Teniendo que ir
a Madrid para
la gestión de un asunto
importante, de esos en que se atraviesan intereses considerables y que obligan
a pasarse meses limpiando el polvo a los bancos de las antesalas con los
fondillos del pantalón, me informé de una casa de huéspedes barata, y en ella
me acomodé en una sala "decente", con vistas a la calle de Preciados.
Intentaron los compañeros de mesa redonda que se estableciese entre
nosotros esa familiaridad de mal gusto,
ese tiroteo de bromas y disputas que suele degenerar en verdadera
importunidad o en grosería franca. Yo me metí en la concha. El único huésped
que demostraba reserva era un muchacho
como de unos veinticuatro años, muy taciturno, que se llamaba Demetrio
Lasús. Llegaba siempre tarde a la mesa, se retiraba temprano, comía poco, de
través; bebía agua,
respondía con buena educación,
pero no buscaba la cháchara ni aparecía jamás preguntón ni entrometido, y estas
cualidades me infundieron simpatía.
Solo yo en una ciudad donde no conocía a nadie; separado
de la familia,
a la cual
siempre he sido apegadísimo, mis necesidades afectivas se revelaron en
el cariño que cobré a aquel mozo
apenas le vi
esponta-nearse y logré que
entrase en mi
cuarto, contiguo al suyo, dos o tres veces para aceptar un
café que yo hacía en maquinilla. Me contó su historia: aspiraba a un destino,
se lo tenían ofrecido, pero era preciso armarse de paciencia.
Mi olfato me
dijo que la
historia no estaba completa, y que detrás de aquellas
revelaciones quedaba mucho que saber; pero discretamente me di por contento y
ofrecí servicios.
Dinero, no, y lo sentía; que a ser rico, a no tener cinco hijos, el
mayor de diez años, creo que me despojo de mi caudal para remediar la
situación, asaz apurada, de Demetrio...
Detrás de la juventud suponemos el amor, y para el amor tenemos
indulgencias y condescendencias
infinitas. Yo creía
a Demetrio enamorado y pendiente,
para realizar su felicidad, del consabido destino. Así me explicaba la preocupación
del mozo, sus desapariciones, los aspectos misteriosos de su vivir, su desgana,
su color quebrado y macilento. Ade-lantándome
a la confidencia,
di lo del
amor por hecho, y con tal seguridad lo afirmé, que Demetrio vino a
declarar que sí, que estaba enamorado
hasta los tuétanos,
y en cuanto pudiese casarse...
Manifesté deseo pueril de conocer a la novia; me prometió llevarme a
verla asomada al balcón; me enseñó, en efecto, a una preciosa muchacha, rubia
como unas candelas, blanca, esbelta,
elegantísima, de pechos
en un segundo
piso de la
calle próxima, y
como yo extrañase que la niña no
nos echase una ojeada siquiera, Demetrio sonrió y dijo:
-¡Ah! En viéndome
acompañado... Es lo más delicada, lo más susceptible... Si
supiese que está usted enterado..., reñimos, de seguro.
Desde entonces le
hablé constantemente de la rubia,
la puse en las nubes, alabé sus encantos...; en fin, de tal manera me interesé
por la vida íntima de Demetrio, que me sucedía de noche soñar con ella, y de
día pasar por la calle donde la rubia se asomaba al balcón, mirándola
disimulada-mente, como se mira lo que nos importa. ¿Lo he de
confesar todo? Apartado de
los míos, sucedíame
por momentos olvidarme de que existían, borrárseme entre neblina los
contornos de la realidad. Aturdido por tantos pasos y vueltas como tiene
que dar un
solicitante; cansado y rendido de andar de ceca en meca y ver rostros
indiferentes o altaneros, el único reposo y la única satisfacción era la que
encontraba en interesarme por mi joven vecino. Una puerta comunicaba su
habitación con la mía; descorrí el cerrojo, y de día y de noche hablábamos, nos
acompañábamos y nos prestábamos pequeños servicios. El tintero, el jabón, los
peines, eran bienes comunes. Viendo a Demetrio salir a cuerpo un día frío, le
propuse mi capa. Yo me arreglaría con el gabán...
Ahora que recapacito
y pienso en
aquel extraño episodio, comprendo
que todo fue culpa de la soledad y el aislamiento, que
ejercen una acción excitadora y depresiva alternativamente sobre el hombre
habituado a la blanda y enervante atmósfera del hogar. Yo no podía vivir sin la
comunicación de los seres de mi especie: padecía la mala enfermedad, tan peligrosa
para el hombre, de necesitar del hombre (como si cada uno de nosotros no
llevase en sí una fuerza propia e incomunicable, una suma de alegría y de dolor
que nadie puede acrecer ni aminorar...). Hoy conozco que, por mucha gente que
nos rodee, vivimos solos siempre, hasta
cuando nos creemos cercados de pedazos de nuestra alma y
de retoños de nuestra sangre. Y esta convicción, manzana del árbol de la
ciencia -amarga manzana, fue para
mí fruto de
la aventura que voy relatando,
porque cuando regresé a mi casa en busca de
amor y consuelo,
encontré en ella el menosprecio y la cólera mal disimulada, y estuve en
ridículo entre los míos, que hablaron de mí con esos meneos de cabeza
reveladores de un concepto de inferioridad y lástima indignada... Volviendo a
Demetrio Lasús, tanto fue estrechándose nuestra amistad, que le confié mis
esperanzas todas. No le oculté que, empopado ya el asunto que en Madrid me
detenía, iba a recibir una suma, plazo primero y mayor de la contrata.
El día en que la suma llegó a mi poder, Lasús vio cómo la guardaba en
mi baulillo -las llaves de las
fondas no ofrecen
seguridad-, y cuando tuve que
salir, dije a mi amigo:
-Voy sin cuidado, porque usted no piensa moverse de casa.
-Vaya usted tranquilo -me respondió.
Y, en efecto, tan tranquilo fui, que al regresar, ni me cercioré de si
estaba allí la cantidad, los fajos de billetes verdosos, mugrientos, sobados,
tan gratos, sin
embargo, a la vista. Me acosté temprano; Lasús me
aseguró que se acostaba también. A medianoche creí oír ruido en su cuarto. Se
habrá desvelado -pensé- acordándose de su linda rubia. Y me entró el alborozo.
¡Amor! ¡Juventud! ¡Qué divinas cosas! A la mañana siguiente yo tenía que
entregar la cantidad. Me levanté, me arreglé activamente, y ya con el sombrero
puesto, abrí sin recelo la maleta... Aún recuerdo que me quedé sin voz: lo que
se dice mudo, afónico por completo. ¡No había allí ni rastro de los
billetes! Palpé, revolví
con alocados movimientos...
¡Nada!
Caí al suelo
acogotado. Me encontraron roncando una congestión. Me acostaron, me sangraron, mucho derivativo...
El médico dijo que salvaría... pero
¡cuidadito! Si se
repitiese...
Y así que
pude hablar, preguntar,
armar alboroto, risas irónicas me contestaron.
-Pero, ¿a quién,
a no ser
a usted, santo varón, se la pega Lasús? ¿Quién no
sabía que era un jugador
de oficio, un
tahúr eterno y sempiterno?
¿Por qué se
hace usted uña y
carne de un hombre así? ¿Quién le mandaba intimar con él y ni siquiera cruzar
la palabra con los demás
huéspedes, gente honrada
y formal? ¿Y se ha tragado usted lo del destino, y lo de los amoríos, y
todo?
Y como yo, furioso, hablase de tribunales y jueces, la bigotuda
patrona añadió:
-Sí; cítele usted
ante el Padre
eterno...
¡Han traído los papeles que a la salida de la timba se
pegó un tiro
y quedó redondo!
Se conoce que perdería en una noche toda la guita de usted...
Sin poderlo remediar
-¡cuidado que soy majadero!- perdoné
al alma atormentada
y crispada del pasional incorregible, que me arruinaba y me
desconceptuaba para siempre.
"Blanco y Negro",
núm. 592, 1902.
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