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domingo, 23 de junio de 2013

El cazador y su mujer

Erase un cazador que tenía dos perros. Una vez anduvo con ellos por bosques y valles buscando caza, sin encontrar nada. Caía ya la tarde cuando vio una cosa sorprendente: estaba ardiendo un tronco partido, y en el tronco había una serpiente.
-Sácame del fuego, buen hombre, sácame de las llamas -le dijo la serpiente, y te haré el don de que sepas todo lo que hay en el mundo, de que entiendas el lenguaje de los animales y el canto de las aves.
-Yo te ayudaría con mucho gusto; ¿pero de qué manera? -preguntó el cazador a la serpiente.
-Basta con que metas el extremo de una rama en el fuego. Yo me deslizaré por ella.
El cazador así lo hizo.
-Gracias, buen hombre -dijo la serpiente ya a salvo-. Ahora entenderás todo lo que dicen los animales. Pero no se lo descubras a nadie porque, si lo haces, habrá llegado la hora de tu muerte.
Volvió el cazador a su batida en busca de caza, hasta que se hizo noche cerrada.
«Estoy lejos de casa -pensó. Me quedaré a dormir aquí.»
Encendió una hoguera, se acostó al lado, con sus perros, y en esto les oyó hablar entre sí, llamándose hermano el uno al otro.
-Mira, hermano -dijo uno de ellos: quédate tú a pasar la noche aquí con el amo mientras yo vuelvo corriendo a guardar la casa, no vaya a ser que entren ladrones.
-Bueno, hermano, pues que Dios te acompañe.
A primera hora de la mañana regresó el perro que había ido a guardar la casa y le dijo al que se quedó en el bosque:
-Buenos días, hermano.
-Buenos días.
-¿Habéis pasado bien la noche?
-Pues sí, a Dios gracias. Y tú, ¿qué tal has dormido en casa?
-¡No me hables! Llegué corriendo a casa, y dijo el ama: «¡Demonio de chucho! ¿A qué habrá venido sin el amo?» Y me tiró al suelo una corteza de pan requemado. Yo lo olfateé, pero no me lo pude comer. Entonces agarró el hierro de atizar la lumbre y me pegó un vapuleo que por poco me rompe todas las costillas. Luego, por la noche, se colaron en el patio unos ladrones para robar grano y gallinas. Pero yo ladré tanto y arremetí contra ellos con tanta furia, que se olvidaron del bien ajeno y sólo pensaron en escapar sanos y salvos. ¡Así he pasado la noche!
El cazador escuchó todo lo que le decía un perro al otro y pensó para sus adentros: «¡Ya verá mi mujer la que le espera cuando yo vuelva a casa!»
Conque llegó efectivamente a su casa.
-Hola, mujer.
-Hola, mi hombre.
-¿Vino anoche uno de los perros a casa? 
-Sí que vino.
-¿Y le diste de comer?
-¡Claro que sí, hombre! Una orza entera de leche con pan migado.
-¡Estás mintiendo, so bruja! Le diste una corteza de pan requemado y le pegaste con el atizador.
La mujer confesó su culpa, pero luego se puso a atosigar al marido para que le contara cómo se había enterado de aquello.
-No puedo decírtelo -contestó el marido. Me lo han prohibido.
-¡Dímelo, maridito!
-De verdad que no puedo.
-Dímelo, hombre.
-Si te lo digo, habrá llegado la hora de mi muerte.
-No importa. Tú dímelo, querido.
¿Qué hombre es capaz de porfiar con una mujer? Siempre acaba cediendo...
-Bueno, pues tráeme una camisa blanca como mortaja -dijo el marido.
El cazador endosó la camisa y fue a tenderse sobre un banco, en el rincón de honor, debajo del icono, dispuesto a morir después de contarle toda la verdad a su mujer.
Pero en esto entraron en la casa unas gallinas, perseguidas por un gallo que les pegaba de picotazos diciendo:
-¡Ahora veréis lo que es bueno! Yo no soy tan imbécil como nuestro amo, que tiene una sola mujer y no puede hacer carrera de ella. Yo os tengo a todas vosotras, que sois treinta o más, pero soy capaz de baldaros a todas.
Al escuchar estas razones, el cazador no quiso seguir haciendo el tonto: se levantó del banco y la emprendió con su mujer a latigazo limpio. Así la hizo entrar en razón y le quitó las ganas de atosigarle a preguntas.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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