El padrino
sabía contar historias, muchas y muy largas. Y sabía también recortar estampas
y dibujar figuras. Cuando se acercaban las Navidades cogía un cuaderno de hojas
blancas y limpias, y en ellas pegaba ilustraciones, recortadas de libros y
periódicos; si no bastaban para su propósito, las dibujaba con su propia mano.
De niño yo fui obsequiado con muchos de aquellos libros de estampas, pero el
más hermoso de todos fue uno acerca del «Año memorable en que el gas sustituyó
en Copenhague a los viejos faroles de aceite de pescado», título que figuraba
en primera página.
-Hay que
guardar muy bien este libro -me dijeron mis padres; sólo lo sacaremos en
ocasiones solemnes. El padre había anotado en la tapa:
Si rompes
el libro, no será un gran delito.
Peor habrá
obrado más de un amiguito.
Lo mejor
era cuando el padrino, sacando el cuaderno, leía en alta voz los versos y demás
cosas escritas en él, y luego se ponía a contar. ¡Entonces sí que la historia
se volvía una verdadera historia!
En la
primera página había una estampa recortada del «Correo Volante», donde aparecía
Copenhague con la Torre
Redonda y la iglesia de Nuestra Señora. A la izquierda había
pegado un dibujo que representaba una vieja linterna, con el letrero «Aceite»,
y a la derecha estaba un candelabro, con la palabra «Gas».
Fíjate en
la portada -dijo el padrino-. Es la introducción a la historia que vas a oír.
También podría haber servido para una comedia, que habría podido titularse:
«Aceite y gas, o la vida de Copenhague». Es un título sensacional. Al pie de la
página aparece todavía otro grabado, que no es muy fácil de interpretar; por
eso te lo descifraré: es un caballo infernal. Debiera figurar al fin del libro,
pero se ha adelantado para advertir que ni la introducción ni el cuerpo de la
obra, ni su desenlace valen gran cosa. Él lo habría hecho mejor si hubiera
podido hacerlo. Como te digo, el caballo infernal, durante el día, va
enganchado al periódico; está en las columnas, como dicen, pero al anochecer se
escapa y se sitúa ante la puerta del poeta, y relincha para que el hombre que
está dentro se muera en seguida; pero no muere si hay en él vida verdadera. El
caballo infernal es casi siempre un pobre diablo que anda desorientado, pero
necesita aire y alimento para correr y relinchar. El libro del padrino no le
gusta ni pizca, de eso estoy seguro; razón de más para creer que no es tan
malo.
Mira, ahí
tienes la primera página, la portada.
Era
precisamente la última noche que se encendían las viejas linternas de aceite.
Habían instalado gas en la ciudad, y daba una luz tan viva, que aquellos pobres
faroles quedaban casi eclipsados por completo.
-Aquella
noche yo salí a la calle -dijo el padrino. La gente circulaba en todas
direcciones para ver la nueva iluminación. Había un gran gentío, casi doble
número de piernas que de cabezas. Los vigilantes estaban tristes, pues
presentían que los despedirían como a los faroles de aceite. Éstos recordaban
sus tiempos pasados, ya que no podían pensar en los venideros. ¡Recordaban
tantas y tantas cosas de las veladas silenciosas y de las noches oscuras! Me
apoyé en el poste del farol, y oí chisporrotear el aceite y el pabilo; oí
también lo que decía la linterna y te lo repetiré.
«Hemos hecho
cuanto hemos podido -decía. Servimos a nuestra época, la alumbramos en las
horas de alegría y en las de pena. Hemos presenciado muchas cosas notables,
podríamos decir que hemos sido los ojos nocturnos de Copenhague. Ahora, las
nuevas luces vienen a ocupar nuestros puestos y desempeñar nuestras funciones.
Cuántos años van a brillar y para qué lo harán, es cosa que aún está por ver.
Son más luminosas que nosotras, hay que reconocerlo, pero qué tiene eso de
particular, cuando lo funden a uno en forma de poste con tantas conexiones.
Todos se ayudan entre sí. Tienen cañerías en todos los sentidos y pueden
procurarse fuerzas dentro y fuera de la ciudad. En cambio, nosotras, las linternas de
aceite, hemos de alumbrar con lo que llevamos dentro, sin poder contar con los
parientes. Nosotras y nuestras abuelas hemos estado alumbrando Copenhague
durante un tiempo larguísimo, inacabable. Más, puesto que ésta es la última
noche que nos encienden, como si fuéramos sus ayudantes, no queremos murmurar
ni mostrarnos envidiosas, brillantes compañeros; por el contrario, estaremos
alegres y complacientes. Somos las viejas centinelas a quienes relevan
alabarderos de nuevo cuño, vestidos con mejor uniforme. Les contaremos lo que
nuestro linaje ha visto y vivido, remontándonos hasta los abuelos: toda la
historia de Copenhague. ¡Ojalá ustedes y sus descendientes puedan presenciar y
narrar, hasta el último poste de gas, acontecimientos tan memorables el día en
que, como hoy nosotras, tengan que despedirlos; día que les llegará sin duda.
Deben estar preparados para cuando venga. Los hombres inventarán segura-mente
una iluminación más intensa que el gas; yo he oído decir a unos estudiantes que
algún día se llegará a quemar agua del mar». La mecha chis-porroteó al decir
esto la linterna; tenía la sensación de que ya la estaban empapando de agua.
El padrino
escuchaba con atención, y pensó que la vieja linterna había tenido una
excelente idea al aprovechar aquella noche de cambio del aceite por el gas,
para pasar revista a toda la historia de Copenhague.
-Jamás hay
que desperdiciar una buena idea -dijo el padrino. Yo la adopté enseguida; me
fui a casa y confeccioné este libro de estampas. Se remonta aún a tiempos
anteriores al de las linternas.
He aquí el
libro, y aquí va la historia: «La vida de Copenhague». Empieza con unas
tinieblas absolutas, una hoja negra como el carbón; es la época de la
oscuridad.
-Volvamos
ahora la página -dijo el padrino-. ¿Ves este grabado? Sólo se ve el mar
embravecido y el furioso viento Nordeste. Bloques de hielo por doquier; nadie
navega por sus aguas, aparte las enormes piedras que, allá en Noruega, se
precipitan de las rocas sobre los hielos. El viento impele los témpanos, como
empeñado en enseñar a las montañas germanas los peñascos que hay en el Norte.
La flota de hielo ha llegado ya al estrecho de la costa zelandesa, donde se
levanta hoy Copen-hague, ciudad que entonces no existía. Bajo el agua se
extendían grandes bancos de arena; los bloques de hielo, cargados con las
enormes piedras, chocaron contra uno de ellos, y toda la helada flota se
detuvo, sin que el viento pudiera despegarla del fondo. Por eso, henchido de
cólera, maldijo el banco de arena, el «fondo de los ladrones», como lo llamó,
jurando que si algún día se elevaba por encima de la superficie marina,
desembarcarían allí ladrones y bandidos.
Pero
mientras maldecía y protestaba, salió el sol, y en sus rayos se columpiaban
radiantes espíritus buenos, hijos de la luz, que bailaban por encima de los
frígidos bloques de hielo y los derretían, por lo que las grandes piedras que
estaban presas en ellos, se precipitaron al fondo, sobre el banco de arena.
«¡Chusma
del sol! -gritaba el viento Nordeste. ¿Es esto camaradería y parentesco? Ya me
acordaré para vengarme. ¡Lo maldigo!».
«Nosotros lo
bendecimos -respondieron los hijos de la luz. El banco emergerá, y nosotros lo
protegeremos. Sobre él se levantarán la Bondad , la Verdad y la Belleza ».
«¡Estúpidos!»,
gritó el viento.
-¿Ves? De
todo esto nada sabían las linternas -dijo el padrino pero yo sí lo sé, y es de
gran importancia en la vida de Copenhague. Volvamos ahora la página -añadió-.
Han pasado muchos años, y el banco de arena se ha elevado. Un ave marina se ha
posado sobre la mayor de las piedras, la que más sobresalía del agua. Puedes
verla en la
estampa. Corrieron los años. El mar arrojaba peces muertos a
la arena; brotaron tenaces carrizos, se marchitaron y pudrieron, y abonaron el
suelo. Nacieron otras especies de hierbas, y el banco de arena se transformó en
una isla verdeante. Desembarcaron los vikingos; estallaron reyertas y desafíos,
que fueron otras tantas avenidas de la muerte. En el Holm de Seeland había un buen
fondeadero. Ardió la primera linterna de aceite; creo que asaron pescado sobre
ella; abundaba bastante. Los arenques circulaban en enormes bandadas por el
Sund, hasta el extremo de dificultar las maniobras de las embarcaciones.
Brillaban las aguas como si en su seno estallaran relámpagos de calor; el fondo
relucía como una aurora boreal. El Sund era rico en peces; por eso se fue
poblando la costa de Seeland. Las paredes de las casas eran de roble, y los
tejados, de corteza; no eran árboles lo que faltaba. Los barcos entraban en el
puerto; la linterna de aceite ardía balanceándose en las jarcias, mientras el
viento Nordeste soplaba, cantando: «¡huu-ui!». Si en el Holm brillaba una
linterna, era de bandidos. Contra-bandistas y bandidos prosperaban en la «Isla de los ladrones».
-Creo que
la maldad va extendiéndose, tal como yo quería -dijo el viento Nordeste. No
tardará en venir el árbol del que pueda sacudir el fruto.
-Y aquí
tenemos el árbol -continuó el padrino. ¿Ves la horca en la Isla de los ladrones? De ella
cuelgan ladrones y asesinos, tal y como se hacía entonces. El viento soplaba
haciendo chocar entre sí los largos esqueletos, y la luna brillaba satisfecha
sobre ellos, como brilla hoy sobre una fiesta campestre. También el sol enviaba
contento sus rayos, ayudando a que se pudriesen las colgantes osamentas, y
desde sus rayos cantaban los hijos de la luz: «¡Lo sabemos, lo sabemos! En
tiempos venideros, esto será hermoso. Será una tierra bella y feliz».
-¡Necias
palabras! -refunfuñaba el viento.
-Volvamos
otra página -dijo el padrino. Doblaban las campanas en la ciudad de Roeskilde,
residencia del obispo Absalón, hombre que lo mismo leía la Biblia que blandía la espada. Tenía poder
y voluntad, y se había propuesto proteger contra el pillaje a los laboriosos
pescadores del puerto de aquella ciudad, que entretanto había crecido y
convertido en centro comercial. Mandó rociar con agua bendita aquel suelo
infame: se restituyó la honra a la
Isla de los ladrones. Albañiles y carpinteros pusieron manos
a la obra; por iniciativa del obispo, pronto se levantó un edificio. Los rayos
del sol besaron sus rojos muros.
Así
surgió la Casa
de Axel.
Castillo
con torreones,
firme
en la tormenta;
muros
que desafían los siglos.
¡Hu-u-uh!
Vino
el viento Norte
con
su hálito helado.
Sopló,
arremetió,
mas
el castillo no cedió.
Y
en el lugar se levantó «Copenhague»,
el
puerto de los comerciantes.
Morada
de sirenas, entre lagos brillantes,
Construida
en la verde floresta.
Acudieron
los extranjeros a comprar pescado, levantaron tiendas y casas, en cuyas
ventanas las vejigas de cerdo hacían de cristales, pues el vidrio era muy caro;
surgieron graneros, con pináculos y poleas. ¿Ves? En estas tiendas están los
solterones, los que no pueden casarse, comercian con jengibre y pimienta: son
los «pimenteros».
El viento
Nordeste pasea sus ráfagas por las calles y callejas, arremolina el polvo,
arranca algún que otro tejado de paja. Vacas y cerdos se meten en el arroyo.
-¡A puñadas
y empujones me llevaré las casas en torno al castillo de Axel! No puedo
equivocarme. La
llaman Steileborg de Tyvsö.
Y el
padrino me mostró un dibujo hecho por él mismo. Junto al muro se alineaban los
palos, de cada uno de los cuales pendía la cabeza de un pirata capturado,
regañando los dientes.
-Esto ha
sucedido de verdad -afirmó el padrino; conviene saberlo y comprenderlo. El
obispo Absalón estaba en el baño, y a través de la delgada pared oyó que se
acercaba un barco corsario. Salió inmediatamente, subió a su barco y tocó el
cuerno, a cuyo son acudió la tripulación, y las flechas volaron, y se clavaron
en las espaldas de los piratas. Éstos trataron de huir, remando con todas sus
fuerzas; las flechas les herían en las manos, pero no había tiempo para
arrancarlas. El obispo capturó a todos los que habían quedado con vida y mandó
decapitarlos y exhibir las cabezas en la muralla del castillo. El viento
Nordeste soplaba con toda la fuerza de sus carrillos hinchados, con mal tiempo
en la boca, como dice el marino.
-Me
estiraré aquí -dijo el viento. Echado en este lugar veré todo este negocio.
Se quedó
encalmado varias horas, soplando luego durante días y noches. Transcurrieron
años.
Salió el
guardián de la torre del castillo y miró al Este, al Oeste, al Norte y al Sur.
-Ahí lo
tienes en esta estampa -dijo el padrino, señalándolo. Ahí está, y ahora te
diré lo que vio.
Ante las
murallas de Steileborg se despliega al mar hasta el Golfo de Kjöge; el canal
que sigue hasta la costa de Seeland es muy ancho. Frente a Serritslev Mark y
Solbjerg Mark, donde están los grandes poblados, prospera la nueva ciudad, con
sus casas de paredes entramadas y fachadas en hastial. Hay callejones enteros
ocupados por zapateros y curtidores, abaceros y cerveceros; hay una
plaza-mercado, una casa gremial, y junto a la playa, donde anteriormente había
una isla, se levanta la magnífica iglesia de San Nicolás. Tiene una torre y una
espira altísima; una y otra se reflejan bellamente en las aguas límpidas. No
lejos de allí se encuentra la iglesia de Nuestra Señora, donde rezan y cantan
misas, huele el incienso y arden los cirios. Copenhague es ahora la sede del
obispo; el obispo de Roeskilde la rige y gobierna.
Otro
prelado llamado Erlandsen, ocupa la casa de Axel. En la cocina están asando, se
sirve cerveza y vino especiado, mientras suenan violines y timbales. Arden
cirios y lámparas, el palacio reluce como una linterna, encendida para iluminar
todo el país y todo el reino. El viento Nordeste sopla a Poniente en torno a
las fortificaciones de la ciudad, que no son sino un vallado de planchas. ¡Con
tal que resista! Fuera está el rey de Dinamarca, Cristóbal I.
Los
sublevados lo derrotaron en Skjelskör, y ahora busca refugio en la ciudad del
obispo.
El viento
silba, diciéndole, como el prelado:
-¡Quédate
fuera! ¡Quédate fuera! La puerta está cerrada para ti.
Atravesamos
una época de descontento; los días son difíciles. Todos quieren gobernar. La
bandera del Holstein ondea en la torre del castillo; hay privaciones y
sufrimientos, es la noche del terror: guerra en el país y la muerte negra, una
noche tenebrosa, pero luego vino Waldemar Atterdag.
La ciudad
del obispo es ahora la ciudad del Rey. Tiene casas de hastial y estrechos
callejones, tiene guardas y una casa consistorial; en la puerta de Poniente se
alza una horca amurallada. Ningún forastero puede ser ahorcado en ella. Hay que
ser ciudadano de la capital para tener el privilegio de colgar allí, tan alto,
dominando Kjöge y sus pollos.
-¡Magnífica
horca! -exclamó el viento Nordeste. Es un adorno para el paisaje.
Y venga
soplar y arremeter.
De Alemania
llegan la aflicción y la miseria.
-Vinieron
las Hansas -dijo el padrino; vinieron de Rostock, Lubeck y Brema; pretendían
algo más que apoderarse del ganso de oro de la torre de Waldemar. En la capital
de Dinamarca mandaban más que el mismo Rey; vinieron en barcos armados. Nadie
estaba preparado, y, por otra parte, el rey Erich no deseaba pelearse con sus
primos alemanes; eran muchos y muy fuertes. El Monarca y sus cortesanos se
precipitaron por la puerta de Poniente, dirigiéndose a Sorö, junto al lago
tranquilo y los verdes bosques, entre canciones de amor y chocar de copas.
Sin
embargo, se había quedado en Copenhague un corazón real, una verdadera cabeza
de rey. ¿Ves esta figura, esta mujer joven, delicada y fina, de ojos azules y
cabello de lino? Es la reina de Dinamarca, Felipa, princesa de Inglaterra. Ella
se quedó en la aterrorizada ciudad, en cuyos angostos callejones y calles de
empinadas escaleras y cerrados tenduchos, los ciudadanos corrían a la
desbandada, totalmente desorientados. Ella tiene el valor y el corazón de un
hombre: llama a los ciudadanos y a los campesinos, los anima, los estimula. Se
aparejan las naves, se equipan los fortines; los cañones retumban, vomitando
fuego y humo. Vuelven los ánimos. Dios no abandona a Dinamarca, y el sol brilla
en todos los corazones, mientras el júbilo de la victoria ilumina los ojos. ¡Bendita
sea Felipa! La bendición en las chozas, en los hogares, en el palacio real,
donde son atendidos los heridos y enfermos. He recortado una corona para
ponerla como marco a esta estampa. ¡Bendita sea la reina Felipa !
-Saltemos
ahora algunos años -continuó el narrador. Copenhague salta con ellos. El rey
Cristián I ha estado en Roma, el Papa le ha dado su bendición, y en todo el
largo camino ha sido objeto de homenajes y honores. En su país levanta una casa
de piedras cocidas; en ella prosperará la Ciencia , que será difundida en latín. Los hijos
de las familias humildes, del terruño y del taller, podrán venir también,
abriéndose paso a fuerza de mendigar, llevando el largo y amplio manto negro,
cantando frente a las puertas de los ciudadanos.
Junto a la
casa de la Ciencia ,
donde todo se dice en latín, hay otra casita en la que reinan la lengua y las
costumbres danesas. Para desayuno se sirve sopa de cerveza, y se almuerza a las
diez de la mañana. A
través de los pequeños cristales brilla el sol en la alacena y en la librería,
en la cual se guardan tesoros literarios, como el «Rosario» y «Comedias
piadosas» del Señor Miguel, el «Recetario de Henrik Harpenstren» y la «Crónica rimada danesa»
de los hermanos Niels de Sorö. Todo danés debiera conocerla, dice el dueño de
la casa, y éste es el hombre llamado a divulgarla. Es el primer impresor de
Dinamarca, el holandés Godofredo de Gehmen. Practica el bendito arte negro: la
imprenta.
Y los
libros llegan al real palacio y a las casas de los burgueses. Proverbios y canciones
adquieren vida imperecedera. Lo que el hombre no sabe expresar en poemas y
canciones lo canta el pájaro de la canción popular con palabras floridas pero
claras. Vuela libre y vuela lejos, a los aposentos del servicio y al castillo
señorial; gorjeando, se posa como el halcón en la mano de la amazona; se
desliza como un ratoncillo y se pone a piar ante el siervo campesino en la
perrera.
-¡Charla
vacía! -exclama el acerado viento Nordeste.
-¡Es
primavera! -replican los rayos del sol. Mira cómo asoma la verde hierba.
-Sigamos
hojeando en nuestro libro de estampas -dijo el padrino. ¡Cómo resplandece
Copenhague! Torneos y juegos, magníficos desfiles. ¡Mira los nobles caballeros
en sus armaduras, las encopetadas damas vestidas de seda y oro! El rey Hans
otorga al Elector de Brandeburgo la mano de su hija Isabel. ¡Qué joven es, y
qué contenta está! Anda sobre terciopelo; en sus ojos brilla el porvenir, la
felicidad de la vida doméstica. A su lado avanza su real hermano, el príncipe
Cristián, de ojos melancólicos y sangre ardiente y alborotada. Los burgueses lo
quieren; él conoce sus cuitas, el futuro de los pobres vive en su pensamiento.
¡Sólo Dios concede la felicidad!
-¡Adelante
con nuestro libro de estampas! -prosigue el padrino-. El viento sopla furioso,
cantando las agudas espadas, los tiempos difíciles y sin paz. Es un día gélido
de mediados de abril. ¿Por qué la multitud se apretuja frente al palacio,
frente a la vieja aduana, donde está anclada la nave real, izadas las banderas
y las velas extendidas? Se ve gente en las ventanas y los tejados. Reinan el
dolor y la aflicción, la incertidumbre y el miedo. Todas las miradas se
concentran en el castillo, en cuyas doradas salas se bailó otrora la danza de
las antorchas, mientras hoy aparecen silenciosas y desiertas. Miran a la
ventana del torreón, desde la cual el rey Cristián tantas veces siguió con la
vista, al otro lado del Puente de la
Corte y del estrecho callejón, a su palomita, la muchacha
holandesa que había traído de la ciudad de Bergen. Los postigos están cerrados,
la multitud mira al palacio; he aquí que se abre la puerta y se baja el puente
levadizo. Ahí viene el rey Cristián con su fiel consorte Isabel, que se niega a
abandonar a su real esposo en la hora de la desgracia.
Había fuego
en su pecho, fuego en su pensamiento. Quiso romper con los viejos tiempos,
romper el yugo del campesino, favorecer al burgués, cortar las alas a los
«voraces cernícalos». Pero eran demasiados. Helo ahí abandonando su patria y su
reino, para ganarse en el extranjero amigos y parientes. Su esposa y sus leales
lo acompañan, todos los ojos están húmedos a aquella hora de la separación. Se
mezclan las voces que entonan la canción del tiempo, en su favor, en su contra;
un triple coro. Escucha las palabras de la nobleza; pues han quedado escritas e
impresas:
-¡Maldición
sobre ti, Cristián el Malvado! La sangre vertida en el mercado de Estocolmo
clama venganza contra ti y te maldice.
También el
coro de los monjes expresa la misma sentencia:
-¡Repudiado
seas por Dios y por nosotros! Trajiste a esta tierra la doctrina luterana, le
entregaste la Iglesia
y el púlpito, permitiste que hablase la lengua del demonio. ¡Maldición sobre
ti, Cristián el Malvado!
Pero los
campesinos y los burgueses lloraban:
-¡Cristián,
rey bondadoso! El campesino no ha de ser vendido como ganado ni trocado por un
perro de caza. ¡Esta ley es tu ejecutoria!
Pero las
palabras de los humildes son como paja al viento.
Pasa ahora
el barco por delante del palacio, y los ciudadanos corren a lo alto de la
muralla para decir un último adiós a la real nave.
Largo es el
tiempo, y tenebroso. ¡No te fíes de los amigos, no te fíes de los parientes!
Tío
Federico, del castillo de Kiel, ambiciona el trono.
El rey
Federico está ante Copenhague. ¿Ves esta estampa: «Copenhague la Leal »? Se ciernen sobre ella
negros nubarrones, grabado tras grabado; fíjate en cada uno. En una estampa
ruidosa; resuena todavía en la leyenda y en la canción: el tiempo es duro,
difícil, amargo.
-¿"Qué
fue del rey Cristián, el ave sin rumbo? Lo han cantado los pájaros, que vuelan
lejos, allende las tierras y los mares. La cigüeña llegó pronto, en primavera,
procedente del Sur, a través del país germano. Había visto lo que vamos a
contar.
-Vi al
fugitivo rey Cristián cruzando el erial. Lo esperaba allí un mísero carruaje
tirado por un caballo. Iban en el vehículo su hermana la margravesa de
Brandeburgo, que su marido expulsó por haberse mantenido fiel a la doctrina
luterana. En el oscuro páramo se encontraron los proscritos hijos del Rey.
¡Largo es el tiempo, y angustioso; no confíes en tus amigos y parientes!
La
golondrina llegó del castillo de Sönderborg, entonando una canción plañidera:
-¡El rey
Cristián ha sido traicionado!
Yace allí
encerrado en la profunda torre; sus graves pasos dejan huellas en el pavimento
de piedra, su dedo graba signos en el duro mármol:
¡Ah! ¿Qué
dolor halló palabras como las que oyó la dura piedra?
Del mar
embravecido vino el quebrantahuesos. El mar es amplio y libre, y lo surca un
barco, tripulado por el valeroso fionés Sören Nordby. La fortuna lo acompaña;
pero la fortuna es veleidosa como el viento y el tiempo.
En
Jutlandia y en Fionia gritan el cuervo y la corneja:
-¡Avanzamos!
¡Las cosas van bien, muy bien! Yacen allá cadáveres de caballos y de hombres.
Es una
época de inquietud, con las querellas de los condes. El campesino empuñó su
maza, el comerciante su cuchillo, y todos echaron a gritar:
-¡Degollaremos
los lobos, hasta que no quede ni un lobezno!
Nubes y
humo suben de las ciudades incendiadas.
El rey
Cristián está prisionero en el castillo de Sönderborg; no puede escapar, no ve
Copenhague ni su extrema miseria. En el herbazal al norte de la ciudad está
Cristián III, allí donde estuvo su padre. En la capital reinan el terror, el
hambre y la peste.
Apoyado
contra la pared de la iglesia, yace el cadáver de una mujer, vestida de
harapos; dos criaturas vivas, sentadas en su regazo, chupan sangre del pecho de
la muerta. El
valor ha cedido, cede la resistencia. ¡Oh, tú, leal Copenhague!
Resuenan clarines.
¡Escuchan los timbales y las trompetas!
En ricos
trajes de seda y terciopelo, con plumas ondeantes, se acercan los nobles
montados en caballos guarnecidos de oro, cabalgando hacia el Altmark. ¿Hay allí
algún torneo, alguna lucha a la antigua usanza? Burgueses y campesinos
endomingados se encaminan también allí. ¿A ver qué? ¿Acaso han erigido una pira
para quemar imágenes papistas, o está allí el verdugo, como estaba en la pira
de Slaghoek? El Rey, señor del país, es luterano; hay que reconocerlo y proclamarlo
en toda forma.
Distinguidas
damas y nobles doncellas, con altos cuellos y, luciendo perlas en las cofias,
están sentadas detrás de las abiertas ventanas, contemplando aquel esplendor.
Sobre un paño extendido, y bajo un dosel, se sienta el Consejo del Reino, en
sus trajes antiquísimos, cerca del trono real. El Monarca permanece silencioso.
Su voluntad y la del
Consejo son leídas en alta voz y en lengua danesa; burgueses
y campesinos han de oír palabras duras, duras reconvenciones por la resistencia
que opusieron a la alta nobleza. El ciudadano es humillado, el campesino se
convierte en esclavo. Luego se alzan voces de condenación contra los obispos
del país. Su poder ha terminado. Todos los bienes de la Iglesia y de los conventos
pasan al Rey y a la nobleza.
Reinan la
soberbia y el odio, reina la ostentación, reina la desolación.
Ave pobre
va cojeando, cojeando.
Ave rica
rauda va, rauda va.
Los tiempos
de transformación traen consigo negras nubes, pero también sol. Hay luz ahora
en la casa de la Ciencia ,
en el hogar del estudiante, y nombres de entonces brillan aún hoy. Hans Tausen,
el pobre hijo del herrero de Fionia:
Fue aquel
mozo de la ciudad de Birken.
Su nombre
pervive en la memoria danesa.
Lutero
danés, luchó con la espada del verbo y venció con el espíritu en el corazón del
pueblo.
Brilla allí
el nombre de Petrus Palladius, latinizado del danés Peter Plade, obispo de
Roeskilde, hijo asimismo de un pobre herrero de la tierra jutlandesa. Y entre
los apellidos nobiliarios destaca el de Hans Friis, canciller del reino. Sentó
a los estudiosos a su mesa, cuidó de ellos y de los alumnos. Uno, por encima de
todos, es objeto de un hurra y de una canción:
Mientras
moje un estudiante
su pluma en el puerto de Axel,la obra del rey Cristián
será saludada con hurras.
En aquellos tiempos de transformación
Ahora volvamos la página.
los rayos
del sol atravesaron las tupidas nubes.
¿Qué es lo
que silba y canta en el Gran Belt, junto a la costa de Samsö? Emerge del mar
una sirena de cabellera verde como las algas y predice al campesino: Nacerá un
príncipe que será un rey poderoso y grande.
Nació en el
campo, bajo el oxiacanto florido.
Hoy su
nombre brilla en leyendas y canciones, en torno a los castillos feudales y los
palacios. Surgió la Bolsa ,
con su torre y su espira, se levantó Rosenborg muy por encima de la muralla; el
estudiante tuvo su casa propia, junto a la cual se alza la Torre Redonda
señalando al cielo, una columna de Urania que domina la Isla de Hveen, donde yace
Uranienborg; sus doradas cúpulas brillaban a la luz de la luna, y las sirenas
cantaban acerca del hombre que moraba en él, el genio de noble sangre, Tycho
Brahe, a quien visitaban reyes y hombres ilustres. A tal altura llevó el nombre
de Dinamarca, que él y el cielo estrellado son conocidos en todos los países
civilizados del Globo. Mas Dinamarca lo repudió.
En su
dolor, se consoló con una canción:
¿No
está el cielo por doquier?
¿Qué
más necesito entonces?
Su canción
tiene la vida de la canción popular, como la de la sirena de Cristián IV.
-Viene
ahora una página que debes considerar con atención -dijo el padrino-. Las
estampas siguen las estampas como los versos en la canción popular. Es una
poesía tan alegre en su comienzo, como triste en el final.
Una
princesita danza en el palacio real: ¡qué preciosa está! ¡Mírala sentada en las
rodillas de Cristián IV!; es su hija querida, Leonor.
Crece en
las virtudes y cualidades que adornan a una mujer. El hombre más ilustre de la
poderosa nobleza, Korfitz Ulfeldt, es su prometido. Ella es una niña todavía,
sometida a los azotes de su severa aya; ella se queja a su amado, y hace bien.
¡Qué lista es, qué cortés e instruida! Sabe griego y latín, canta en italiano
al son de su laúd, es capaz de hablar acerca del Papa y de Lutero.
El rey
Cristián yace de cuerpo presente en la capilla de la catedral de Roeskilde; el
hermano de Leonor sube al trono. En el palacio de Copenhague todo es esplendor
y magnificencia, belleza y talento, y por encima de todos destaca la Reina , Sofía Amalia de
Luneburgo. ¿Quién sabe como ella dominar el caballo? ¿Quién es tan elegante en
el baile? ¿Quién habla con tanta erudición e ingenio como la reina de
Dinamarca?
-¡Leonor
Cristina Ulfeldt! -así dice el embajador francés-: Ésta supera a todas en
belleza e inteligencia.
En el suelo
liso del palacio crecía el cardo de la maldad. Fuertemente
agarrado, propagaba a su alrededor el sarcasmo y la injuria:
-¡La
bastarda! Su coche siempre parado junto al puente de palacio; donde vaya la Reina , allí debe ir ella.
La
calumnia, la invención, la mentira dieron sus frutos.
Y, en la
noche silenciosa, Ulfeldt coge la mano de su esposa.
Tiene las
llaves de las puertas de la ciudad y abre una de ellas. Los caballos aguardan
al exterior. Galopan a lo largo de la orilla, camino de la tierra de Suecia.
-Volvamos
la página, del mismo modo que la suerte vuelve la espalda a los dos.
Es otoño,
con sus días cortos y sus largas noches; gris está el cielo, y húmedo. El
viento sopla frío aumentando por momentos su violencia. Ruge entre el follaje
del bosque, las hojas vuelan al interior de la mansión de Peder Oxe, desierta y
abandonada por su dueño. Y el viento silba sobre Chistianshavn, en torno a la
morada de Kai Lykke; ahora es una cárcel. Él ha sido proscrito, infamado; su escudo
de armas aparece roto, y su efigie cuelga de la horca más alta. De este modo
han sido castigadas sus petulantes y ligeras palabras sobre la venerada reina
del país. Aúlla el viento, volando por el solar abandonado donde se levantó la
mansión del mayordomo imperial; hoy sólo queda de ella una piedra.
«Lo arrojé
como un guijarro sobre los hielos flotantes -dice el viento-; la piedra quedó
varada en el lugar donde un día surgiera la Isla de los ladrones, maldita por mí; después
vino a parar al palacio del señor de Ulfeldt, donde la castellana cantaba al
son del laúd, leía en griego y en latín y llevaba erguida la cabeza. Ahora queda
sólo la piedra con su inscripción:
Para eterno
ludibrio y vergüenza del traidor Corfitz Ulfeldt».
-¿Dónde
está ahora, la noble dama? ¡Hu-uihu-ui! -silba el viento con voz de nieve.
Lleva ya muchos años en la
«Torre azul», detrás del castillo, donde las olas se
estrellan contra la muralla cenagosa. En el recinto hay más humo que calor; la
ventanita queda muy alta, junto al techo. La niña mimada del rey Cristián, la
distinguida señorita, la noble dama, ¡qué pobre y miserable vive ahora! El
recuerdo extiende cortinas y tapices sobre las paredes ennegrecidas de la cárcel. La mujer piensa
en los tiempos felices de su juventud, en los rasgos bondadosos y radiantes de
su padre; piensa en su magnífico viaje de bodas, en los días de su
encumbrami-ento, en los de miseria en Holanda, Inglaterra y Bornholm.
¡Nada es
demasiado gravoso para el amor verdadero!
Pero
entonces estaba él a su lado, y ahora está sola, sola para siempre. No sabe
dónde está su tumba, nadie lo sabe.
Lealtad al
hombre fue todo su crimen.
Pasó allí
muchos y largos años, mientras fuera bullía la vida.
Nunca se
detiene, pero nosotros nos pararemos un instante a pensar en aquella mujer y en
lo que dice la canción:
Fui
fiel al esposo en el honor,
en
la desgracia y en el gran dolor.
-¿Ves este
grabado? -dijo el padrino. Estamos en invierno; el hielo tiende un puente
entre Laaland y Fionia, un puente para Carlos Gustavo, que avanza arrollador.
El pillaje y el incendio, el terror y la miseria reinan en todo el país.
1.003. Andersen (Hans Christian)
No hay comentarios:
Publicar un comentario