A cada escalón temía desplomarse. Haciendo eses llegó al portal. El
corazón se le rompía. La transfiguración de allá arriba había desaparecido. Lo
humano, puro también a su modo, volvía a borbotones.
«¡No volvería a ver aquellos ojos!». Al
primer paso que dio en la calle, Juan se tambaleó, perdió la vista y vino a
tierra. Cayó sobre las losas de la acera. Le levantaron; recobró el sentido. El
oleum infirmorum corría
lentamente sobre la piedra bruñida. Juan, aterrado, pidió algodones, pidió
fuego; se tendió de bruces, empapó el algodón, quemó el líquido vertido, enjugó
la piedra lo mejor que pudo. Mientras se afanaba, el rostro contra la tierra,
secando la losa, sus lágrimas corrían y caían, mezclándose con el óleo
derramado. Cesó el terror. En medio de su tristeza infinita se sintió
tranquilo, sin culpa. Y una voz honda, muy honda, mientras él trabajaba para
evitar toda profanación, frotando la piedra manchada de aceite, le decía en las
entrañas:
«¿No querías el martirio por amor Mío? Ahí
le tienes. ¿Qué importa en Asia o aquí mismo?
El dolor y Yo estamos en todas partes».
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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