Translate

domingo, 23 de junio de 2013

Deber

De los que, a la desesperada, habían desembarcado en los escollos, quedaba una hacina de troncos palpitantes, mu­tilados y sangrientos, que casi a la vez tumbó sobre el recanto de la playa el plomo enemigo. ¿Qué fin se proponían al desembarcar así? Ninguno; quizá no sobrevivir a los otros, cuyos cuer­pos obstruían el paso, revueltos con las embarcaciones sacrificadas, echadas a pique. No habiendo podido cerrar la bahía, tratábase de morir.
Y habían muerto con el gesto senci­llo y gallardo de aquella gente durante aquella guerra; pero alguno respiraba aún. No hacía el menor movimiento; tenía destrozad,as ambas piernas y una bala en la clavícula. No sentía dolor, sino sólo los comienzos del frío y peso en las extremidades, la inercia, que pronto sería reemplazada por el deva­neo de la fiebre. Permanecía con los ojos cerrados, el rostro blanquecino, semejante -a pesar de su uniforme europeo- a uno de esos muñecos de marfil que esculpen delicadamente los nipones. En el abandono de su letargo calenturiento reaparecía más claro el sello de la raza, lo oblicuo de los ojos, lo menudo, como rudimentario, de las facciones, la expresión mística, infantil ingenua, de la faz, lo exiguo de la ca­beza, la negrura lustrosa del lacio pelo.
Nada menos belicoso que semejante fisonomía. Antes que guerrero mori­bundo, parecía rota marioneta, fútil y dulce juguete desechado por un niño. Y en su cerebro, las imágenes empeza­ban a atropellarse con lucidez febril, opresiva. Borrados todos los recuerdos del disfraz occidental, la pintoresca existencia asiática se desarrollaba con sus prestigios de color y luz, con su brillantez y su molicie suave, natural­mente artística.
El herido se encontraba en un jar­dín, terraza colgada sobre un río, cer­cada por tapia de escasa altura, hecha de azulejos de porcelana policroma. Macetas diminutas, con arbustos ena­nos, coronaban la tapia, y árboles re­cortados en figura de peces, esquifes o jarrones, rodeaban el quiosco, de porcelana también.
Dentro, en platos primorosos, se brin­daban frutas, nísperos de oro, pavías de felpa rosa, naranjitas bruñidas, guan­teadas por su flexible piel. Confituras ligeras, capullos e insectos en amíbar, completaban el refresco. Dos tibores sostenidos por un dragón o endriago fabuloso, se alzaban sobre peanas de madera laqueada en los ángulos del delicioso quiosco, todo enramado y en­guirnaldado de campanillas abiertas, que sobre las columnas de porcelana parecían adornos cerámicos, de una cerámica milagrosamente frágil.
Frente al quiosco, apoyada en la ta­pia, flanqueada de cerezos en flor, cu­yas negras, desnudas y lisas ramas sal­picaban estrellas carmesíes, una fontana, un hilo de agua recayendo en con­cha gigantesca, emperlaba el aire con su cántico de cristal fino. En el seno de nácar de la tridacne, dentro del agua blanca, movida, monstruos de es­malte turquí y bermejo nadaban lenta­mente, y en el cáliz de las flores del cerezo, gotas de humedad refulgían al sol. Y el herido sintió una sed rabioga, infinita. ¡Aquella agua! ¡Aquella agua! Era la misma que había mojado sus labios, refrescando su lengua, cuando niño; reconoció la fuente, el delgado chorro, el musical gorgoteo que produ­cía al recaer en la valva, estremecien­do de gozo a los ciprinos... Se arrojó con salto nervioso hacia la fuente. En el instante mismo, los endriagos de los tibores, desperezándose, pegando un brinco felino y cruel, se interpusieron. Sus fauces pintadas echaban fuego, sus ojos redondos saltaban de las órbitas, sus garras corvas amenazaban a las pupilas del audaz. Y la canturria mis­teriosa del hilito cristalino parecía re­petir: «Sagrada es la fuente.»
El herido, desalentado, se desplomó en un taburete de laca, bebiendo, a fal­ta de cosa mejor, la frescura que subía del río. Iba a ponerse el sol ; el hori­zonte era violeta y púrpura; una luna inflamada asomaba detrás de una coli­na de estaño, escueta y geométrica en su dibujo. Así que el globo encendido se alzó, palideciendo, del fondo son­brío de la perspectiva confusa, vela­da por tules negruzcos, empezaron a surgir puntos lucientes, chispitas im­perceptibles, que aumentaron hasta formar hormiguero infinito de faroli­llos, linternas y faroles de papel.
La noche se esclareció con el res­plandor de millones de luces, y las fi­guras raras, el abigarrado surgir de muecas, visajes y vuelos de alimañas fantásticas en las faces de las grandes farolas, alborozaron al herido, causán­dole un transporte de orgullosa locura. Porque había comprendido: la ciudad se incendiaba, delirante, celebrando la victoria, el magnífico triunfo de los ágiles y de los resignados a perecer, so­bre una enorme masa pesada y dura, fría y resistente como una pirámide de basalto. Aquellos faroles eran lenguas de llama que le gritaban «¡vítor!», y la innúmera muchedumbre que llenaba las calles, que se esparcía por las ori­llas del río y lo surcaba en barquitos chatos, en juncos estrechos, ascuas de lumbre sobre el agua aceitosa, alzaba un himno a su valor sublime, y al de los que yacían en el fondo del abra, en­tre los restos de los inmolados cañone­ros, perdidos allí para que el enemigo no pasase.
En la otra orilla, los barcos de flores, las casas de té, resplandecían más que ningún edificio. Las musmis de nom­bres de flor, de sonrisa trazada con un rasgo de cinabrio, de rizos simulados con una voluta de tinta china, de cara pálida, lisa, graciosamente tristona; las aseñoritadas meretrices de formas recogidas y puras, de púdico ropaje, se asomaban a las barandillas de sus bál conadas, le llamaban, le cantaban ver­sos elogiosos, llamándole guerrero di­vino, terror del Occidente, sucesor de los héroes que la crónica fiel rodea de leyendas, en caracteres de cobalto y oro.
El herido se erguía altivo, extasiado, y notaba al erguirse que un choque, un tilinteo de armas, acompañaba la ac­ción. Mirábase y se encontraba vestido de viejo combatiente, de samural tra­dicional. Su mano derecha esgrimía el clásico sable, de empuñadura curiosa­mente trabajada por desconocido artis­ta; su izquierda columpiaba el abani­co, donde una bandada de grullas alza el vuelo en celajes nacarados punti­lleados de plata. Las laminículas de su coraza jugaban sobre su pecho, y le en­mascaraba el rostro una careta de expresión feroz y horrible. Ataviado así, echó a andar, descendió la escalinata, se acercó a la margen del río, rielante de colores. La muchedumbre le abría paso, las cortesanas le sonreían con enamorada humildad. El caminaba ha­cia el palacio imperial, hacia los par­ques y los bosques de la sacra residen­cia inaccesible a los ojos humanos. No era posible que con aquel traje nadie le detuviese, y, en efecto, lejos de dete­nerle, la gente le seguía, le arrastraba en su torrencial flujo, le llevaba en vo­landas, en hombros, en brazos, en al­to, en improvisado palanquín, no sa­bía él mismo cómo, pero ciertamente bogando por cima de un océano de fa­rolillos tembladores y oscilantes, entre cuyas olas, acribilladas' de luz, se ane­gaba a veces, viniendo las miríadas de puntos luminosos a inundar su cabeza, a quemar con reiterado picor de brasa su cuerpo, a deslumbrar y cegar sus pupilas resecas de calentura.
Un dolor agudo le devolvió el conoci­miento.
El sol caía a plomo sobre su fren­te. Le estaban incorporando, palpando, arrancándole entre el montón de cadá­veres. Unas barbas frondosas y rubias, un semblante ancho, sonrosado, serio, se inclinaba sobre él, y el aliento del hombre del Norte se mezclaba con el suyo.
-La camilla -oyó decir. Con cuida­do: hacedle el menor daño posible.
El herido, fríamente, miró a su sal­vador, escrutó sus ojos claros, húmedos de vida, sus sienes blancas bajo la go­rra de campamento' y, echando mano al cinturón, en un relámpago, sacó y disparó a boca de jarro el revólver. Cin­co tiros contestaron al suyo, y uno de los que le remataron le apoyó el ca­ñón en el hueco del oído. Pero el ofi­cial ruso había caído boca arriba, ful­minado.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario