Translate

domingo, 23 de junio de 2013

El cofrecillo maravillosos

Eranse un viejo y una vieja que tenían un hijo ya mayorcito. Pensando en el oficio que podría darle, se le ocurrió al padre que lo mejor sería ponerle a trabajar con algún artesano que le enseñara a hacer toda clase de obras. Fue a la ciudad y cerró trato con un artesano, para que su hijo estuviera de aprendiz con él durante tres años y, en esos tres años, sólo fuera una vez a su casa.
Llevó el padre al hijo a casa del artesano, y allí vivió el muchacho un año, luego otro... En poco tiempo aprendió a hacer objetos de valor, aventajando incluso a su maestro. Una vez hizo un reloj de quinientos rublos y se lo mandó a su padre. «Así podrá venderlo y remediar un poco su pobreza», pensó.
Pero ¡cómo iba a vender el padre aquel reloj! Lo contemplaba arrobado, pensando que lo había hecho su hijo.
Llegó por fin el plazo convenido para que el muchacho fuera a visitar a sus padres. El amo, que era muy entendido, le dijo:
-Puedes marcharte. Tienes tres horas y tres minutos de plazo. Si no regresas a tiempo, te costará la vida.
«¿Cómo voy a arreglarme yo para recorrer en tan poco tiempo toda la distancia que hay de aquí a casa de mi padre?», pensó el muchacho. Pero el artesano añadió:
-Ahí tienes esa carroza. En cuanto te montes en ella, cierra los ojos un instante.
Así lo hizo nuestro muchacho: cerró los ojos un instante y, al abrirlos, se encontró delante de la casa de su padre. Se apeó, entró en la isba, pero no había nadie: sus padres, al ver llegar una carroza hasta su casa, se asustaron y fueron a esconderse detrás de la estufa. Al hijo le costó mucho trabajo hacerles salir de allí.
Se abrazaron. La madre lloraba de emoción después de no verle en tanto tiempo. El hijo les había traído muchos regalos. Mientras se abrazaban y charlaban, el tiempo iba corriendo. Pasaron tres horas. Sólo quedaban tres minutos. Luego, entre unas cosas y otras, sólo un minuto... El demonio le murmuró al oído:
-Márchate ya o lo pasarás mal con tu amo.
El muchacho, que era muy cumplidor, se despidió de sus padres y emprendió el regreso. En seguida se encontró en casa de su maestro; pero a éste ya estaba el demonio azuzándole contra el muchacho por haberse retrasado.
Después de disculparse una y mil veces, el muchacho cayó a los pies de su amo diciendo:
-Perdóname: nunca más volverá a ocurrir...
El amo se limitó a regañarle y le perdonó de corazón.
Reanudó nuestro muchacho su vida de costumbre, llegando a ser el que mejor lo hacía todo. Pensando en que si el muchacho se marchaba le quitaría todo el trabajo, puesto que se había convertido en el operario más hábil, un día le mandó su amo:
-Baja al reino subterráneo y tráeme un cofrecillo que está encima del trono del zar.
Prepararon una escala empalmando muchas correas y en cada empalme ataron una campanillita. El amo empezó a bajarle por un barranco y le recomendó que tirase de la correa en cuanto se hiciera con el cofrecillo porque así oiría él las campanillas.
Cuando descendió bajo tierra el muchacho vio una casa y entró en ella. Unos veinte hombres que había allí se pusieron en pie, le saludaron inclinándose y dijeron todos a una:
-Salud te deseamos, zarévich[1] Iván.
Sorprendido al ver que le trataban con tanta deferencia, el muchacho entró en otro aposento que estaba lleno de mujeres. También ellas se levantaron, le saludaron inclinándose y dijeron:
-Salud te deseamos, zarévich Iván.
Toda aquella gente había sido descendida por el mismo artesano. El muchacho entró en otro aposento: allí estaba el trono y, encima del trono, el cofrecillo. Conque agarró el cofrecillo y emprendió el camino de vuelta llevándose a toda la gente con él.
Llegaron a donde colgaba el extremo de las correas, lo sacudieron para avisar, ataron a uno de los hombres y el amo lo sacó tirando de las correas. El muchacho pensaba quedarse el último con el cofrecillo. El amo había sacado ya a la mitad de la gente, cuando otro de los obreros vino a avisarle de pronto que volviera en seguida a su casa porque había ocurrido un percance. El amo se marchó, pero antes ordenó que sacaran a toda la gente que quedaba abajo. Sin embargo, no mencionó al hijo del campesino.
Efectivamente, fueron sacando a todos los demás, atados a las correas, pero al muchacho lo dejaron abajo. Anduvo por aquel reino subterráneo hasta que, sin querer, sacudió el cofrecillo. Al instante aparecieron doce mocetones preguntando:
-¿Qué ordenáis, zarévich Iván?
-Quiero que me saquéis de aquí.
Fue inmediatamente obedecido; pero, al encontrarse sobre la tierra, no volvió a casa de su amo, sino a casa de sus padres.
Entre tanto, el amo notó la falta del cofrecillo, corrió al barranco y se puso a sacudir las correas. ¡No aparecía su operario!
«Se habrá alejado un poco. Tengo que mandar a alguien en su busca», pensó.
El hijo del campesino vivió algún tiempo en casa de su padre, eligió un lugar que le pareció hermoso y fértil y se pasó el cofrecillo de una mano a otra. Al punto aparecieron veinticuatro mocetones:
-¿Qué ordenáis, zarévich Iván? -preguntaron.
-Quiero que vayáis a este sitio y construyáis un reino mejor que cuantos han existido.
¡Y el reino apareció al momento! El muchacho se instaló allí, tomó esposa y fue viviendo tan a gusto.
En su reino vivía un palurdo todo desgarbado cuya madre solía ir a pedir limosna al zarévich Iván. Dijo el palurdo a su madre:
-Róbale el cofrecillo a nuestro zar.
Una vez que el zarévich Iván no estaba en casa, su esposa dio limosna a la madre del palurdo y salió del aposento. La vieja agarró el cofrecillo, lo metió en un saco y corrió a llevárselo a su hijo. El palurdo sacudió el cofrecillo, aparecieron los mocetones, y les ordenó que arrojaran al zarévich Iván a un hoyo muy profundo adonde la gente solía tirar los animales muertos. A la esposa y los padres del zarévich Iván los puso a servirle, y él se convirtió en zar.
El hijo del campesino se pasó en aquel hoyo un día, luego otro y otro más, sin encontrar el modo de salir de allí. De pronto vio un pájaro muy grande que planeaba buscando alguna presa. Precisa-mente habían tirado poco antes una vaca muerta en aquel hoyo. El muchacho se acercó y se ató a ella. El pájaro bajó, agarró la vaca, remontó el vuelo y fue a posarse en lo alto de un pino. El zarévich quedó colgando en el aire, sin poderse desatar.
De repente apareció un arquero y disparó una flecha. El pájaro agitó las alas, remontó el vuelo pero aflojó las garras. La vaca cayó al suelo y con ella el zarévich Iván, que echó a andar pensando cómo recuperar su reino. De pronto metió la mano en el bolsillo y allí encontró la llave del cofrecillo. No hizo más que darle unas vueltas entre los dedos cuando aparecieron dos mocetones.
-¿Qué ordenáis, zarévich Iván? -preguntaron.
-Me ha ocurrido una gran desgracia.
-Ya lo sabemos. Y puedes darte por contento de que hayamos quedado nosotros dos con la llave.
-¿Y no podríais traerme el cofrecillo?
El zarévich Iván no había terminado de hablar cuando los dos mocetones se presentaron con el cofrecillo. Recobrado su poder, ordenó que la vieja pordiosera y su hijo fueran ejecutados, y él volvió a ser el zar como antes.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

[1] Zarévich (tsaréuich): Hijo del zar en el sentido de príncipe real.

No hay comentarios:

Publicar un comentario