En la cima
del cerro había un molino de viento, de altivo aspecto; y la verdad es que se
sentía muy orgulloso.
-No es que
sea orgulloso -decía, lo que sí soy muy ilustrado, por fuera y por dentro.
Tengo el sol y la luna para mi uso externo y también interno, y además dispongo
de velas de estearina, lámparas de aceite y bujías de sebo. Bien puedo decir
que soy un molino de luces; un ser inteligente y tan perfecto, que da gusto.
Tengo en el pecho una rueda, y cuatro alas dispuestas sobre la cabeza,
inmediatamente debajo del sombrero. Las aves, en cambio, poseen sólo dos, y las
llevan en la espalda. De
nacimiento soy holandés, bien se nota por mi figura; un holandés volante que,
como no ignoro, figura entre los seres sobrenaturales, y, con todo, soy
perfecta-mente natural. Tengo una galería alrededor del estómago y una vivienda
en la parte inferior; en ella habitan mis pensamientos. Al más fuerte de ellos,
el que manda y domina, lo llaman los demás «el molinero». Ése sabe lo que se
trae entre manos, y está muy por encima de la harina y la sémola; sin embargo,
tiene a su compañera, la «molinera». Ella es el corazón; no corre sin ton ni
son de un lado para otro, pues también ella sabe lo que quiere y lo que puede;
es suave como una leve brisa, y fuerte como un vendaval; es prudente y logra
imponer su voluntad. Es mi sentido de la suavidad, el padre es el de la dureza. Aunque son
dos, forman una sola persona, y entre ellos se llaman «mi mitad». Tienen hijos:
pequeños pensamientos que crecerán. ¡Cuántas diabluras cometen los rapaces! No
hace mucho me sentía deprimido e hice que el padre y sus oficiales examinasen
mi mecanismo y la rueda que tengo en el pecho; quería saber lo que me ocurría,
pues algo en mí no marchaba como debiera, y conviene vigilarse; los pequeñuelos
metieron un ruido infernal, cosa muy enfadosa cuando se vive en la cumbre de
una colina. Hay que contar con que todos te ven, y no se debe despreciar la
opinión pública. Pero, como iba diciendo, los chiquillos cometieron una de
travesuras... El más chiquitín se me subió sobre el sombrero, y armó tal
alboroto que me daba cosquillas. Los pensamientos chicos pueden crecer, lo sé
por experiencia. Y de fuera vienen también pensamientos, y no precisamente de
mi linaje, pues no veo a ningún pariente en todo lo que alcanza mi vista; estoy
sólo. Pero las casas sin alas, donde no se oye el girar de la rueda, tienen
también pensamientos que vienen a reunirse con los míos y se enamoran unos de
otros, como suele decirse. Es bien asombroso. ¡La de cosas extrañas que hay en
el mundo! No sé si me ha venido de dentro o de fuera, pero el hecho es que ha
habido un cambio en mi mecanismo. Es algo así como si el padre hubiese cambiado
su mitad, como si hubiera venido un sentido más dulce aún, una compañera más
amorosa, joven y buena y, sin embargo, la misma, pero más dulce y más piadosa a
medida que pasa el tiempo. Lo amargo se ha evaporado; el conjunto resulta muy
agradable. Van y vienen los días, cada vez más claros y alegres, hasta que -sí,
dicho y escrito está- llegará uno en que todo habrá terminado para mí, aunque
no del todo. Me derribarán para reconstruirme, nuevo y mejor. Desapareceré,
pero seguiré viviendo. Seré distinto y, no obstante, seré el mismo. Esto me
resulta muy difícil de comprender, pese a toda mi ilustración y a que me
iluminan el sol, la luna, la estearina, el aceite y el sebo. Mis viejas paredes
y habitaciones volverán a alzarse de entre los escombros. Espero que conservaré
mis antiguos pensamientos: el molinero, la madre, los mayores y los chicos, la
familia, como los llamo en conjunto, uno y, sin embargo, tantos, todo el
conjunto de pensamientos, que ya me es imprescindible. Y tengo que seguir
también siendo yo mismo, con la rueda en el pecho, las alas sobre la cabeza, la
galería en torno al estómago; de otro modo no me reconocería, y tampoco me
reconocerían los demás, y no podrían decir: «Ahí tenemos el molino en la
colina, tan apuesto pero nada orgulloso».
Todo esto
dijo el molino, y muchas cosas más; pero lo más importante es lo que hemos
apuntado.
Y vinieron
los días y se fueron, hasta que llegó el último. Estalló un incendio en el
molino; se elevaron las llamas, proyectándose hacia fuera y hacia dentro,
lamiendo las vigas y planchas y devorándolas. Se desplomó el edificio, y no
quedó de él más que un montón de cenizas. De él se levantaba una columna de
humo, que el viento dispersó.
Lo que de
vivo había en el molino, vivo quedó, y, en vez de sufrir daños, más bien salió
ganando. La familia del molinero, un alma con muchos pensamientos, se construyó
un molino nuevo y hermoso para su servicio, de aspecto exactamente igual al
anterior, por lo que la gente decía: «Ahí está el molino de la colina, altivo y
apuesto». Pero estaba mejor construido, más a la moderna, pues los tiempos
progresan. Los viejos maderos, carcomidos y esponjosos, yacían convertidos en
polvo y ceniza; el cuerpo del molino no volvió a levantarse, como él había
creído; había dado fe a las palabras, pero no hay que tomar las cosas tan al
pie de la letra.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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