Erase un
hombrecillo, pobre pero muy pillo, a quien sus paisanos habían puesto de apodo
Saltamontes. Una vez le robó a una mujer una pieza de lienzo, la escondió en un
pajar y luego hizo correr la voz de que él era adivino. Vino a verle la mujer y
le pidió que consultara las cartas por si descubría dónde estaba la pieza de
tela.
-¿Y cómo
me pagarás?
-Te daré
un pud de harina y una libra de manteca.
-De
acuerdo.
Extendió
las cartas y, después de mucho pensarlo, le dijo dónde encontraría la pieza de
tela.
A los dos
o tres días le desapareció un potro al barin. En realidad, se lo había robado
el hombrecillo y lo tenía en el bosque atado a un árbol. Pero el barin le envió
a buscar precisa-mente a él. El hombrecillo se puso a consultar las cartas y
dijo:
-Que
vayan corriendo al bosque: el potro está allí, atado a un árbol.
Trajeron
al potro del bosque. El barin le dio cien rublos al hombrecillo, que se hizo
famoso por todo el reino.
Sucedió
entonces que el zar perdió su anillo de matrimonio. Por mucho que buscaron, no
hubo modo de encontrarlo. Envió el zar en busca del curandero con orden de que
lo trajeran sin pérdida de tiempo. Conque le agarraron, le montaron en un carro
y le condujeron a presencia del zar.
-Ahora sí
que estoy perdido -pensó el hombrecillo. ¿Cómo voy a enterarme de adónde ha
ido a parar el anillo? Estoy expuesto a que se enfade el zar y me mande a algún
sitio de donde tarde mucho en volver.
-Hola,
buen hombre -dijo el zar. Te he mandado venir para que descubras dónde está mi
anillo. Si lo descubres, te pagaré bien. Si no, mi espada, de un tajo, echará
tu cabeza abajo.
Luego
ordenó que le dieran una habitación especial.
-Tienes
toda la noche para tus cábalas. Mañana por la mañana quiero la respuesta.
Encerrado
en aquella habitación pensaba el hombrecillo: «¿Qué respuesta le doy yo mañana
al zar? Lo mejor que puedo hacer es largarme a la buena de Dios en cuanto sea
noche cerrada. Al tercer canto del gallo saldré corriendo.»
Pero el
caso es que el anillo lo habían robado entre tres criados: el lacayo, el
cochero y el cocinero. Muy preocupados, se decían:
-¿Y si
este adivino nos descubre? Entonces nadie nos salvará de la muerte... Vamos a
acechar detrás de su puerta. Si no descubre nada, nosotros callados. ¿Que se
entera de que hemos sido nosotros? Le rogaremos que no se lo diga al zar.
Primero
fue el lacayo a acechar. De pronto cantaron los gallos y el hombrecillo
murmuró:
-¡Alabado
sea Dios! Este es el primero. Aún quedan dos. Con el corazón en un puño, el
lacayo corrió donde sus compañeros:
-¡Hermanos!
Me ha reconocido. No hice más que acercarme a la puerta, y dijo: «Este es el
primero. Aún quedan dos.»
-Iré yo a
ver qué pasa -dijo el cochero.
Se puso a
escuchar junto a la puerta. Se oyó el segundo canto de los gallos. Y el
hombrecillo dijo:
-¡Alabado
sea Dios! Con éste son dos. Aún queda uno.
-¡Muchachos!
También me ha reconocido a mí.
-Bueno,
pues si me reconoce a mí lo mismo que a vosotros -dijo el cocinero-, nos
echaremos a sus pies y le pediremos que nos ayude.
Fue a
escuchar el cocinero. Al tercer canto de los gallos, el hombrecillo se
santiguó.
-¡Alabado
sea Dios! Ya están los tres -dijo, y corrió hacia la puerta para escapar. Pero
al salir se dio de manos a boca con los ladrones, que acudían a pedirle ayuda,
y cayeron a sus pies rogándole:
-No nos
denuncies al zar, por Dios santo. Aquí está el anillo.
-Bueno,
está bien: os perdono.
El
hombrecillo agarró el anillo, levantó una tarima y lo metió debajo. Por la
mañana preguntó el zar:
-¿Qué
tal, buen hombre? ¿Cómo van tus cosas?
-Bien,
majestad. He descubierto que tu anillo está debajo de esta tarima.
Levantaron
la tarima, y allí encontraron el anillo.
El zar le
dio una buena cantidad de dinero al hombrecillo, dispuso que le sirvieran
cuanta comida y bebida deseara y él se fue a dar un paseo por el jardín.
Caminando por un sendero vio un saltamontes, lo cazó y volvió donde el
hombrecillo.
-Puesto
que todo lo adivinas, adivina lo que tengo en la mano. Muy asustado, dijo el
hombrecillo entre dientes:
-¡Ahora
sí que estás en manos del zar, Saltamontes!
-¡Pues es
verdad! Tienes razón.
Entonces
el zar le dio todavía más dinero y le despidió muy afablemente.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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