Eranse un
viejo y una vieja que tenían un hijo ya mayorcito. Pensando en el oficio que
podría darle, se le ocurrió al padre que lo mejor sería ponerle a trabajar con
algún artesano que le enseñara a hacer toda clase de obras. Fue a la ciudad y
cerró trato con un artesano, para que su hijo estuviera de aprendiz con él
durante tres años y, en esos tres años, sólo fuera una vez a su casa.
Llevó el
padre al hijo a casa del artesano, y allí vivió el muchacho un año, luego
otro... En poco tiempo aprendió a hacer objetos de valor, aventajando incluso a
su maestro. Una vez hizo un reloj de quinientos rublos y se lo mandó a su
padre. «Así podrá venderlo y remediar un poco su pobreza», pensó.
Pero
¡cómo iba a vender el padre aquel reloj! Lo contemplaba arrobado, pensando que
lo había hecho su hijo.
Llegó por
fin el plazo convenido para que el muchacho fuera a visitar a sus padres. El
amo, que era muy entendido, le dijo:
-Puedes
marcharte. Tienes tres horas y tres minutos de plazo. Si no regresas a tiempo,
te costará la vida.
«¿Cómo
voy a arreglarme yo para recorrer en tan poco tiempo toda la distancia que hay
de aquí a casa de mi padre?», pensó el muchacho. Pero el artesano añadió:
-Ahí tienes
esa carroza. En cuanto te montes en ella, cierra los ojos un instante.
Así lo
hizo nuestro muchacho: cerró los ojos un instante y, al abrirlos, se encontró
delante de la casa de su padre. Se apeó, entró en la isba, pero no había nadie: sus padres, al ver llegar una carroza
hasta su casa, se asustaron y fueron a esconderse detrás de la estufa. Al hijo
le costó mucho trabajo hacerles salir de allí.
Se
abrazaron. La madre lloraba de emoción después de no verle en tanto tiempo. El
hijo les había traído muchos regalos. Mientras se abrazaban y charlaban, el
tiempo iba corriendo. Pasaron tres horas. Sólo quedaban tres minutos. Luego,
entre unas cosas y otras, sólo un minuto... El demonio le murmuró al oído:
-Márchate
ya o lo pasarás mal con tu amo.
El
muchacho, que era muy cumplidor, se despidió de sus padres y emprendió el
regreso. En seguida se encontró en casa de su maestro; pero a éste ya estaba el
demonio azuzándole contra el muchacho por haberse retrasado.
Después
de disculparse una y mil veces, el muchacho cayó a los pies de su amo diciendo:
-Perdóname:
nunca más volverá a ocurrir...
El amo se
limitó a regañarle y le perdonó de corazón.
Reanudó
nuestro muchacho su vida de costumbre, llegando a ser el que mejor lo hacía
todo. Pensando en que si el muchacho se marchaba le quitaría todo el trabajo,
puesto que se había convertido en el operario más hábil, un día le mandó su
amo:
-Baja al
reino subterráneo y tráeme un cofrecillo que está encima del trono del zar.
Prepararon
una escala empalmando muchas correas y en cada empalme ataron una campanillita.
El amo empezó a bajarle por un barranco y le recomendó que tirase de la correa
en cuanto se hiciera con el cofrecillo porque así oiría él las campanillas.
Cuando
descendió bajo tierra el muchacho vio una casa y entró en ella. Unos veinte
hombres que había allí se pusieron en pie, le saludaron inclinándose y dijeron
todos a una:
-Salud te
deseamos, zarévich[1]
Iván.
Sorprendido
al ver que le trataban con tanta deferencia, el muchacho entró en otro aposento
que estaba lleno de mujeres. También ellas se levantaron, le saludaron
inclinándose y dijeron:
-Salud te
deseamos, zarévich Iván.
Toda
aquella gente había sido descendida por el mismo artesano. El muchacho entró en
otro aposento: allí estaba el trono y, encima del trono, el cofrecillo. Conque
agarró el cofrecillo y emprendió el camino de vuelta llevándose a toda la gente
con él.
Llegaron
a donde colgaba el extremo de las correas, lo sacudieron para avisar, ataron a
uno de los hombres y el amo lo sacó tirando de las correas. El muchacho pensaba
quedarse el último con el cofrecillo. El amo había sacado ya a la mitad de la
gente, cuando otro de los obreros vino a avisarle de pronto que volviera en
seguida a su casa porque había ocurrido un percance. El amo se marchó, pero antes
ordenó que sacaran a toda la gente que quedaba abajo. Sin embargo, no mencionó
al hijo del campesino.
Efectivamente,
fueron sacando a todos los demás, atados a las correas, pero al muchacho lo
dejaron abajo. Anduvo por aquel reino subterráneo hasta que, sin querer,
sacudió el cofrecillo. Al instante aparecieron doce mocetones preguntando:
-¿Qué
ordenáis, zarévich Iván?
-Quiero
que me saquéis de aquí.
Fue
inmediatamente obedecido; pero, al encontrarse sobre la tierra, no volvió a
casa de su amo, sino a casa de sus padres.
Entre
tanto, el amo notó la falta del cofrecillo, corrió al barranco y se puso a
sacudir las correas. ¡No aparecía su operario!
«Se habrá
alejado un poco. Tengo que mandar a alguien en su busca», pensó.
El hijo
del campesino vivió algún tiempo en casa de su padre, eligió un lugar que le
pareció hermoso y fértil y se pasó el cofrecillo de una mano a otra. Al punto
aparecieron veinticuatro mocetones:
-¿Qué
ordenáis, zarévich Iván?
-preguntaron.
-Quiero
que vayáis a este sitio y construyáis un reino mejor que cuantos han existido.
¡Y el
reino apareció al momento! El muchacho se instaló allí, tomó esposa y fue
viviendo tan a gusto.
En su
reino vivía un palurdo todo desgarbado cuya madre solía ir a pedir limosna al zarévich Iván. Dijo el palurdo a su
madre:
-Róbale
el cofrecillo a nuestro zar.
Una vez
que el zarévich Iván no estaba en
casa, su esposa dio limosna a la madre del palurdo y salió del aposento. La
vieja agarró el cofrecillo, lo metió en un saco y corrió a llevárselo a su
hijo. El palurdo sacudió el cofrecillo, aparecieron los mocetones, y les ordenó
que arrojaran al zarévich Iván a un
hoyo muy profundo adonde la gente solía tirar los animales muertos. A la esposa
y los padres del zarévich Iván los
puso a servirle, y él se convirtió en zar.
El hijo
del campesino se pasó en aquel hoyo un día, luego otro y otro más, sin
encontrar el modo de salir de allí. De pronto vio un pájaro muy grande que
planeaba buscando alguna presa. Precisa-mente habían tirado poco antes una vaca
muerta en aquel hoyo. El muchacho se acercó y se ató a ella. El pájaro bajó,
agarró la vaca, remontó el vuelo y fue a posarse en lo alto de un pino. El zarévich quedó colgando en el aire, sin
poderse desatar.
De
repente apareció un arquero y disparó una flecha. El pájaro agitó las alas,
remontó el vuelo pero aflojó las garras. La vaca cayó al suelo y con ella el zarévich Iván, que echó a andar pensando
cómo recuperar su reino. De pronto metió la mano en el bolsillo y allí encontró
la llave del cofrecillo. No hizo más que darle unas vueltas entre los dedos
cuando aparecieron dos mocetones.
-¿Qué
ordenáis, zarévich Iván?
-preguntaron.
-Me ha
ocurrido una gran desgracia.
-Ya lo
sabemos. Y puedes darte por contento de que hayamos quedado nosotros dos con la
llave.
-¿Y no
podríais traerme el cofrecillo?
El zarévich Iván no había terminado de
hablar cuando los dos mocetones se presentaron con el cofrecillo. Recobrado su
poder, ordenó que la vieja pordiosera y su hijo fueran ejecutados, y él volvió
a ser el zar como antes.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
[1] Zarévich (tsaréuich): Hijo del zar en el sentido de príncipe real.
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