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domingo, 23 de junio de 2013

El caballo prodigiosos

En cierto reino, en cierto país, vivían un viejo y su mujer. Nunca habían tenido hijos. Se pusieron a pensar en que habían alcanzado una edad muy avanzada, que pronto les llegaría la hora de morir y el Señor no les había dado un heredero. Entonces rogaron a Dios pidiéndole una criatura que honrase su memoria. El viejo hizo voto de que, si su mujer le daba una criatura, tomaría como compadre a la primera persona con quien se encontrara.
Al cabo de algún tiempo se quedó preñada la vieja y trajo al mundo un varón. Muy contento, el viejo se vistió y salió en busca de un compadre como padrino de su hijo. Nada más trasponer el portón, vio llegar una carroza tirada por cuatro caballos. En la carroza iba el zar de aquel país.
Como el viejo no conocía al zar, pensó que se trataría de algún noble señor y se detuvo, saludándole respetuosamente.
-¿Qué deseas, buen viejo? -preguntó el zar.
-Quisiera pedirte, señoría, y dicho sea sin deseo de ofender, que apadrinaras a mi hijo recién nacido.
-¿Acaso no conoces a nadie en la aldea?
-Sí que tengo muchos conocidos y amigos, pero ninguno puede ser mi compadre, pues he hecho voto de pedírselo al primero que encontrara.
-Bien está -replicó el zar-. Aquí tienes cien rublos para el bautizo. Mañana estaré aquí.
Al día siguiente llegó, en efecto, a casa del viejo. Llamaron al pope[1], bautizaron al niño y le pusieron Iván. En seguida empezó Iván a crecer a ojos vistas como la masa de trigo candeal con buena levadura. Y cada mes el zar le enviaba por correo cien rublos.
Transcurrieron diez años, Iván se hizo muy grande y notó una fuerza tremenda dentro de sí.
También por entonces recordó el zar que en algún sitio tenía un ahijado, aunque no sabía cómo era. Sintió el deseo de verle personalmente, y al instante ordenó que Iván, hijo de aquel campesino, compareciese sin pérdida de tiempo ante su serena mirada.
El padre lo dispuso todo para su viaje. Sacó dinero y le dijo:
-Toma cien rublos, ve a la ciudad y cómprate un caballo, pues el camino es largo y no llegarías a pie.
Iván partió para la ciudad, y por el camino se encontró con un hombre muy viejo.
-Hola, Iván, hijo de un campesino. ¿Hacia dónde vas?
-Voy a la ciudad, abuelo -contestó el apuesto mancebo-, para comprarme un caballo.
-Si quieres ser feliz, atiende lo que voy a decirte. Cuando llegues al mercado de las caballerías, verás a un hombrecillo que vende un caballo muy flaco y canijo. Elige precisamente ése y, por mucho que te pida su amo, págaselo sin regatear. Después llévalo a tu casa, condúcelo a pastar doce tardes y doce mañanas a los prados verdes cuando los baña el rocío..., y entonces verás.
Iván agradeció su consejo al anciano y continuó hacia la ciudad. En el mercado de caballerías vio a un hombrecillo con un caballo muy flaco y canijo.
-¿Vendes el caballo?
-Sí.
-¿Cuánto pides por él?
-Cien rublos sin regatear.
Iván, hijo de un campesino, sacó cien rublos, se los entregó al hombrecillo y volvió a su casa con el caballo.
-Eso es tirar el dinero -dijo el padre con ademán de fastidio.
-Aguarda un poco, padre. ¿Y si tengo la suerte de que se ponga rollizo?
Iván comenzó a llevar a su caballo todas las mañanas y todas las tardes a pastar a los prados verdes. Transcurridos así doce crepúsculos matutinos y doce crepúsculos vespertinos, su caballo se hizo tan fuerte, recio y hermoso, que no es para dicho, sino para contado como algo maravilloso. Además, era tan listo que, apenas le pasaba a Iván una idea por el pensamiento, ya la había adivinado él.
Iván, hijo de un campesino, se compró entonces unos arneses dignos de un bogatir[2], montó en su magnífico corcel, se despidió de sus padres y fue a la capital a presentarse ante el zar, su soberano.
Después de cabalgar, no sé si poco o mucho, si despacio o aprisa, se encontró ante el palacio real. Echó pie a tierra, ató su recio caballo a la anilla de un poste de roble y mandó que se informara al zar de su llegada. El zar dio orden de que se le franqueara el paso, sin el menor obstáculo, hasta los salones. Iván penetró en los reales aposentos, oró ante los santos iconos, hizo una reverencia y le dijo al zar:
-Salud tenga vuestra Majestad.
-Hola, ahijado -contestó el zar.
Luego le hizo sentar a la mesa y, mientras le agasajaba con toda clase de bebidas y manjares, le contemplaba admirándose de encon-trarle hecho ya todo un mozo de facciones atractivas, despierta inteligencia y estatura aventajada. Además, nadie le habría echado diez años, sino veinte, y bien cumplidos.
«A juzgar por las apariencias -decíase el zar-, Dios me ha dado en este ahijado un recio bogatir y no un simple guerrero.»
En vista de lo cual, le confirió un grado de oficial y le destinó a servir cerca de su persona.
Iván, hijo de un campesino, inició su servicio con todo celo: no rehuía ningún esfuerzo, defendía la verdad con alma y vida... Por todo ello, el zar llegó a cobrarle más afecto que a cualquiera de sus generales y sus ministros, y en ninguno de estos confiaba tanto como en su ahijado. Por eso mismo, los generales y los ministros le tomaron ojeriza a Iván y se concertaron para denigrarle ante el propio soberano. Pronto se presentó la ocasión. Habiendo invitado el zar a todos los nobles y los cortesanos a un almuerzo, les preguntó cuando estuvieron sentados a la mesa:
-Quisiera saber, señores generales y ministros, lo que pensáis de mi ahijado.
-Sería difícil emitir un juicio, majestad, pues no hemos visto en él nada malo, pero tampoco nada bueno. Lo grave es su gran jactancia. Por ejemplo, le hemos oído decir infinidad de veces que en cierto reino, allá en los confines de la tierra, hay un gran palacio de mármol rodeado de una muralla muy alta que nadie puede trasponer, ni a pie ni a caballo. En él vive la princesa Nastasia la Bella. Nadie puede llegar hasta ella. Pues bien: Iván se jacta de que conseguirá penetrar en el palacio y desposar a la princesa.
El zar escuchó aquellas palabras y luego mandó llamar a su ahijado para decirle:
-¿Por qué te jactas ante los generales y los ministros de llegar hasta la princesa Nastasia y no me dices nada a mí?
-¡Por Dios, majestad! -protestó Iván, hijo de un campesino-. A mí no se me ha ocurrido eso ni en sueños...
-Ya es tarde para echarse atrás. Aquí el que presume de algo debe demostrar que es capaz de hacerlo. Si no, tengo una espada a siniestra que te quitará la testa.
Muy triste y con la cabeza gacha entre los recios hombros, Iván caminó hasta donde estaba su buen caballo. Y el caballo le habló con palabra humana.
-¿Cuáles son tus pesares, mi amo -le preguntó, y por qué no te sinceras conmigo?
-Es verdad, caballo mío, que no tengo ninguna razón para estar contento. Mis superiores me han denigrado ante el zar diciendo que yo me jacto de penetrar en el palacio de la bella princesa Nastasia y desposarla. Conque el zar me ha ordenado que así lo cumpla o me cortará la cabeza.
-No te preocupes, mi amo. Haz tus oraciones y acuéstate a dormir, que la noche es buena consejera. Haremos lo que te manda el zar, pero tú pídele dinero en cantidad para que lo pasemos bien por el camino y tengamos de sobra para comer y beber a nuestro antojo.
Iván durmió aquella noche y, cuando se levantó por la mañana, fue a ver al zar y le pidió dinero para el viaje. El zar ordenó que le diesen cuanto necesitara. Nuestro bravo muchacho recogió el dinero, montó en su caballo después de ensillarlo con pesados arneses y se puso en camino.
Así cabalgó, no sé si poco o mucho, no sé si rápido o lento, hasta llegar a los confines de la tierra, al más lejano de los reinos, y allí se detuvo frente a un palacio de mármol. Lo rodeaban altas murallas donde no se veían puertas ni postigos. ¿De qué modo se podrían trasponer?
-Aguardemos a que sea de noche -le dijo el caballo a Iván-. En cuanto oscurezca me convertiré en águila de alas grises y pasaré contigo por encima de la muralla. La bella princesa estará dormida en su blando lecho. Tú debes entrar en su alcoba, tomarla en brazos con mucho cuidado y llevártela audazmente.
Conque aguardaron a que cayera la noche. El caballo pegó entonces contra la tierra húmeda, convirtiéndose en águila de alas grises, y dijo:
-Ha llegado el momento de poner manos a la obra. ¡Cuidado, no falles!
Iván, hijo de un campesino, se montó en el águila, que, volando muy alto, pasó por encima de la muralla y dejó a Iván en el centro de un amplio patio.
El apuesto mancebo penetró en los aposentos, que encontró silenciosos, con todos los servidores profundamente dormidos. En una alcoba vio a la bella princesa Nastasia acostada. Durante el sueño había desplazado las finas sábanas y el cobertor de martas cebellinas. Admirado el apuesto mancebo ante su belleza indescrip-tible y su blanco cuerpo, ciego de ardiente amor, no pudo resistir a la tentación de besar los dulces labios de la princesa. La hermosa doncella despertó sobresaltada y se puso a dar gritos. Acudieron sus fieles servidores y cayeron sobre Iván, hijo de un campesino, atándole de .pies y manos. La princesa ordenó que fuese encerrado en una mazmorra, sin más alimento que un vaso de agua y una libra de pan de centeno al día.
«Parece que aquí reposará para siempre mi inquieta cabeza», pensaba tristemente Iván en su prisión inexpugnable.
Pero su buen caballo pegó contra el suelo y, convertido en pajarillo, penetró por el cristal roto del ventanuco y le dijo:
-Escucha, mi amo: mañana haré saltar esta puerta y te liberaré. Tú te escondes detrás de tal arbusto. La bella princesa Nastasia irá a pasear por allí y yo le pediré limosna convertido en un pobrecito anciano. Actúa entonces con decisión, o lo pasaremos mal.
El pajarillo escapó por el cristal roto, dejando a Iván más ani-mado.
Al día siguiente, el recio caballo arremetió contra la puerta de la prisión y la echó abajo con sus cascos. Iván, hijo de un campesino, escapó hacia el jardín y se ocultó detrás de un arbusto verde. Cuando la bella princesa llegó justamente hasta allí paseando, se le acercó un pobre viejecito que se, inclinó delante de ella llorando y le pidió una santa limosna. Mientras la hermosa doncella buscaba su escarcela, Iván, hijo de un campesino, surgió de detrás del arbusto y la tomó en sus brazos, tapándole la boca de manera que no podía exhalar ni el menor grito.
El anciano se transformó al instante en águila de alas grises, voló muy alto con la princesa y el apuesto mancebo, pasó por encima de la muralla y se posó en el suelo, donde recobró su forma de recio corcel. Iván, hijo de un campesino, montó a caballo y, acomodando a la princesa Nastasia en la misma silla, le preguntó:
-¿También piensas ahora encerrarme en una oscura prisión, bella princesa?
-El destino parece haber dispuesto que sea tuya -contestó ella-. Puedes hacer de mí lo que quieras.
Recorriendo así su camino -ignoro si largo o corto, ignoro si pronto o no, llegaron hasta una vasta pradera verde donde dos gigantes estaban dándose de puñetazos. Tanto se habían atizado, que los dos estaban sangrando, pero ninguno podía con el otro. A su lado, sobre la hierba, yacían un escobón y un cayado.
-¿Por qué os pegáis así, muchachos? -preguntó Iván.
-Somos hermanos -contestaron los gigantes, dejando de pegarse. Nuestro padre ha muerto y todos los bienes que nos ha dejado son este escobón y este cayado. Hemos regañado al hacer la partición porque cada uno quiere quedarse con las dos cosas. Conque hemos decidido pelearnos a vida o muerte, y el que sobreviva se quedará con todo.
-¿Y lleváis mucho tiempo así?
-Pues hace ya tres años que peleamos sin conseguir nada.
-Parece mentira que peleéis a vida o muerte por un escobón y un cayado. ¡Ni que se tratara de algún tesoro!
-No juzgues de lo que ignoras, hermano. Con este escobón y este cayado puede uno vencer a todas las fuerzas que se le pongan por delante. Por muchas tropas que emplace el enemigo, no hay más que salir audazmente contra ellas porque, cada vez que se lo enarbola, el escobón abre un camino en ellas, lo mismo en una dirección que en otra. Y también el cayado es muy útil, porque puede uno hacer prisioneros a todos los soldados que toca.
«Pues sí que tienen su mérito las dos cosas -pensó Iván. Creo que tampoco me vendrían mal a mí.» Y dijo en voz alta:
-Si queréis, haré yo la partición por igual.
-Ten la bondad, hombre...
Iván, hijo de un campesino, se apeó de su recio caballo, tomó un puñado de arenilla, se internó con los gigantes en un bosque y allí arrojó la arena a los cuatro vientos.
-Ahora recoged la arena -les dijo, y para el que más recoja serán el cayado y el escobón.
Mientras ellos se lanzaban a recoger la arena, Iván agarró el cayado y el escobón, montó en su caballo, y ¡adiós, muy buenas!
Así cabalgando, no sé si mucho tiempo o no, llegó al país de donde había partido y vio que su padrino se hallaba en un gran apuro: todo el reino había sido invadido y un ejército incalculable asediaba la capital, amenazando con prenderle fuego a todo y darle al propio zar una muerte espantosa.
Iván, hijo de un campesino, dejó a la princesa en un bosquecillo próximo y se lanzó contra las tropas enemigas, abriendo brechas en ellas, en una dirección o en otra, cada vez que enarbolaba el escobón. En nada de tiempo, los enemigos cayeron a cientos, a miles... En cuanto a los que quedaron con vida, los rozó con el cayado y los hizo entrar prisioneros en la ciudad.
El zar acogió con gran júbilo a Iván, ordenó que redoblaran los tambores y sonaran las trompetas, le concedió el grado de general y le recompensó con una fortuna. Entonces se acordó Iván de la bella princesa Nastasia y, con la venia del soberano, fue a buscarla para traerla al palacio. El zar elogió el gran arrojo de Iván y ordenó que le construyeran una casa y se hicieran los preparativos para la boda.
Iván, hijo de un campesino, se casó con la bella princesa y, después de la boda, que se celebró con un gran banquete, vivió feliz y en la opulencia. Ahora que el cuento ha terminado, me daréis unas rosquillas de regalo.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)



[1] Pope: Sacerdote de la religión ortodoxa rusa.
[2] Bogatir: Hombre recio, bien plantado, valiente, y de fuerza extraordinaria.

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