A cada salto de
la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a
muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso
es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por
entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír
y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto,
como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que
presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo
con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas
hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del
ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas
del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus
castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja
arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso
beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social
determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro
cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No
comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por
qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado.
No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora...!
Cinco mujeres
iban en la carreta: dos hermanas solteronas, viejísimas, las que mayor
resignación demostraban en el trance; una dama como de treinta años, esposa de
un guerrillero, separada de él desde el mismo día de sus bodas, que no le había
visto nunca más porque no podía sufrirle, y pagaba ahora el delito de llevar
tal nombre; una viuda, la condesa de L'Hermine, y su hija Ivona,
criatura de dieciocho años, de primaveral frescura y perfecta belleza. Bajo el
gorrillo o cofia de blancos vuelos, el pelo suelto y rubio de la niña se escapaba
formando aureola a la cara cubierta de mortal palidez, y en que las pupilas
color de violeta y los cárdenos labios parecían toques de sombra sepulcral. Las
manos, atadas atrás, temblaban, los dientes castañeteaban; doblábase desmayado
el cuerpo.
Sin embargo,
desde la mitad del camino, que era largo por encontrarse la prisión en las
afueras de la ciudad y en el centro de la plaza, Ivona de L'Hermine,
enderezándose, demostró inquietud nerviosa, delatora de una esperanza. Dos
veces el oficial que mandaba la escolta de «azules» a caballo se había acercado
a la carreta y murmurando al oído de Ivona algunas palabras, un cuchicheo. Tiñó
el carmín las mejillas descoloridas de la doncella: no era el rubor de la
modestia, ni el dulce sofoco de la pasión: no eran los sentimientos que en un
alma joven despiertan las expresiones del amoroso rendimiento. Por más que el
oficial fuese mozo y gallardo, Ivona no reparaba en su apuesta figura. Otra
cosa encendía su rostro: la vida, la mágica vida, la vida que no había saboreado
y que iba a perder. Al casi paralizado corazón acudían de nuevo la sangre, y
los ojos de violeta recobraban su luz. ¡No morir!
Instintivamente,
desde que Ivona oyó la primera frase balbuceada por el oficial, trató de
desviar el rostro, evitando el de su madre. Esta, en cambio, clavaba en Ivona
los ojos, fijos, ardientes, interrogadores. Ya a la salida de la cárcel pudo
notar la impresión producida en el oficial por la hermosura de Ivona. La
condesa no tenía ideas políticas; no le importaba Luis XVII martirizado en el
Temple; mal de su grado se veía envuelta por los sucesos; deber la vida a un
republicano no le parecía humillante. Se la debería gustosísima, aceptaría la
de su hija; pero... ¿y la honra?
Por espacio de
largos años, recluida en sus hacienda, lejos del mundo, sólo había atendido la
condesa a educar a Ivona con máximas de honestidad y de recato, cultivándola
entre blancuras de azucena, fortificándola por el ejemplo de la más casta
viudez. La corrupción de la corte espantaba a la condesa, y hasta había
momentos en que recordaba a Luis XV, justificaba la revolución y la consideraba
castigo divino, merecido y necesario. La fe y el culto supersticioso de aquella
mujer no eran la monarquía ni el antiguo régimen, sino la pureza, la religión
del armiño que llevaba en su título nobiliario y en la empresa de su blasón. Y
al observar cómo el oficial devoraba con la mirada a Ivona, al ver que
deslizaba en su oído palabras que la reanimaban instantáneamente, pensó para
sí: «Quiere salvarla. ¿A ella sola? ¿A qué precio?».
Increíble parece
que una idea triunfe del horror que nos domina, al ver abierta la negra boca
del no ser, las fauces de la eternidad. La condesa, en tan decisivos momentos,
olvidando el miedo, sólo pensaba en Ivona ultrajada, mancillada, llevada por el
oficial a su pabellón como una mujerzuela, después de que la hubiese arrebatado
al patíbulo. Y no cabía duda: la niña aceptaba el trato: quizá su inocencia
ignorase las condiciones; pero lo admitía: era vivir, era evitar el amargo
trance. Mientras la indignación hervía en el alma de la madre, la hija volvía
la cabeza para buscar con sus ojos, antes amortiguados, resplandecientes ahora,
suplicantes, agradecidos, al jefe de la escolta, que le dirigía una sonrisa
tranquilizadora, de inteligencia... Y ya llegaban; todo iba a consumarse; la
carreta empezaba a abrirse paso difícilmente por entre las oleadas de la
multitud que llenaba la plaza, en cuyo centro, siniestra, y rígida silueta, se
alzaba la guillotina, recogiendo un rayo de sol en su cuchilla de acero...
Al detenerse la
carreta, los soldados, atentos a una orden del oficial, hicieron bajar a la
condesa y a Ivona. Quedaron las demás sentenciadas dentro, aguardando su turno:
rezando las viejas, la esposa del guerrillero renegando de su suerte y pidiendo
compasión. La condesa advirtió que la llevaban a ella primero y que su hija
quedaba como rezagada al pie de la escalera, medio perdida ya entre el gentío.
El hielo del espanto, el estremecimiento que la vista del patíbulo había
derramado en sus venas, provocando un sudor frío instantáneo, se convirtieron
en una especie de furor silencioso, de desesperada vergüenza. Ya veía los dedos
del oficial desordenando los rizos rubios de Ivona, y la imagen sensible, la
representación de la afrenta era más cruel y más amarga que la del suplicio.
«No lo conseguirán», decidió con resolución terrible. Acordóse de que por
descuido o transigencia le habían dejado desatadas las manos. Como si quisiese
confortarse el corazón, deslizó la mano por la abertura del su corpiño. Algo
sacó oculto en el hueco de la mano. Y cuando el verdugo se acercó a sostenerla
para que subiese los peldaños de la escalerilla, en rápida confidencia le dijo
no se sabe qué, deslizándole en la diestra un puñado de oro. Se ignorará lo que
dijo..., pero, por los resultados, se adivina.
Sucedió una cosa
que al pronto no acertaron a explicarse los que presenciaban la escena
tristísima, y en aquellos tiempos ya casi indiferente a fuerza de ser habitual.
Y fue que el verdugo, retrocediendo, cogió brutalmente a la señorita de
L'Hermine por el talle, por donde pudo, y en un segundo la empujó a la
escalera, y a empellones la subió a la plataforma. La condesa la ayudaba, se
hacía atrás, impulsaba también a su hija y la arrojaba a los brazos del ejecutor
de la ley. Hízose tan rápidamente la maniobra, y era tal el oleaje del pueblo,
que rugía e insultaba, la confusión en que la escolta se había apelotonado, que
cuando el oficial, atónito, se precipitó, quiso intervenir, Ivona caía en la
báscula, y la media luna se deslizaba mordiendo la garganta torneada, contraída
por el espasmo del terror supremo, que ni gritar permite...
El verdugo
agarró por los mechones largos y rubios la lívida cabeza de la niña, que
destilaba sangre, y la presentó a los espectadores. Y la condesa de L'Hermine,
al acercarse sin resistencia para recibir la misma muerte, pensaba con
satisfacción heroica:
«Blanco y Negro», núm. 509, 1901.
Cuento dramático
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario