-De todos los
reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes -nos dijo el padre
Téllez, que aquel día estaba animado y verboso, el que me infundió mayor
lástima fue un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El crimen era
horrible. El tal zapatero, después de haber tenido a la pobre muchacha
rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de reprenderla por
asomarse a la ventana; después de maltratarla, pegándole por leves descuidos,
acabó llegándose una noche en su cama y clavándole en la garganta el cuchillo
de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito,
porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al padre
no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin transición, del sueño a
la eternidad.
La indignación
de las comadres del barrio y de cuantos vieron el cadáver de una criatura
preciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacrificada, pesó sobre el
Jurado; y como el asesino no se defendía y parecía medio estúpido, le
condenaron a la última pena. Cuando tuve que ejercer con él mi sagrado
ministerio, a la verdad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera, un
corazón de corcho o unos sentimientos monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un
anciano de blanquísimos cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al
continuo fluir de las lágrimas, que poco a poco se deslizaban por las mejillas
consumidas, y a veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin querer,
las bebía y saboreaba su amargor.
Lejos de
hallarle rebelde a la divina palabra, apenas entré en su celda se abrazó a mis
rodillas y me pidió que le escuchase en confesión, rogándome también que,
después de cumplir el fallo de la
Justicia , hiciese públicas sus revelaciones en los
periódicos, para que rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como
correspondía. No juzgué procedentes acceder en este particular a sus deseos;
pero hoy los invoco, y me autorizan para contarles a ustedes la historia. Procuraré
recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las repeticiones,
que prueban el trastorno de su mísera cabeza:
-Padre confesor
-empezó por decir-, ante todo sepa usted que yo soy un hombre decente, todo un
caballero. Esa niña... que maté... nació al año de haberme casado. Era bonita,
y su madre también.... ¡ya lo creo!, preciosa, que daba gloria el mirarla. Yo
tenía ya algunos añitos..., y ella, una moza de rumbo, más fresca que las
mismas rosas. Digo la madre, señor; digo su madre, porque por la madre tenemos
que principiar. Los hijos, así como heredan los dineros del que los tiene....
heredan otras cosas... Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada,
pero..., ¡a caballero no me ha ganado nadie!
La madre..., yo
me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según corresponde a un marido
bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche para que tuviese su ropa maja y
su mantón y sus aretes, y sobre todo.... ¡porque eso es antes!, a diario su
puchero sano, y cuando parió, su cuartillo de vino y su gallina... No me
remuerde la conciencia de haberle escatimado un real. Ella era alegre y cantaba
como una calandria, y a mí se me quitaban las penas de oírla. Lo malo fue que
como le celebraron la voz y las coplas, y empezaron a arremolinarse para
escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que encaja una
pulla, y aquél que suelta un requiebro.... en fin, vi que se ponía aquello muy
mal, y le dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me contestó? Que no lo
podía remediar, que le gustaba el gentío, y oír cómo la jaleaban, que cada cual
es según su natural, y que no le rompiese la cabeza con sermones... De allí a
un mes (no se me olvida la fecha, el día de la Candelaria ) desapareció
de casa, sin dar siquiera un beso a la niña..., que tenía sus cinco añitos y
era como un sol.
-Aquí -intercaló
el padre Téllez- tuvo una crisis de sollozos, y por poco me enternezco yo
también, a pesar de que la costumbre de asistir a los reos endurece y curte. Le
consolé cuanto era posible, le di a beber un trago de anís, y el desdichado
prosiguió:
-Supe luego que
andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo... Y lo que más me
barajaba los sesos, ¡por qué la honra trabaja mucho!, era que me decían los
amigos, al pasar delante de mi obrador: «No tienes vergüenza... Yo que tú, la
mato». De tanto oírlo, se me pegó el estribillo, y mientras batía suela, ¡tan,
tan, catán!, repetía en alto: «No tengo vergüenza... ¡Había que matarla!» Sólo
que ni la encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que
pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba por
Andalucía, hasta que se la llevaron a América..., ¡qué sé yo adonde! ¡Si vive y
lee los diarios y ve cómo murió su hija...!
El reo tuvo un
ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez a fuerza de exhortaciones y
consejos.
-Así que se me
quitó de la imaginación la madre, empecé a cuidar de la niña. No tenía otra
cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no había de perderse, ni
arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al portal. Aunque me dijese, es un
verbigracia: «Padre, tengo ganas de correr», o «Padre, me pide el cuerpo ir a
la plazuela», nada, yo sujetándola, que se divirtiese con su canario, o con los
pliegos de aleluyas, o con la maceta de albahaca, pero ¡sin sacar un dedo
fuera! Y así que fue espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan
bonita como su madre, y parecida a ella como una gota a otra gota.... y con una
voz de ángel también, se me abrieron los ojos de a cuarta, y dije: «No, lo que
es tú.... no has de echarme el borrón».
Y me convertí en
espía, y la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me
paseaba por la callejuela debajo de su ventana, a ver si andaba por allí algún
zángano; tanto, que la castañera de la esquina me dijo así: «Abuelo, está usted
chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar a su propia hija? ¡Qué viejos más
escamones!»
Pero no lo podía
remediar. Toda cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se
me volvía desconfianza. Se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija
se perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en cantar. Y
me eché de rodillas delante de ella, y la obligué a que me jurase que no
cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró. Solo que, como ya no
era yo aquel de antes, de allí a pocas mañanas, acechando desde la esquina, la
veo que abre la ventana, que se pone a regar las macetas, y que al mismo
tiempo, a competencia con el canario, rompe a cantar... Me dio la sangre una
vuelta redonda y se me quedaron las manos frías. Volví a casa, entré en el
cuarto de la muchacha, la cogí por el pelo y debí de pegarle bastante, porque
gritó y estuvo más de una semana con una venda.
¿Creerá usted,
padre, que se enmendó? A los quince días vuelvo a rondar y vuelve a asomarse, y
otra vez el canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y le dice
muchos olés...
Callé; no entré
a castigarla. Y por la tarde, mientras batía mi suela, me parecía que una voz
rara, como de algún chulo que se reía de mí, me decía lo mismo que doce años
antes: «No tienes vergüenza... Había que matarla.»
Entonces me
levanté despacio, cogí la herramienta, en puntillas, me acerqué a la cama, y de
un solo golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra
desempeñada.
-¿Creerán
ustedes -añadió el padre Téllez- que no le pude quitar la tema de la honra? Se
arrepentía.... pero a los dos minutos volvía a porfiar que era un caballero, y
su conducta, más que culpable, ejemplar... En este terreno casi murió
impenitente...
-Estaría loco
-dijimos, a fin de consolar al sacerdote, que se había quedado muy abatido al
terminar su relato.
«El Imparcial», 12 abril 1897.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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