-¡A echar el
mantel bueno! -ordenó el mesonero de Cebre a la moza entrada a su servicio la
víspera-. Nos están ahí los señoritos de Ramidor, y han de querer almorzar de
lo mejorcito. Largay al puchero chorizos gordos... ¡Menéate!
Llegaban, en
efecto, los señoritos, levantando polvareda, al trote picado de sus caballejos
del país, y precedidos de alegre repiqueteo de cascabeles y ladridos
atronadores de perros de caza. En el mesón estaban hartos de conocer a don
Camilo, el mayorazgo; al segundón, don Juanito; pero les sorprendió y llenó de
curiosidad la presencia de un caballero guapo, con ropa lucida, polainas de
cuero crujiente y cinturón-canana avellano, flamante, sin la capa de mugre
negruzca que cubría los arreos cinegéticos de los señoritos de Ramidor. Tiempo
le faltó a la mesonera para interrogar a Diaño -el criado que porteaba un saco
de perdices muertas a perdigonadas-. Y Diaño dijo que el forastero era un
señorito de Madrid que estaba pasando temporada con don Camilo; que se llamaba
don Mariano, y que era -no despreciando a nadie- muy llano y muy habladero; que
daba conversa a todo el mundo, y a las rapazas -¡San Cebrián bendito!- las
repicaba como si fueran panderetas...
-Sobre la mesa,
tendido ya el mantel blanquísimo, disponía la moza pan de mollete, platos
vidriados, tenedores de peltre y jarrillas para el vino picón, prescindiendo de
vasos para el agua, porque no suelen gastarla los cazadores.
-Estos,
aureolados ya por el humo de sus cigarros, sentados a horcajadas, se fijaron en
la muchacha que ponía el cubierto. Era una niña casi, vestida de luto pobre,
dividido en dos trenzas el hermoso pelo rubio; finita de facciones y con boca
de capullo de rosa, menuda y turgente, hinchada de vida. Juanito Ramidor, el más
joven de los cazadores, extendió la mano y ciñó el talle estrecho de la
sirviente. Ella saltó hacia atrás, y hasta la frente se le puso bermeja.
-¡No molestes!
-exclamó el forastero, interviniendo-. ¡Es una criatura! Déjala en paz. ¿Cómo
te llamas, hija mía? Contesta, que yo he de tratarte con el mayor respeto.
-Dalinda me
llamo, señor -murmuró ella, con el acento cantarín de la comarca, fijando en
don Mariano la mirada agradecida de sus ojos azules.
-Entré ayer,
señor; porque soy huérfana de padre y madre, y ahora se me murió mi tío, el
señor cura de Doas, que si viviera él, no sirviera yo más que a Dios -respondió
la niña, con lágrimas en el acento, pero las lágrimas no brotaron.
-Pues sírvenos
bien, Dalinda, y toma esto para comprarte un pañuelito de seda, que tienes un
pelo precioso.
Don Mariano
intentó deslizar un duro en la mano de la muchacha, que lo rechazó suave y
porfiadamente.
Como lo dijo, lo
hizo Dalinda. Activa y gentilmente presentó los manjares, que eran sabrosos y
toscos, adecuados al apetito recio de los cazadores: pote con rabo, olla con
jamón y chorizo, y tragos, tragos, tragos de clarete color de vinagre, que la
tierra da copiosamente. Las cabezas se calentaban; don Juanito y don Camilo,
guiñando el ojo, bromeaban con don Mariano, a medias palabras, convertidas en
desvergüenzas enteras cuando la sirvienta salía para traer algo que hiciese
falta.
-¿De cuándo acá
-confirmaba Juanito- te dedicas tú a proteger la inocencia de estos arcángeles?
A fe que la cosa es chusca. Tú, hombre, tú... Si uno no se hubiese criado
contigo, como quien dice, cuando estudiábamos juntos en Santiago..., nos la
pegas; vaya, que nos la pegas.
-¡Chist!
-exclamaba Mariano, viendo venir a Dalinda, que alzaba, con gracioso
movimiento, la fuente de arroz con riles y la depositaba en la mesa.
-Qué queréis, yo
sé refinar. Vosotros tenéis el gusto acostum-brado a estos guisos de figón, muy
sanos, aunque grasientos... Coméis a bocados, andáis después ocho leguas a
caballo o tres a pie..., dormís como canónigos... Encontráis una muchacha, y
con tal que podáis estrujarla y ella no chille, tan contentos. Que ella sea así
o de otro modo... no os importa. Os basta un cacho de carne con ojos.
-Di claro que
somos unos brutos... -refunfuñó Juanito Ramidor, algo picado; y callóse, porque
Dalinda entraba, portadora de un bacalao oloroso y humeante.
-Si lo vuestro
es brutalidad, yo la envidio -confesó Mariano-, porque revela salud y normalidad.
Yo necesito otros estimulantes... Me ha caído en gracia esa niña de las trenzas
de oro, porque me parece una figura de retablo.... ¡La sobrina de un cura! Una
azucena mística, intacta... O pierdo el nombre que tengo, o me la llevo del
mesón, a pasar en Madrid una temporadita; y ha de ir contenta, o, mejor dicho,
loca... ¡Si sois buenos amigos, ayudadme!
-Por nosotros
que no quede -contestaron riendo los señoritos. Hacia esta parte vendremos a
cazar, aunque se acaben las perdices en tres leguas a la redonda.
-Y vosotros la
acosáis un poco, no mucho, ¿eh?, y yo soy un paladín; a mí me cree otro santo
como ella.
Cuando Dalinda
volvió presentando una olla de castañas cocidas echando vaho caliente, tapada
con un trapo, y recendiendo a anís, aún celebraban estrepitosamente la
ocurrencia los tres comensales. Y al despedirse, pagado el escote al mesonero,
Mariano llamó aparte a la niña y le dijo, en tono sencillo y confidencial:
El dije era un
capricho de oro y turquesas, de esos que se cuelgan en la cadena del reloj, y
se lo había regalado a Mariano, una novia, una señorita con la cual estuvo a
pique de casarse. Dalinda, con movimiento infantil, casto y apasionado, besó la
joyuela al recibirla...
Cumpliendo lo
pactado, los señoritos de Ramidor y su huésped llevaron sus cacerías por la
parte de Cedre, y Mariano tuvo frecuente ocasión de ver y hablar a la sobrinita
del cura. Transcurrido algún tiempo, por las bardas de la corraliza, no muy bajas,
tenían sus paliques el forastero y la niña.
-Paciencia; todo
se andará -contestaba, algo mohíno e impaciente, el galán cortesano-. Es que
estas chiquillas educadas a la mística... Lo que os digo es que mujer más
apasionada, y al mismo tiempo más... más... más difícil, ¿entendéis?, no la he
encontrado en toda mi larga carrera...
De esta franca
confesión tomaron pie los amigos para torearle, primero solapadamente, después
a descubierto, con la clásica pesadez rural en las bromas. Los dichos, al
pronto picantes, se convirtieron en mortificadores. Los dos gallos de villorrio
se reían del intruso y frustrado gallo forastero, al cual sentían despechado,
bajo la capa de una ironía desdeñosa. ¿Fue este despecho, o estímulos de otra
naturaleza, lo que precipitó a Mariano? Cierta mañana anunció a sus amigos que
aquella noche no volvería a Ramidor. Se proponía pasarla en el mesón, y no en
el cuarto que le diesen, sino en otro del piso segundo, «¿no sabéis? Aquel que
tiene, en la solera del balcón sin balaustre, un tiesto de claveles
reventones...» ¡El aposento de Dalinda! Si querían cerciorarse, que rondasen a
medianoche; él entreabriría un momento la ventana, y le verían...
Y, en efecto,
poco después de sonar en el reloj del Ayuntamiento doce tristes campanadas,
Camilo y Juanito Ramidor se internaron en la solitaria calleja que cae al
costado del mesón. Al pasar ante la tapia de la corraliza habían visto la
puerta abierta y se dieron al codo. Apenas avanzaron dos pasos por la calleja,
tropezaron con un bulto que yacía en el fangoso suelo; y una mujer que venía de
la corraliza, desmelenada, retorciéndose las manos, los arrolló.
-¡Ay pobriño del
alma! ¡Socórranme, ayúdenme a levantarle de ahí! ¡Ay, no permita el Señor que
esté muerto!
-¡Hice bien!
-exclamó la niña, enderezándose y relampagueando indignación-. ¡Vuelvo a
hacerlo ahora mismo! -y rompiendo en convulsivo lloro, se arrodilló en el barro
de la sucia calleja. ¡Ay Virgen mía! ¡Sangra! ¡Sangra! ¡Está sin conocimiento!
-y sus brazos rodeaban el cuerpo inerte, su cara bañaba en lágrimas la del
señorito...
Mariano tenía
rota una pierna por el muslo, herido el cráneo por el tiesto de claveles, que
cayó con él, y dislocada una muñeca.
La asistencia
fue larga y penosa; se temió la amputación; al fin sanó, quedando cojo. Dalinda
no se apartó de su cabecera hasta verle respuesto; y entonces, a sus
ofrecimientos, respondió pidiendo una corta suma: el dote para entrar en un
convento de Clarisas.
«El Imparcial», 9 de marzo de 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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