En cierto
reino, en cierto país, vivían un viejo y su mujer. Nunca habían tenido hijos.
Se pusieron a pensar en que habían alcanzado una edad muy avanzada, que pronto
les llegaría la hora de morir y el Señor no les había dado un heredero.
Entonces rogaron a Dios pidiéndole una criatura que honrase su memoria. El
viejo hizo voto de que, si su mujer le daba una criatura, tomaría como compadre
a la primera persona con quien se encontrara.
Al cabo
de algún tiempo se quedó preñada la vieja y trajo al mundo un varón. Muy
contento, el viejo se vistió y salió en busca de un compadre como padrino de su
hijo. Nada más trasponer el portón, vio llegar una carroza tirada por cuatro
caballos. En la carroza iba el zar de
aquel país.
Como el
viejo no conocía al zar, pensó que se
trataría de algún noble señor y se detuvo, saludándole respetuosamente.
-¿Qué
deseas, buen viejo? -preguntó el zar.
-Quisiera
pedirte, señoría, y dicho sea sin deseo de ofender, que apadrinaras a mi hijo
recién nacido.
-¿Acaso
no conoces a nadie en la aldea?
-Sí que
tengo muchos conocidos y amigos, pero ninguno puede ser mi compadre, pues he
hecho voto de pedírselo al primero que encontrara.
-Bien
está -replicó el zar-. Aquí tienes
cien rublos para el bautizo. Mañana estaré aquí.
Al día
siguiente llegó, en efecto, a casa del viejo. Llamaron al pope[1],
bautizaron al niño y le pusieron Iván. En seguida empezó Iván a crecer a ojos
vistas como la masa de trigo candeal con buena levadura. Y cada mes el zar le enviaba por correo cien rublos.
Transcurrieron
diez años, Iván se hizo muy grande y notó una fuerza tremenda dentro de sí.
También
por entonces recordó el zar que en
algún sitio tenía un ahijado, aunque no sabía cómo era. Sintió el deseo de
verle personalmente, y al instante ordenó que Iván, hijo de aquel campesino,
compareciese sin pérdida de tiempo ante su serena mirada.
El padre
lo dispuso todo para su viaje. Sacó dinero y le dijo:
-Toma
cien rublos, ve a la ciudad y cómprate un caballo, pues el camino es largo y no
llegarías a pie.
Iván
partió para la ciudad, y por el camino se encontró con un hombre muy viejo.
-Hola,
Iván, hijo de un campesino. ¿Hacia dónde vas?
-Voy a la
ciudad, abuelo -contestó el apuesto mancebo-, para comprarme un caballo.
-Si
quieres ser feliz, atiende lo que voy a decirte. Cuando llegues al mercado de
las caballerías, verás a un hombrecillo que vende un caballo muy flaco y
canijo. Elige precisamente ése y, por mucho que te pida su amo, págaselo sin
regatear. Después llévalo a tu casa, condúcelo a pastar doce tardes y doce
mañanas a los prados verdes cuando los baña el rocío..., y entonces verás.
Iván
agradeció su consejo al anciano y continuó hacia la ciudad. En el mercado de
caballerías vio a un hombrecillo con un caballo muy flaco y canijo.
-¿Vendes
el caballo?
-Sí.
-¿Cuánto
pides por él?
-Cien
rublos sin regatear.
Iván,
hijo de un campesino, sacó cien rublos, se los entregó al hombrecillo y volvió
a su casa con el caballo.
-Eso es
tirar el dinero -dijo el padre con ademán de fastidio.
-Aguarda
un poco, padre. ¿Y si tengo la suerte de que se ponga rollizo?
Iván
comenzó a llevar a su caballo todas las mañanas y todas las tardes a pastar a
los prados verdes. Transcurridos así doce crepúsculos matutinos y doce
crepúsculos vespertinos, su caballo se hizo tan fuerte, recio y hermoso, que no
es para dicho, sino para contado como algo maravilloso. Además, era tan listo
que, apenas le pasaba a Iván una idea por el pensamiento, ya la había adivinado
él.
Iván,
hijo de un campesino, se compró entonces unos arneses dignos de un bogatir[2],
montó en su magnífico corcel, se despidió de sus padres y fue a la capital a
presentarse ante el zar, su soberano.
Después
de cabalgar, no sé si poco o mucho, si despacio o aprisa, se encontró ante el
palacio real. Echó pie a tierra, ató su recio caballo a la anilla de un poste
de roble y mandó que se informara al zar
de su llegada. El zar dio orden de
que se le franqueara el paso, sin el menor obstáculo, hasta los salones. Iván
penetró en los reales aposentos, oró ante los santos iconos, hizo una
reverencia y le dijo al zar:
-Salud
tenga vuestra Majestad.
-Hola,
ahijado -contestó el zar.
Luego le
hizo sentar a la mesa y, mientras le agasajaba con toda clase de bebidas y
manjares, le contemplaba admirándose de encon-trarle hecho ya todo un mozo de
facciones atractivas, despierta inteligencia y estatura aventajada. Además,
nadie le habría echado diez años, sino veinte, y bien cumplidos.
«A juzgar
por las apariencias -decíase el zar-,
Dios me ha dado en este ahijado un recio bogatir
y no un simple guerrero.»
En vista
de lo cual, le confirió un grado de oficial y le destinó a servir cerca de su
persona.
Iván,
hijo de un campesino, inició su servicio con todo celo: no rehuía ningún
esfuerzo, defendía la verdad con alma y vida... Por todo ello, el zar llegó a cobrarle más afecto que a
cualquiera de sus generales y sus ministros, y en ninguno de estos confiaba
tanto como en su ahijado. Por eso mismo, los generales y los ministros le
tomaron ojeriza a Iván y se concertaron para denigrarle ante el propio
soberano. Pronto se presentó la ocasión. Habiendo invitado el zar a todos los nobles y los cortesanos
a un almuerzo, les preguntó cuando estuvieron sentados a la mesa:
-Quisiera
saber, señores generales y ministros, lo que pensáis de mi ahijado.
-Sería
difícil emitir un juicio, majestad, pues no hemos visto en él nada malo, pero
tampoco nada bueno. Lo grave es su gran jactancia. Por ejemplo, le hemos oído
decir infinidad de veces que en cierto reino, allá en los confines de la
tierra, hay un gran palacio de mármol rodeado de una muralla muy alta que nadie
puede trasponer, ni a pie ni a caballo. En él vive la princesa Nastasia la Bella. Nadie puede
llegar hasta ella. Pues bien: Iván se jacta de que conseguirá penetrar en el
palacio y desposar a la princesa.
El zar escuchó aquellas palabras y luego
mandó llamar a su ahijado para decirle:
-¿Por qué
te jactas ante los generales y los ministros de llegar hasta la princesa
Nastasia y no me dices nada a mí?
-¡Por
Dios, majestad! -protestó Iván, hijo de un campesino-. A mí no se me ha
ocurrido eso ni en sueños...
-Ya es
tarde para echarse atrás. Aquí el que presume de algo debe demostrar que es
capaz de hacerlo. Si no, tengo una espada a siniestra que te quitará la testa.
Muy
triste y con la cabeza gacha entre los recios hombros, Iván caminó hasta donde
estaba su buen caballo. Y el caballo le habló con palabra humana.
-¿Cuáles
son tus pesares, mi amo -le preguntó, y por qué no te sinceras conmigo?
-Es
verdad, caballo mío, que no tengo ninguna razón para estar contento. Mis
superiores me han denigrado ante el zar
diciendo que yo me jacto de penetrar en el palacio de la bella princesa
Nastasia y desposarla. Conque el zar
me ha ordenado que así lo cumpla o me cortará la cabeza.
-No te
preocupes, mi amo. Haz tus oraciones y acuéstate a dormir, que la noche es
buena consejera. Haremos lo que te manda el zar,
pero tú pídele dinero en cantidad para que lo pasemos bien por el camino y
tengamos de sobra para comer y beber a nuestro antojo.
Iván
durmió aquella noche y, cuando se levantó por la mañana, fue a ver al zar y le pidió dinero para el viaje. El zar ordenó que le diesen cuanto
necesitara. Nuestro bravo muchacho recogió el dinero, montó en su caballo
después de ensillarlo con pesados arneses y se puso en camino.
Así
cabalgó, no sé si poco o mucho, no sé si rápido o lento, hasta llegar a los
confines de la tierra, al más lejano de los reinos, y allí se detuvo frente a
un palacio de mármol. Lo rodeaban altas murallas donde no se veían puertas ni
postigos. ¿De qué modo se podrían trasponer?
-Aguardemos
a que sea de noche -le dijo el caballo a Iván-. En cuanto oscurezca me
convertiré en águila de alas grises y pasaré contigo por encima de la muralla.
La bella princesa estará dormida en su blando lecho. Tú debes entrar en su
alcoba, tomarla en brazos con mucho cuidado y llevártela audazmente.
Conque
aguardaron a que cayera la noche. El caballo pegó entonces contra la tierra
húmeda, convirtiéndose en águila de alas grises, y dijo:
-Ha
llegado el momento de poner manos a la obra. ¡Cuidado, no falles!
Iván,
hijo de un campesino, se montó en el águila, que, volando muy alto, pasó por
encima de la muralla y dejó a Iván en el centro de un amplio patio.
El
apuesto mancebo penetró en los aposentos, que encontró silenciosos, con todos
los servidores profundamente dormidos. En una alcoba vio a la bella princesa
Nastasia acostada. Durante el sueño había desplazado las finas sábanas y el
cobertor de martas cebellinas. Admirado el apuesto mancebo ante su belleza
indescrip-tible y su blanco cuerpo, ciego de ardiente amor, no pudo resistir a
la tentación de besar los dulces labios de la princesa. La hermosa doncella
despertó sobresaltada y se puso a dar gritos. Acudieron sus fieles servidores y
cayeron sobre Iván, hijo de un campesino, atándole de .pies y manos. La
princesa ordenó que fuese encerrado en una mazmorra, sin más alimento que un
vaso de agua y una libra de pan de centeno al día.
«Parece
que aquí reposará para siempre mi inquieta cabeza», pensaba tristemente Iván en
su prisión inexpugnable.
Pero su
buen caballo pegó contra el suelo y, convertido en pajarillo, penetró por el
cristal roto del ventanuco y le dijo:
-Escucha,
mi amo: mañana haré saltar esta puerta y te liberaré. Tú te escondes detrás de
tal arbusto. La bella princesa Nastasia irá a pasear por allí y yo le pediré
limosna convertido en un pobrecito anciano. Actúa entonces con decisión, o lo
pasaremos mal.
El
pajarillo escapó por el cristal roto, dejando a Iván más ani-mado.
Al día
siguiente, el recio caballo arremetió contra la puerta de la prisión y la echó
abajo con sus cascos. Iván, hijo de un campesino, escapó hacia el jardín y se
ocultó detrás de un arbusto verde. Cuando la bella princesa llegó justamente
hasta allí paseando, se le acercó un pobre viejecito que se, inclinó delante de
ella llorando y le pidió una santa limosna. Mientras la hermosa doncella
buscaba su escarcela, Iván, hijo de un campesino, surgió de detrás del arbusto
y la tomó en sus brazos, tapándole la boca de manera que no podía exhalar ni el
menor grito.
El
anciano se transformó al instante en águila de alas grises, voló muy alto con
la princesa y el apuesto mancebo, pasó por encima de la muralla y se posó en el
suelo, donde recobró su forma de recio corcel. Iván, hijo de un campesino,
montó a caballo y, acomodando a la princesa Nastasia en la misma silla, le
preguntó:
-¿También
piensas ahora encerrarme en una oscura prisión, bella princesa?
-El
destino parece haber dispuesto que sea tuya -contestó ella-. Puedes hacer de mí
lo que quieras.
Recorriendo
así su camino -ignoro si largo o corto, ignoro si pronto o no, llegaron hasta
una vasta pradera verde donde dos gigantes estaban dándose de puñetazos. Tanto
se habían atizado, que los dos estaban sangrando, pero ninguno podía con el
otro. A su lado, sobre la hierba, yacían un escobón y un cayado.
-¿Por qué
os pegáis así, muchachos? -preguntó Iván.
-Somos
hermanos -contestaron los gigantes, dejando de pegarse. Nuestro padre ha
muerto y todos los bienes que nos ha dejado son este escobón y este cayado.
Hemos regañado al hacer la partición porque cada uno quiere quedarse con las
dos cosas. Conque hemos decidido pelearnos a vida o muerte, y el que sobreviva
se quedará con todo.
-¿Y
lleváis mucho tiempo así?
-Pues
hace ya tres años que peleamos sin conseguir nada.
-Parece
mentira que peleéis a vida o muerte por un escobón y un cayado. ¡Ni que se
tratara de algún tesoro!
-No
juzgues de lo que ignoras, hermano. Con este escobón y este cayado puede uno
vencer a todas las fuerzas que se le pongan por delante. Por muchas tropas que
emplace el enemigo, no hay más que salir audazmente contra ellas porque, cada
vez que se lo enarbola, el escobón abre un camino en ellas, lo mismo en una
dirección que en otra. Y también el cayado es muy útil, porque puede uno hacer
prisioneros a todos los soldados que toca.
«Pues sí
que tienen su mérito las dos cosas -pensó Iván. Creo que tampoco me vendrían
mal a mí.» Y dijo en voz alta:
-Si
queréis, haré yo la partición por igual.
-Ten la bondad,
hombre...
Iván,
hijo de un campesino, se apeó de su recio caballo, tomó un puñado de arenilla,
se internó con los gigantes en un bosque y allí arrojó la arena a los cuatro
vientos.
-Ahora
recoged la arena -les dijo, y para el que más recoja serán el cayado y el
escobón.
Mientras
ellos se lanzaban a recoger la arena, Iván agarró el cayado y el escobón, montó
en su caballo, y ¡adiós, muy buenas!
Así
cabalgando, no sé si mucho tiempo o no, llegó al país de donde había partido y
vio que su padrino se hallaba en un gran apuro: todo el reino había sido
invadido y un ejército incalculable asediaba la capital, amenazando con
prenderle fuego a todo y darle al propio zar una muerte espantosa.
Iván,
hijo de un campesino, dejó a la princesa en un bosquecillo próximo y se lanzó
contra las tropas enemigas, abriendo brechas en ellas, en una dirección o en
otra, cada vez que enarbolaba el escobón. En nada de tiempo, los enemigos
cayeron a cientos, a miles... En cuanto a los que quedaron con vida, los rozó
con el cayado y los hizo entrar prisioneros en la ciudad.
El zar acogió con gran júbilo a Iván,
ordenó que redoblaran los tambores y sonaran las trompetas, le concedió el
grado de general y le recompensó con una fortuna. Entonces se acordó Iván de la
bella princesa Nastasia y, con la venia del soberano, fue a buscarla para
traerla al palacio. El zar elogió el
gran arrojo de Iván y ordenó que le construyeran una casa y se hicieran los
preparativos para la boda.
Iván,
hijo de un campesino, se casó con la bella princesa y, después de la boda, que
se celebró con un gran banquete, vivió feliz y en la opulencia. Ahora que el
cuento ha terminado, me daréis unas rosquillas de regalo.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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