Erase un
cazador que tenía dos perros. Una vez anduvo con ellos por bosques y valles
buscando caza, sin encontrar nada. Caía ya la tarde cuando vio una cosa
sorprendente: estaba ardiendo un tronco partido, y en el tronco había una
serpiente.
-Sácame
del fuego, buen hombre, sácame de las llamas -le dijo la serpiente, y te haré
el don de que sepas todo lo que hay en el mundo, de que entiendas el lenguaje
de los animales y el canto de las aves.
-Yo te
ayudaría con mucho gusto; ¿pero de qué manera? -preguntó el cazador a la
serpiente.
-Basta
con que metas el extremo de una rama en el fuego. Yo me deslizaré por ella.
El
cazador así lo hizo.
-Gracias,
buen hombre -dijo la serpiente ya a salvo-. Ahora entenderás todo lo que dicen
los animales. Pero no se lo descubras a nadie porque, si lo haces, habrá
llegado la hora de tu muerte.
Volvió el
cazador a su batida en busca de caza, hasta que se hizo noche cerrada.
«Estoy
lejos de casa -pensó. Me quedaré a dormir aquí.»
Encendió
una hoguera, se acostó al lado, con sus perros, y en esto les oyó hablar entre
sí, llamándose hermano el uno al otro.
-Mira,
hermano -dijo uno de ellos: quédate tú a pasar la noche aquí con el amo
mientras yo vuelvo corriendo a guardar la casa, no vaya a ser que entren
ladrones.
-Bueno,
hermano, pues que Dios te acompañe.
A primera
hora de la mañana regresó el perro que había ido a guardar la casa y le dijo al
que se quedó en el bosque:
-Buenos
días, hermano.
-Buenos
días.
-¿Habéis
pasado bien la noche?
-Pues sí,
a Dios gracias. Y tú, ¿qué tal has dormido en casa?
-¡No me
hables! Llegué corriendo a casa, y dijo el ama: «¡Demonio de chucho! ¿A qué
habrá venido sin el amo?» Y me tiró al suelo una corteza de pan requemado. Yo
lo olfateé, pero no me lo pude comer. Entonces agarró el hierro de atizar la
lumbre y me pegó un vapuleo que por poco me rompe todas las costillas. Luego,
por la noche, se colaron en el patio unos ladrones para robar grano y gallinas.
Pero yo ladré tanto y arremetí contra ellos con tanta furia, que se olvidaron
del bien ajeno y sólo pensaron en escapar sanos y salvos. ¡Así he pasado la
noche!
El
cazador escuchó todo lo que le decía un perro al otro y pensó para sus
adentros: «¡Ya verá mi mujer la que le espera cuando yo vuelva a casa!»
Conque
llegó efectivamente a su casa.
-Hola,
mujer.
-Hola, mi
hombre.
-¿Vino
anoche uno de los perros a casa?
-Sí que vino.
-¿Y le
diste de comer?
-¡Claro
que sí, hombre! Una orza entera de leche con pan migado.
-¡Estás
mintiendo, so bruja! Le diste una corteza de pan requemado y le pegaste con el
atizador.
La mujer
confesó su culpa, pero luego se puso a atosigar al marido para que le contara
cómo se había enterado de aquello.
-No puedo
decírtelo -contestó el marido. Me lo han prohibido.
-¡Dímelo,
maridito!
-De
verdad que no puedo.
-Dímelo,
hombre.
-Si te lo
digo, habrá llegado la hora de mi muerte.
-No
importa. Tú dímelo, querido.
¿Qué
hombre es capaz de porfiar con una mujer? Siempre acaba cediendo...
-Bueno,
pues tráeme una camisa blanca como mortaja -dijo el marido.
El
cazador endosó la camisa y fue a tenderse sobre un banco, en el rincón de
honor, debajo del icono, dispuesto a morir después de contarle toda la verdad a
su mujer.
Pero en
esto entraron en la casa unas gallinas, perseguidas por un gallo que les pegaba
de picotazos diciendo:
-¡Ahora
veréis lo que es bueno! Yo no soy tan imbécil como nuestro amo, que tiene una
sola mujer y no puede hacer carrera de ella. Yo os tengo a todas vosotras, que
sois treinta o más, pero soy capaz de baldaros a todas.
Al
escuchar estas razones, el cazador no quiso seguir haciendo el tonto: se
levantó del banco y la emprendió con su mujer a latigazo limpio. Así la hizo
entrar en razón y le quitó las ganas de atosigarle a preguntas.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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