En cierto
reino, en cierto país, vivía un mercader viudo en compañía de un hijo, una
hija y un hermano... Una vez que se disponía a partir hacia tierras lejanas con
su hijo para comprar toda clase de mercancías, llamó a su hermano y le habló
así:
-Querido
hermano, a tu cuidado dejo mi casa entera y mi hacienda y te ruego muy
encarecidamente que atiendas a la educación de mi hija, con severidad y sin
consentirle ningún capricho.
Y se puso
en camino después de despedirse de su hermano y de su hija.
La hija
del mercader era ya una moza, tan bella que habría sido imposible encontrar
otra igual ni aun recorriendo el mundo entero. Precisamente esa hermosura
inspiró al tío de la muchacha una idea pecadora que no le daba sosiego ni de
día ni de noche.
-Si no
pecas conmigo -acosaba a la muchacha-, despídete de la vida: te mataré aunque
sea mi perdición.
Un día
que fue la muchacha al baño, su tío la siguió; pero, en cuanto traspuso la
puerta, ella le empapó de pies a cabeza con una palangana de agua hirviendo.
Tres semanas hubo de pasarse en la cama y, cuando al fin se repuso mal que
bien, un odio feroz había hecho presa en su corazón. Obsesionado por la idea de
vengarse, le escribió a su hermano una carta diciéndole que su hija se había
descarriado, que rodaba de casa en casa, se pasaba las noches fuera y no le
obedecía a él...
El
mercader se puso furioso al recibir aquella carta y le habló así a su hijo:
-Mira: tu
hermana ha deshonrado nuestra casa. No quiero perdonarla. Vuelve tú
inmediatamente, despedaza a la malvada en trocitos pequeños y tráeme su corazón
en la punta de ese mismo cuchillo. ¡Para que las personas decentes no se burlen
de nuestro linaje!
El hijo
agarró un cuchillo afilado y volvió a su tierra. Una vez en su ciudad, empezó a
indagar entre unos y otros, con sigilo y sin descubrirse, la vida que llevaba
fulanita de tal, hija de un mercader. Y sólo escuchó alabanzas sobre su bondad,
su decencia, su piedad y su obediencia para con las buenas gentes. Cuando tuvo
todos esos informes fue a ver a la hermana, que se llevó una gran alegría y
corrió a él, abrazándole y besándole.
-¡Hermano
mío querido! ¡Alabado sea Dios! ¿Cómo se encuentra nuestro amado bátiushka?
-No te
alegres tanto, querida hermanita, porque mi visita es de mal agüero. Traigo
orden de nuestro padre de despedazarte en trocitos pequeños, arrancarte él
corazón y llevárselo en la punta de este cuchillo.
-¡Virgen
Santísima! -exclamó la hermana llorando. ¿A qué viene esa desgracia?
-Ahora lo
sabrás -contestó el hermano, y le habló de la carta de su tío.
-¡Yo no
tengo ninguna culpa, hermano!
El hijo
del mercader escuchó lo que le contó su hermana y luego dijo:
-No
llores. Ya sé que no eres culpable y, aunque nuestro padre me ha ordenado que
no acepte ninguna disculpa, no te mataré. Lo mejor será que recojas algunas
prendas, salgas de esta casa y busques refugio donde puedas. Dios no te
abandonará.
Sin
pensárselo más, la hija del mercader reunió algunas prendas, se despidió del
hermano y salió de aquella casa sin saber adónde iría. El hermano mató entonces
a un perro vagabundo, le arrancó el corazón y se lo llevó a su padre en la
punta del cuchillo. Al entregárselo dijo:
-Padre:
siguiendo tu mandato he matado a mi hermana.
-No quiero
saber nada de ella. Una perra no merece otra muerte -replicó el padre.
La linda
muchacha anduvo al azar -no sé si poco o mucho- hasta penetrar en un bosque tan
frondoso y oscuro que los altos árboles apenas dejaban ver el cielo. Caminando
por aquel bosque fue a parar a un calvero donde se alzaba un palacio blanco
rodeado por una verja verde.
-¿Y si
entrara en este palacio? -se dijo la muchacha. Quizá no me pase nada, porque
también tiene que haber gente buena en el mundo...
Entró,
pues, en los aposentos y no encontró ni alma viviente. Iba a marcharse ya
cuando llegaron de pronto al galope dos recios bogatires que entraron en el
palacio y, al ver a la muchacha, la saludaron:
-¡Hola,
bonita!
-¡Hola,
honorables paladines!
-Mira -le
dijo uno de los bogatires al otro: nos quejábamos de que no teníamos a nadie
para gobernar nuestra casa, y Dios nos manda a una hermanita.
Dejaron
los bogatires que la hija del mercader se quedase a vivir en el palacio, la
reconocieron por hermana suya y, entregándole las llaves, pusieron en sus manos
el gobierno de toda su hacienda. Luego desen-vainaron sus afilados sables y,
apoyando cada uno la punta del suyo en el pecho del otro, pronunciaron estas
palabras:
-Si uno
de nosotros se atreve a ofender a nuestra hermana, este sable le dará muerte
sin compasión.
De esta
manera se quedó a vivir la linda muchacha en casa de los dos bogatires.
Mientras, el padre hizo sus compras en otros países, volvió a su tierra y, al
cabo de algún tiempo, tomó esposa por segunda vez.
La mujer
con quien se casó era muy bella y poseía un espejito mágico que, con sólo
mirarse en él, permitía ver lo que ocurría en cualquier parte.
Un día
que los bogatires iban a salir de caza, le recomendaron a su hermanita:
-No abras
a nadie hasta que volvamos.
Precisamente
por entonces se le ocurrió a la mujer del mercader mirarse en el espejito y
decir mientras contemplaba su belleza:
-No hay
nadie más hermosa que yo.
A lo que
el espejito replicó:
-Eres
hermosa, es verdad. Pero más hermosa todavía es tu hijastra, la que vive en el
palacio de los dos bogatires en el bosque.
Disgustada
por aquellas palabras, la madrastra llamó inmediatamente a una malvada vieja
que conocía y le ordenó:
-Toma
este anillo y ve al palacio blanco que hay en medio del bosque oscuro. En ese
palacio vive mi hijastra. Salúdala y entrégale este anillo, diciéndole que se
lo envía su hermano.
La vieja
tomó el anillo y fue adonde le habían mandado. La linda muchacha la vio cuando
llegó al blanco palacio y corrió a su encuentro, deseosa de saber lo que pasaba
por su tierra.
-¡Hola,
abuelita! ¿Cómo te ha traído Dios hasta aquí? ¿Están todos buenos en casa?
-Están
buenos, sí. Precisamente me ha mandado tu hermano a saber cómo te encuentras tú
y a traerte este anillo. Mira qué bonito es...
La
muchacha se llevó una alegría tan grande que no se podría ni contar. Hizo pasar
a la vieja a los aposentos, la agasajó con los manjares y las bebidas mejores
que tenía y le rogó que transmitiera a su hermano sus recuerdos más cariñosos.
Al cabo de una hora aproximadamente se marchó la vieja renqueando. La muchacha
se quedó un rato admirando el anillo, hasta que se le ocurrió probárselo: nada
más ponérselo en el dedo; cayó al suelo sin vida.
Regresaron
los dos bogatires y, al entrar en los aposentos, se extrañaron de que su
hermanita no acudiera a recibirlos. Penetraron en su habitación, y allí la
encontraron muerta. ¡Qué pena tan grande la de los bogatires! La muerte se
había llevado, de pronto, lo más hermoso que tenían...
-Vamos a
amortajarla con un traje nuevo antes de depositarla en el ataúd -dijeron.
Iban a
amortajarla ya cuando uno descubrió el anillo que tenía puesto.
-¿Vamos a
enterrarla con este anillo? -se preguntó-. Mejor será que se lo quite y me lo
quede de recuerdo.
No hizo
más que quitarle el anillo cuando la linda muchacha abrió los ojos, exhaló un
suspiro y volvió a la vida.
-¿Qué te
ha ocurrido, hermanita? ¿Ha venido alguien a verte? -preguntaron los bogatires.
-Efectiva
mente. Ha venido una vieja que yo conocía de mi tierra y me ha traído un
anillo.
-¡Pero
qué desobediente eres! ¿No te hemos dicho que no dejes entrar a nadie en
nuestra ausencia? No vuelvas a hacerlo nunca más.
Al cabo
de algún tiempo se miró en su espejito la mujer del mercader y se enteró de que
su hijastra seguía viva y tan hermosa. Llamó otra vez a la vieja, le dio una
cinta y le dijo:
-Ve al
palacio blanco donde vive mi hijastra y dale esta cinta de regalo. Dile que se
la manda su hermano.
De nuevo
llegó la vieja donde estaba la linda muchacha, le contó un montón de historias
y le dio la cinta. La linda muchacha se alegró mucho, se ató la cinta al cuello
y al instante cayó muerta sobre su lecho.
Volvieron
los bogatires de caza, encontraron a su hermanita muerta, quisieron amortajarla
con ropas nuevas y, nada más desatarle la cinta del cuello, ella abrió los
ojos, exhaló un suspiro y recobró la vida.
-¿Qué te
ha ocurrido, hermanita? ¿Ha vuelto esa vieja?
-Sí. Ha venido una vieja que yo
conocía de mi tierra y me ha traído una cinta.
-¿Pero
cómo eres así? ¿No te hemos dicho que no dejes entrar a nadie en nuestra
ausencia?
-Perdonadme,
queridos hermanos. No he podido resistir a la tentación de tener noticias de
casa...
Pasaron
unos días, se miró otra vez al espejito la mujer del mercader, y de nuevo
descubrió que estaba viva su hijastra. Llamó a la vieja:
-Toma
este cabello -le dijo. Ve donde está mi hijastrá y arréglatelas para que se
muera.
La vieja
aprovechó un momento en que los bogatires habían salido de caza para acercarse
al palacio blanco. La linda muchacha la vio desde su ventana y no pudo resistir
a la tentación de salirle al encuentro.
-Hola,
abuelita. Dios te guarde.
-Hasta
ahora me conserva la salud, preciosa. Andando por el mundo he llegado hasta
aquí a ver cómo estás.
La linda
muchacha la hizo pasar a su aposento, la agasajó con toda clase de manjares,y
bebidas, le preguntó por sus familiares, le dio recuerdos para su hermano...
-Está
bien. Se los daré sin falta. Ahora que lo pienso: tú no tendrás aquí a nadie
que te asee la cabeza. Ven que te rebusque yo.
-Sí,
abuela. Gracias.
La vieja
se puso a rebuscarle en la cabeza y aprovechó para trenzarle en su propio pelo
el cabello mágico. Y en el mismo instante en que lo trenzó quedó muerta la
linda muchacha. La vieja sonrió malignamente y se apresuró a marcharse antes de
que la descubriera ni la viera nadie allí.
Llegaron
los bogatires, entraron en el aposento y se encontraron muerta a su hermana.
Estuvieron mucho tiempo buscando si no habría alguna prenda ajena en su tocado,
pero no encontraron nada. Entonces hicieron un féretro de cristal, tan lindo
que nadie podría imaginárselo más que en sueños, ataviaron a la hija del
mercader con un vestido resplandeciente, como el de una novia que va a casarse,
y la depositaron en el féretro de cristal. Llevaron el féretro al centro de un
gran salón, levantaron encima un baldaquín de terciopelo rojo con borlas de
brillantes y flecos de oro y colgaron doce lámparas en doce columnas de
cristal. Los bogatires lloraron luego amargamente, embargados de tremendo
dolor.
-¿Para
qué vamos a seguir en este mundo? -se dijeron. Mejor será que nos quitemos la
vida.
Se
abrazaron, se despidieron el uno del otro, salieron a un balcón muy alto y,
agarrados de las manos, se lanzaron al vacío. Pegaron contra unos riscos agudos
y así dejaron de existir.
Transcurrieron
muchos años hasta que un zarévich, yendo de caza, penetró en aquel bosque
frondoso. Soltó a los perros en distintas direcciones, se apartó de su séquito
y avanzó él solo por un sendero casi borrado. Al cabo de un rato desembocó en
un calvero donde se alzaba un palacio blanco El zarévich echó pie a tierra,
subió por la escalinata, y cómenzó a recorrer los aposentos. Los encontró
ricamente amueblados, pero sin el calor que presta a las cosas la mano humana:
todo se veía desaseado y abandonado desde hacía mucho tiempa. En uno de los
salones encontró un féretro de cristal y, dentro del féretro,una doncella
muerta, pero de belleza sin igual, con las mejillas sonrosadas y los labios
sonrientes lo mismo que si estuviera dormida.
Se
aproximó el zarévich, contempló a la doncella y allí se quedó como si le
retuviera una fuerza invisible. Desde por la mañana hasta por la noche
permaneció en el mismo sitio, con el corazón palpitante, sin poder apartar la
mirada, bajo el hechizo de aquella belleza maravillosa, inaudita, imposible de
igualar en el mundo entero.
Mientras
tanto, los cazadores de su séquito andaban buscándole hacía ya mucho tiempo:
dieron batidas por el bosque, hicieron sonar los cuernos de caza, le llamaron a
voces... Pero el zarévich continuaba junto al féretro de cristal sin oír nada.
Sólo se recobró viendo que se espesaban las tinieblas después de ponerse el
sol. Entonces le dio un beso a la doncella dormida y se marchó.
-¡Alteza!
-exclamaron los cazadores. Estábamos inquietos sin saber dónde os hallabais.
-Me hábía
extraviado persiguiendo a un animal.
Al día
siguiente, apenas amaneció, se dispuso el zarévich a salir de caza. Penetró al
galope en el bosque, se apartó de su séquito y llegó, por el miso sendero, al
palacio blanco. De nuevo se pasó el día entero junto al féretro de cristal sin
apartar los ojos de la hermosa doncella muerta y no regresó a su casa hasta muy
entrada la noche.
Lo mismo
sucedió al tercer día, al cuarto... y así una semana entera.
-¿Qué le
habrá ocurrido a nuestro zarévich? -se preguntaban los señores que cazaban con
él. Debemos estar al tanto y cuidar de que no le pase nada.
Conque el
zarévich salió de caza, soltó a los perros por el bosque, se alejó de su
séquito y se encaminó hacia el palacio blanco. Los demás cazadores le siguieron
inmediatamente, llegaron al calvero del bosque, entraron en el palacio, en uno
de cuyos salones vieron el féretro de cristal con la doncella muerta y al
zarévich a su lado.
-¡Con
razón os habéis pasado una semana entera rondando por el bosque, alteza!
Tampoco nosotros podremos ahora movernos de aquí hasta la noche.
Rodearon
el féretro de cristal y, maravillados por la belleza de la doncella, estuvieron
contemplándola, sin moverse, desde por la mañana hasta por la noche. Cuando
oscureció totalmente, les dijo el zarévich a los señores de su séquito:
-Hacedme
un gran favor, hermanos: tomad el féretro con esta doncella muerta y llevadlo a
mi dormitorio; pero con sigilo y en secreto, para que nadie se entere. Sabré
recompensaros con oro como nadie os recompen-saría.
-Podéis
recompensarnos si tal es vuestro deseo, pero también sin recompensa estamos
dispuestos a serviros.
Con estas
palabras, los cazadores levantaron en andas el féretro de cristal, lo
acomodaron sobre unos caballos y lo condujeron al palacio del zar,
depositándolo en el dormitorio del zaréuich.
Desde
aquel día dejó de interesarse el zarévich por la caza. No salía de palacio y
permanecía en sus aposentos contemplando a la bella muchacha.
-¿Qué le
sucederá a nuestro hijo? -se preguntaba la zarina. Lleva no sé cuánto tiempo
metido en palacio, sin salir de sus aposentos ni dejar que entre nadie. ¿A qué
se deberá esa melancolía? ¿Estará enfermo? Iré a verle.
Entró la
zarina en los aposentos de su hijo y vio el féretro de cristal. Enterada de
todo lo ocurrido, ordenó inmediatamente que la doncella fuera sepultada con el
debido ceremonial en la tierra húmeda, nuestra madre.
El
zarévich salió al jardín sollozando, cortó las flores más bellas que encontró y
las llevó a su cuarto para adornar los cabellos de la bella muerta. Pero,
cuando se puso a peinar su trenza dorada, el cabello mágico se desprendió. La
linda doncella abrió los ojos, exhaló un suspiro y se incorporó en el féretro
de cristal diciendo:
-¡Cuánto
tiempo he dormido!
Loco de
alegría, el zarévich la tomó de la mano para conducirla delante de sus padres.
-Amado
bátiushka, querida mátushka: esto ha sido un don del Señor y yo no podría vivir
ni un minuto sin ella. Os ruego que me permitáis tomarla por esposa.
-Está
bien, hijo. Nosotros no nos opondremos a los designios de Dios. Además, quizá
no haya una belleza igual en el mundo entero.
Como los
zares no encuentran impedimentos para esas cosas, el mismo día se celebró la
boda, seguida de un gran banquete.
Casado
con la hija del mercader, el zarévich vivía en el séptimo cielo. Al cabo de
cierto tiempo quiso la recién casada ir a su tierra y visitar a su padre y a su
hermano. Al zarévich le agradó la idea y fue a pedirle venia a su padre.
-Está
bien -dijo el zar-. Marchaos cuando queráis, queridos hijos. Pero tú, zarévich,
irás por tierra dando un rodeo y aprovecharás la ocasión para recorrer todos
nuestros feudos y observar si reina el orden en ellos. En cuanto a tu esposa,
irá en barco por el camino más corto.
Se
preparó un barco para la travesía, se compuso la tripulación y se nombró a un
general para mandarla. La zarevna subió al barco, que se hizo a la mar,
mientras el zaréuich partía por tierra.
Viendo a
la zarevna tan hermosa, el general en jefe se prendó de su belleza y empezó a
enamorarla. «¿Por qué he de temer nada? -pensó-. Ahora está entre mis manos y
puedo hacer lo que quiera.»
-Dame tu
amor -le dijo a la zarevna- o te arrojaré al mar.
La
zarevna le volvió la espalda, sin contestarle, anegada en lágrimas. Pero un
marinérito que había escuchado la amenaza del general en jefe se acercó a ella
por la noche con estas palabras:
-No
llores, zarevna. Vamos a cambiar nuestras ropas y tú sube a cubierta mientras
yo me quedo en el camarote. De esta manera, el general me arrojará al mar a mí,
pero no me importa. Ya me las arreglaré para llegar a nado hasta tierra ahora
que no está lejos.
Así lo
hicieron, y la zarevna subió a cubierta vestida con la ropa del marinero
mientras éste se acostaba en su cama. Por la noche penetró el general en jefe
en el camarote, agarró al marinero y lo arrojó al mar. El marinero se puso a
nadar y llegó a tierra por la mañana.
Cuando el
barco atracó, la zarevna se mezcló con los marineros que descendían a tierra.
Corrió al mercado, se compró la ropa adecuada y, vestida de pinche, se puso a
servir en casa de su padre.
Poco
después llegó el zaréuich a casa del mercader.
-Salud te
deseo, bátiushka. Has de saber que soy tu yerno, pues me he casado con tu hija.
¿Pero dónde está ella? ¿Acaso no ha llegado aún?
Entonces
se presentó el general en jefe a informar:
-Alteza,
ha sucedido una desgracia. Estaba la zarevna en cubierta cuando estalló una
tempestad, el barco empezó a cabecear, a ella le dio un mareo y, antes de que
pudiéramos impedirlo, cayó al mar y se ahogó.
El
zarévich se llevó un gran disgusto y lloró amargamente, pero no era posible
sacarla del fondo del mar. Sería ése su destino... De modo que pasó unos días
en casa de su suegro y luego ordenó a su séquito que se pre-parase para el
regreso.
El
mercader dio un gran banquete de despedida. Acudieron otros mercaderes,
boyardos y todos los familiares. Entre ellos estaban el hermano del mercader,
la vieja malvada y el general en jefe.
Los
invitados comieron, bebieron y se solazaron hasta que dijo uno de ellos:
-Honorables
caballeros: no hacemos más que beber, y eso no conduce a nada bueno. Mejor será
que nos pongamos a contar cuentos.
-¡Muy
bien, muy bien! -gritaron desde todas partes. ¿Quién empieza?
Entonces
resultó que uno no sabía, que el otro no tenía gracia, que al tercero se le
había ido la memoria con el vino... ¿Qué hacer? Un dependiente del mercader
encontró la solución:
-Tenemos
en la cocina -dijo- un pinche nuevo que ha recorrido muchas tierras extrañas,
ha visto cosas sorprendentes y es un verdadero artista en eso de contar
cuentos.
El
mercader hizo que compareciese el pinche.
-Quiero
que distraigas a mis invitados -de dijo.
-Y qué
debo contar: ¿un cuento o un suceso real? -preguntó la zarevna-pinche.
-Un hecho
real.
-Vaya por
un hecho real. Pero con una condición: al que me interrumpa le pegaré con la
espumadera en la frente.
Todos
dijeron que estaban de acuerdo, y la zarevna comenzó a referir cuanto le había
sucedido a ella.
-Un
mercader que tenía una hija emprendió un viaje al otro lado de los mares y le
encomendó a su propio hermano que cuidara de la muchacha. Pero, seducido por la
belleza de su sobrina, el tío no la dejaba ni un minuto tranquila...
Dándose
cuenta de que se refería a él, interrumpió el tío:
-¡Eso no
es cierto, caballeros!
-¡Ah!
Conque no es cierto, ¿eh? Pues toma un espumaderazo en la frente.
Siguió el
relato, tratando de la madrastra y del espejito mágico al que hacía preguntas,
tratando también de la malvada vieja que se presentó varias veces en el palacio
blanco de los bogatires...
-¡Valiente
tontería! -gritaron a una la vieja y la madrastra. Eso no puede ser.
La
zarevna les pegó en la frente con la espumadera y siguió contando cómo había
estado acostada en el féretro de cristal, cómo la descubrió el zarévich, le
devolvió la vida y la hizo su esposa y cómo había partido ella a visitar a su
padre.
El
general barruntó que las cosas se ponían feas para él y rogó al zarévich:
-Permitidme
que me retire: tengo un fuerte dolor de cabeza. -No será nada. Espera un poco.
Pasó la
zarevna a contar lo que había hecho el general, y tampoco él pudo reprimirse.
-¡Todo
eso es mentira! -exclamó.
La
zarevna le pegó con la espumadera en la frente y, despojándose de las ropas de
pinche, se volvió hacia el zarévich.
-Yo no soy un pinche, sino tu esposa.
El
zarévich se llevó una gran alegría y el mercader también. Corrieron a
abrazarla, a besarla y luego formaron un tribunal. A la vieja malvada y al tío
de la zarevna los fusilaron a la puerta de la ciudad. La madrastra hechicera
fue atada a la cola de un potro que echó a galopar por los campos esparciendo
sus huesos por los matorrales y los barrancos. Al general lo deportó el
zarévich y designó en su lugar al marinero que salvó a la zarevna.
Desde
entonces, el zarévich, su esposa y el mercader vivieron largos años felices.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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