Junto a la
carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera
pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban
abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el
follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía
recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba
por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la
cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de
papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo
un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues
así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.
¿Quién es
el muerto? -preguntamos, y nos respondieron:
-Aquel
viejo estudiante de Uppsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy
despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías,
según decían. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su
salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce
como un niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía
salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio,
cuando habían conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su
libro de plantas secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a
veces las lágrimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría
entonces. Pero había rogado que depositaran el libro en el féretro, y allí
estaba ahora. Dentro de poco rato clavarían la tapa, y descansaría
apaciblemente en la tumba.
Quitaron el
paño mortuorio: la paz se reflejaba en el rostro del difunto, sobre el que daba
un rayo de sol; una golondrina penetró como una flecha en el follaje y dio
media vuelta, chillando, encima de la cabeza del muerto.
¡Qué
maravilloso es -todos hemos experimentado esta impresión- sacar a la luz viejas
cartas de nuestra juventud y releerlas! Toda una vida asoma entonces, con sus
esperanzas y cuidados. ¡Cuántas veces creemos que una persona con la que
estuvimos unidos de corazón, está muerta hace tiempo, y, sin embargo, vive aún,
sólo que hemos dejado de pensar en ella, aunque un día pensamos que seguiremos
siempre a su lado, compartiendo las penas y las alegrías.
La hoja de
roble marchita de aquel libro recuerda al compañero, al condiscípulo, al amigo
para toda la vida; se prendió aquella hoja a la gorra de estudiante aquel día
que, en el verde bosque, cerraron el pacto de alianza perenne. ¿Dónde está
ahora? La hoja se conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay aquí una planta
exótica de invernadero, demasiado delicada para los jardines nórdicos... Se
diría que las hojas huelen aún. Se la dio la señorita del jardín de aquella
casa noble. Y aquí está el nenúfar que él mismo cogió y regó con amargas
lágrimas, la rosa de las aguas dulces. Y ahí una ortiga; ¿qué dicen sus hojas?
¿Qué estaría pensando él cuando la arrancó para guardarla? Ver aquí el muguete
de la soledad selvática, y la madreselva arrancada de la maceta de la taberna,
y el desnudo y afilado tallo de hierba.
El florido
saúco inclina sus umbelas tiernas y fragantes sobre la cabeza del muerto; la
golondrina vuelve a pasar volando y lanzando su trino... Y luego vienen los
hombres provistos de clavos y martillo; colocan la tapa encima del difunto, de
manera que la cabeza repose sobre el libro... conservado... deshecho.
1.003. Andersen (Hans Christian)
No hay comentarios:
Publicar un comentario