Don Javier de Campusano iba acercándose a la muerte, y la veía llegar
sin temor, arrepentido de sus culpas; confiaba en la misericordia de aquel que
murió por tenerla de todos los hombres. Sólo una inquietud lo acuciaba algunas
noches de esas en que el insomnio fatiga a los viejos. Pensaba que, faltando él, entre sus dos hijos y únicos
herederos nacerían disensiones, acerbas
pugnas y litigios por cuestión de hacienda. Era don Javier muy acaudalado propietario, muy pudiente señor;
pero no ignoraba que las batallas más
reñidas por dinero las traban siempre los ricos.
Ciertos amarguísimos recuerdos de la juventud contribuían a acrecentar
sus aprensiones. Acordábase de haber pleiteado largo tiempo con su hermano
mayor; pleito intrincado, encarnízado, interminable, que empezó entibiando el
cariño fraternal y acabó por convertirlo en odio sangriento. El pecado de
desear a su hermano toda especie de males, de haber injuriado y difamado, y
hasta, ¡tremenda memoria!, de haberlo esperado una noche en las umbrías de un
robledal con objeto de retarle a espantosa lucha, era el peso que por muchos años tuvo sobre su
conciencia don Javier. Con la intención había sido fratricida, y temblaba al
imaginar que sus hijos, a quienes tanto amaba, llegasen a detestarse por un
puñado de oro.
La naturaleza había dado a don Javier elocuente ejemplo y severa
lección: sus dos hijos, varón y mujer, eran mellizos; al enviarlos al mundo a
la misma hora, Dios les había mandado imperatívamente que se amaran; y herida
desde su nacimiento la imaginación de don Javier, sólo cavilaba en que podían,
sin embargo, aborrecerse hasta llegar al crimen.
Para evitar que los celos de la ternura paternal engendrasen el odio,
don Javier dio a su hijo la carrera militar y lo tuvo casi siempre apartado de
sí; sólo cuando conoció que la vejez y los achaques lo empujaban a la tumba
llamó a José María y permitió que sus cuidados filiales alternasen con los de
María Josefa.
A fuerza de reflexiones, el viejo había formado un propósito, y empezó a
cumplirlo llamando aparte a su hija, en gran secreto, y diciéndole:
-Hija mía, antes de que llegue tu hermano tengo que enterarte de algo
que te importa. Óyeme bien, y no olvides ni una sola de mis palabras. No
necesito afirmar que te quiero mucho; pero, además, tu sexo debe ser protegido
de un modo especial y recibir mayor favor. He pensado en mejorarte, sin que
nadie te pueda disputar lo que te regalo. Así que yo cierre los ojos..., así
que reces un poco por mí..., te irás al cortijo de Guadeluz, y en la -sala
baja, donde está aquel arcón muy viejo y muy pesado que dicen es gótico,
contarás a tu izquierda, desde la puerta, dieciséis ladrillos -¡fíjate,
dieciséis!, una onza de ladrillos, ¿entiendes?- y levantarás el que hace diecisiete,
que tiene como la señal de una cruz, y algunos más alrededor. Bajo los
ladrillos verás una piedra y una argolla; la piedra, recibida con argamasa
fuerte. Quitarás la argamasa, desquiciarás la piedra y aparecerá un escondrijo
y en él un millón de reales en peluconas y centenes de oro. ¡Son mis ahorros de
muchos años! El millón es tuyo, sólo tuyo; a ti te lo dejo en plena propiedad.
Y ahora, chitón, y no volvamos a tratar este asunto. ¡Cuando yo falte...!
María Josefa sonrió dulcemente, agradeció en palabras muy tiernas, y
aseguró que deseaba no tener jamás ocasión de recoger el cuantioso legado.
Llegó José María aquella misma noche y ambos hermanos, relevándose por
turno, velaron a don Javier, que decaía a ojos vistas. No tardó en presentarse
el último trance, la hora suprema, y en medio de las crispaciones de una agonía
dolorosa, notó María Josefa que el moribundo apretaba su mano de un modo
significativo, y creyó que los ojos, vidriosos y sin luz interior, decían
claramente a los suyos: "Acuérdate, dieciséis ladrillos... Un millón de
reales en peluconas..."
Los primeros días después del entierro se consagraron, naturalmente, al
duelo y a las lágrimas, a los pésames y a las efusiones de tristeza. Los dos
hermanos, abatidos y con los párpados rojos, cambiaban pocas palabras, y
ninguna que se refiriese a asuntos de interés. Sin embargo, fue preciso abrir
el testamento; hubo que conferenciar con escribanos, apoderados y albaceas, y
una noche en que José María y María Josefa se encontraban solos en el vasto
salón de recibir, y la luz desfallecida del quinqué hacía, al parecer, visibles
las tinieblas, la hermana se aproximó al hermano, lo tocó en el hombro, y
murmuró tímidamente, en voz muy queda:
-José María, he de decirte una cosa..., una cosa muy rara... de papá.
-Di, querida ... ¿Una
cosa rara?
-Sí, verás ... No te admires... Hay un millón de reales en monedas de
oro, escondido en el cortijo de Guadeluz.
-¡No, tonta! -exclamó sobrecogido y con súbita vehemencia José María-.
No has entendido bien. ¡Ni poco ni mucho! Donde está oculto ese millón es en la Corchada.
-¡Por Dios, Joselillo! Pero si papá me lo explicó divinamente, con pelos
y señales... Es en la sala baja; hay que contar dieciséis ladrillos a la
izquierda, desde la puerta, y al diecisiete está la piedra con argolla que
cubre el tesoro.
-¡Te aseguro que te equivocas, mujer! Papá me dio tales pormenores, que
no cabe dudar. En la dehesa, junto al muro del redil viejo, que ya se abandonó,
existe una especie de pilón donde bebía el ganado. Detrás hay una arqueta medio
arruinada, y al pie de la arqueta una losa rota por la esquina. Desencajando
esa losa se encuentra un nicho de ladrillo, y en él un cofrecillo con un millón
de peluconas y centenes...
-Hijo del alma, ¡pero si es imposible! Créeme a mí, cuando papá te llamó
estaba ya peor, muy en los últimos; quizá la cabeza suya no andaba firme,
ipobrecíto! Yo tengo sus palabras aquí esculpidas...
-María -declaró José cogiendo la mano de la joven, después de meditar un
instante-, lo cierto es que hay dos depósitos, y sólo así nos entende-remos.
Papá me advirtió que me dejaba ese dinero exclusivamente a mí...
-Y a mí que el de Guadeluz era únicamente mío...
-¡Pobre papá! murmuró conmovido el oficial ¡Qué cosa más extraña!
Pues... si te parece, lo que debe hacerse es ir a Guadeluz primero y a la Corchada después. Así
saldremos de dudas. ¡Qué gracioso sería que no hubiese sino uno!
-Dices bien confirmó María Josefa triunfante Primero adonde yo digo,
¡verás cómo allí está el tesoro!
-Y también porque tuviste el acierto de hablar antes, ¿verdad,
chiquilla?
Has de saber... que yo no te lo decía porque temía afligirte; podías
creer que papá te excluía, que me prefería a mí.... ¿qué sé yo? Pensaba sacar
el depósito y darte la mitad sin decirte la procedencia. Ahora veo que fui
tonto.
-No, no; tenías razón -repuso María, confusa y apurada-. Soy una
parlanchina, una imprudente. Debió prevenírseme eso... Debí buscar el tesoro y
hacer como tú, entregártelo sin decir de dónde venía... ¡Qué falta de pesquis!
-Pues yo deploro que te hayas adelantado -contestó sinceramente José,
apretando los finos dedos de su hermana.
De allí a pocos días los mellizos hicieron su excursión a Guadeluz y
encontraron todo puntualmente como lo había anunciado María Josefa. El tesoro
se guardaba en un cofrecito de hierro cerrado; la llave no apareció. Cargaron
el cofre, y sin pensar en abrirlo siguieron el viaje a la Corchada , donde al pie de
la derruida arqueta hallaron otra caja de hierro también de igual peso y
volumen que la primera. Lleváronse a casa las dos cajas en una sola maleta;
encerráronse de noche, y José María, provisto de herramientas de cerrajero, las
abrió, o mejor dicho, forzó y destrozó el cierre. Al saltar las tapas,
brillaron las acumuladas monedas, las hermosas onzas y las doblillas; los
hermanos, sin contarlas, unieron ambos caudales y los derramaron sobre la mesa,
donde se mezclaron como Pactolos que confunden sus aguas maravillosas. De
pronto María se estremeció.
-Mira, José María, en el fondo de mi caja hay un papel arrollado.
-Y otro en la mía -observó el hermano.
-Es letra de papá.
-Letra suya es.
-El tuyo, ¿qué dice?
-Aguarda.... acerca la luz... Dice así: "Hijo mío, si lees esto a
solas, te compadezco y te perdono; si lo lees en compañía de tu hermana, salgo
del sepulcro a bendecirte..."
-El sentido del mío es idéntico -exclamó después de un instante,
sollozando y riendo a la vez, María Josefa.
Los mellizos soltaron los papeles, y por encima del montón de oro,
pisando monedas esparcidas en la alfombra, se tendieron los brazos y estuvieron
abrazados buen rato.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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