Paseaba
Sigüenza por el camino. Veía, hacia la diestra, amontonarse el
pueblo trepando por el pesiascal. Al sur se tiende el paisaje en
vastedad severa que limita la ancha sierra.
Entonces,
atardecía.
No
cantaba una voz en el campo; no salía tampoco del pueblo que
semejaba desierto, en abandono: un brazado de casucas arrancadas a
otra ciudad y vertidas allí como cascote.
Todo
en silencio.
Un
altillo rocalloso, que parecía la espalda de algún monstruo
dormido, se presentó a los ojos de Sigüenza.
Apenaba
la enferma vida de un viñalico agarrado a las peñas. Algunos
pámpanos pajizos y crispados se asomaban a la tierra de abajo, roja,
pingüe, ataviada de pámpanos oscuros, jugosos y opulentos.
Golpes
lentos, isócronos, de hierro contra roca, salían del altillo. Y
Sigüenza vió dos hombres haciendo un barreno.
Despedazaban
la piedra para la carretera que se construía; franja polvorienta que
serpeando por el valle, subiendo el Carrascal, precipitándose por
las otras haldas, se arrastraría entre pueblecitos humildes, tan
bellos ahora en su soledad y apartamiento.
Y
Sigüenza creyó que el paisaje le miraba entristecido, como
quejándose por anticipado de los rumores plebeyos, de las voces
brutales, del chirriar de los viejos carros, del estruendo de la
diligencia, crujiente, loca, cubierta con el descomunal sombrero de
la baca... Sí, el paisaje mirábale pesaroso; iban a quitarle su
calma, su distinción, su sueño.
...Los
hombres, apoyados en la barra con que horadaban la peña, observaban
curiosamente a Sigüenza. El cual se preguntó -tan sólo por
justificar su parada ante ellos- hacia dónde estaba la masía de una
leprosa joven y horrenda, de la que habíanle ya hablado en el lugar.
Los
trabajadores no supieron decirle palabra, porque no eran de Parcent;
llegaron días antes para arrancar piedra.
...Apartóse
Sigüenza.
Tornaron
a oírse los golpes lentos, iguales, de hierro contra roca. Luego
cesaron. El caminante volvióse; los hombres le miraban seriamente.
Sigüenza prosiguió. Los golpes resonaron hondos y pausados... Y
callaron.
Sigüenza
se volvió; los jornaleros le miraban sonriendo. Y así, así hasta
que traspuso Sigüenza una vuelta del camino.
La
casa es blanca y su puerta se techa con la parra perezosa, con la
parra levantina, grande, jocunda, amiga.
El
riu-rau está encalado. Cerca, rezonga una noria.
Un
olmo sube torcido y entre el negro encaje de su hojarasca parece más
azul el cielo.
Ante
la casa se plegaba primorosamente la tierra en rectos caballones de
hortalizas (allí estaban las coles ampulosas y venudas; el apio, en
otro tiempo glorioso; las garridas y verdigayas lechugas). Seguía un
bancal pardo y arenoso, manchado por los rastreros lampazos del melón
perfumante; naranjos redondos, tupidos y oscuros, como bolas de
hiedra, eran el aledaño de un maizal alto, de cuyas mazorcas
colgaban azafranadas vedijas. Arriba, se estremecía mansamente el
oro de los penachos.
Al
norte, el viñedo se puebla con casitas emparradas; se hacinan las
arcadas de los sequeros. En septiembre, Parcent y todos los lugares
de esa comarca quedan desiertos. La gente se trasiega a las masías
para curar las uvas...
A
Sigüenza le dijeron que en esa casa blanca vivía una lazarina joven
más llagosa que Batiste. Tal vez no consiguiera verla. En hablarla
no había ni que pensar.
"Ocultábase
hasta de los perros; aun no columbraba un hombre ya se había
escondido o se velaba la cara como una mora". Así decían de la
mujer joven y horrible.
...La
vió Sigüenza, desde lejos. Representóse su fealdad, que
distinguirla no podía, desde los primeros bancales de la lozana
huerta.
"Si
yo me acercase, si yo me acercase... ¡cuánto no me diría de su
vida de inmunda! Los males desbastan el espíritu, lo agrandan y
hermosean... Y esta mujer al mostrarme la hondura de su pena
recibiría consuelo... ¡Si yo me acercase...!"
Y
Sigüenza no se movía. Miróse por dentro puntualmente, y supo que
no avanzaba porque... sentía miedo, ¡miedo! ¿Al contagio de la
lepra? No, no era eso... ¿Entonces?... Aun se preguntó: ¿Será
lástima, respeto? No; miedo, un miedo inefable.
¡Qué
pequeñito este Sigüenza!
Estaba
sentada la leprosa junto al estoposo y desgarbado tronco de la parra.
Díjose
Sigüenza: "Yo no me acercaré demasiado, pero al menos hasta
esa tierra sombría. Desde aquí nada se ve." Avanzó: y fué a
los naranjos redondos. La leprosa cubrióse la cara con un lenzuelo y
apoyó los codos en las rodillas y la barba en las manos. Sigüenza
pasó al bancal arenoso. La leprosa se alzó. Anduvo más Sigüenza.
Ella entróse en la masía. Después, lenta y salmodiante, se cerró
la puerta.
Y
el crepúsculo terminaba. El cielo blanquecino, allá, sobre las
sierras del ocaso, se teñía de violeta que suavizándose acababa en
color de carne; de rosas de té muy pálidas ...
Sigüenza
regresó al camino.
El
maizal era ya una espesura quietísima, callada. Enfrente azadonaba
un hombre. Otro pasó copleando sobre un jumento grande. Su canturreo
tembloreaba por el portantillo de la bestia.
Fresca
y doliente cantó una voz femenil. No era canción de las que entona,
para darse compaña, zagaleja que retorna sola y medrosica por los
campbs a su caserío; no era canción de hastiada, sino de amante que
del querer sufre y se estremece.
La
canción, en la tarde tranquila, melancolizaba como campanita de
humilladero oída en la soledad de una colina cuando tramonta el sol.
Sigüenza
acercóse otra vez a los naranjos. Andaba recatándose y
arrastrándose.
La
leprosa, sentada fuera del emparrado, creyéndose sola, dejaba
patente su fealdad, y cantaba.
A
Sigüenza le bañó una ola de sentimiento que inundaría a un alma
hidalga y casta al sorprender una muer desnuda. Pero, triste,
despechado, comprendió pronto que su delicadeza le abandonaba.
¡Iba
a mirarla, iba a mirarla! Aunque ella no lo supiese, la ofendería
villanamente. Ella era la Diana de la fealdad. Contemplarla era
sacrílego.
¡Fuera
sacrílego infame, rufián, él quería mirarla, Señor!
¡Oh
si ella lo supiese! ¡La pobre doncella que cantaba dulzuras de amor!
¡La pobre doncella llagosa de lepra, mirada por hombre! ... ¡Si
ella supiese!
En
el vestíbulo del hostal, la gente zumbaba.
Sabrosa
reunión de lugareños, todos grandes políticos. Escasa o bullente,
la había muchas noches. Pero los sábados era segura y duradera la
junta. Más que sahumar la política propia, se dentelleaba la
contraria, y más que la política, a los hombres. Pero esto es
rancio.
Cuando
entró Sigüenza, barbullaba un labriego descomunal, un gigante en
mangas de camisa y afeitado, de cuya diestra colgaba una cayada de
almez, así de grande como un tronco.
Sigüenza
no comprendía nada. Los demás, sí, que uno replicaba, otro
interrumpía, cuál chanceaba de lo hablado por ese labriegazo que
tenía la facultad estupenda de decir a un tiempo manojos de
palabras. Sonaba despejada y lisa la primera, proseguía un rumor
como de tinaja que se llena y ya todo confusión, espesura, hasta el
último vocablo.
Y
Sigüenza admiraba a aquellos hombres que presta y segura-mente lo
entendían.
Es
que Sigüenza se pasma del sabio y delgadísimo oído de la gente
campesina. Veis un campo donde trabaja un rústico. Distante, asoma
otro que dispara una voz. El que faena, sin dejar el azadón, gritó:
es maravilla; ya se han entendido. ¿Será que estas gentes se saben
las palabras de todos los del pueblo o las emplean iguales, y del
sonido y tonada de la frase infieren la intención?...
Ya
le acedaba la verbosidad del gigante afeitado. ¿Por qué este
satanás de hombre no había de permitir la vez a lengua, más
expedita? Encarado con Sigüenza, mostraba hacerle honor,
explicándole, él -el más corpulento y forzudo, todo el asunto de
la noche. Sigüenza, que es apocado, mirábale, fingiendo entender y
complacerse. Yo sé que en su interior tildábase de sandio y se
desesperaba.
Barruntó
que no era político el discurso. Y al fin, se enteró; se enteró,
sí; pero costóle agobios y esfuerzos.
Hablaban
de la bravura de un hombre; de un licenciado de presidio famoso por
sus desmanes. Y era este hombre alcalde de un pueblo no muy lejano a
Parcent. Fué impuesto por un diputado que le debía muchedumbre de
votos en aTiell Jugar.
Todos
referían hazañas y hazañas; y sin saberlo, verterían ungüentos
sobre la cabeza de aquel héroe. Todos al hablar ponían gesto de
admiración.
Mentábanse
sus andañzas de tan universal manera, porque había llegado la nueva
de que, aquella tarde, enemigos del bravo habíanle acometido en
plena calle; y él, postrado, manando sangre de mortales heridas, aun
mató a un contrario y ahuyentó a otro.
¡Era
grande, era admirable este corazón!
Parcent,
tierra árida de leyenda, nutría con esa ajena figura las naturales
y españolas ansias de ficciones y consejas en que tanto abundan
otros lugares.
Apagábase
la vida del hombre a quien debían entusiasmos, temores,
enternecimientos, por sus hechos, recontados muchas tardes, después
de la faena. Y Parcent, agradecido, pagaba ensanchando la talla del
héroe.
Quién
decía que lo viera cuando descolgóse por el muro de cierta casa
después de descabezar al señor vicario del pueblo. Otro, que
hablara con él en días que iba asendereado por ejércitos de
guardias; otro, que presenciara la feroz venganza hecha en su hembra.
Y así todos fueron ensartando aventuras. Y nombrándose a sí junto
al hazañoso, creían participar de su valor y sentir la
voluptuosidad, el beso de la lisonja.
El
sereno, echado sobre una hoja de la puerta del hostal, sorbía con
avidez aquel copioso decir, aquel alimento imaginativo que después
rumiaría vagando por la soledad de las calles negras.
Habían
sonado horas en la torre; pero a la sazón, un pollastre rojo y chato
pintaba al hombre incomparable imponiendo su antojo con sólo una
monda rama de olivera en furioso grupo de adversarios. Y el sereno,
con la fiebre que debió abrasar la sangre del hidalgo Quijana cuando
leyera fazañas como la de Esplandián quitando el león de sobre la
cámara de vidrio, ni más ni menos que si se tratara de un palomo o
de una liviana granza; el sereno, digo, olvidóse de dar su canto.
Un
chancero, mal intencionado, se lo advirtió ya cuando el deber había
sido lesionado. Y el otro corrió acucioso al centro de la calle y
allí arrojó la hora, como quien desembaraza la boca de un buche de
agua.
Uno
de la junta deslizó que mal suceso habría el sereno si su afición
a esa tertulia fuese sospechado de cierto sujeto de jurisdicción,
contrario a ellos.
¡Oh,
tornadizo natural humano!
La
atención de los reunidos apartóse del glorioso héroe.
Bramó
el enorme labriego, haciendo un terrible aspar de brazos.
Dirigióse
a Sigüenza preguntándole algo. Sigüenza trasudó. El gigante le
repitió la interrogadora y vertiginosa masa de vocablos.
Nada;
Sigüenza no lo comprendía, no lo comprendía. ¿Qué iba a hacer?
Lo confesó: "Él, del valenciano, sabía muy poco. Era muy
torpe para ese dialecto y para todos los idiomas."
-¡Valenciano!
-gritó el huésped riendo. ¡Pero si le está hablando en
castellano!
-¡Santo
Dios! -dijo Sigüenza, y no dijo más.
Enmudeció
el gigante. Era de enojo y amargura su gesto.
Todos
callaban.
A
hurtadillas miraba Sigüenza al labriego. Lastimábase de él, pues
mostraba dolor. Mudo, inmóvil, grande, trágico. Figuraos un viejo
molino con las aspas quietas, inservibles.
El
posadero, aun con risa, exclamó:
-Le
desía éste que usted que viene a ver leprosos podía ver y hablar
a... -y aquí repitió el nombre de no sé qué autoridad enemiga a
ellos en política.
-¿Está
leproso? -preguntó Sigüenza.
-Leproso
está, leproso.
Y
un joven gordo, en cuyo labio brillaba el rubio esparto de un bigote
lacio, mostró solemnemente un portaplumas. Era escribiente del
funcionario dañado; pero llevaba su pluma: "ya comprenderá
usted por qué, señor Sigüenza" (y pronunció la zeda muy
bien).
El
señor Sigüenza no comprendió.
-¿Cómo
quiere usted -dijeron en coro los reunidosque éste toque lo que toca
el otro?
-¡Ah,
es verdad!
Y
el joven, muy seriecito, movía dulcemente la cabeza.
-Pero,
aunque sea leproso -murmuró el forastero, no vivirá con los que
tienen ese mal.
Entonces,
una vocecita helada, incisiva, con sonecillo de risa, la voz de un
viejo que estaba sepultado en laa penumbra, dijo tardamente:
-Ahora,
sí que vive entre nosotros; pero apenas deje vara y mando... ¡ya
verá, ya! ...
Y
todos rieron en silencio.
Una
brisa de recuerdos de la leprosa tocó el alma de Sigüenza. Y la
nombró.
Claro
es que la conocían. Vivía con su padre y un hermanito ya
sospechoso. Su hermana, joven, gallarda, sana, habitaba en el pueblo.
Algunas tardes iba a la huerta del olmo negro y torcido, y,
distanciadas, se hablaban la gentil y la horrenda.
Después
celebró el huésped el poder y lozanía de la voz de la mísera.
Casi
todos guardaban ya silencio de cansancio, de agotamiento. Algunos,
distraídos, fumaban; otros dormían.
El
humo del tabaco se espesaba en niebla. Levantóse el posadero; sacó
de la cuadra un macho; púsole los taros en las arguefias, y
-Voy
a la fuente -dijo.
Era
la frase disolutoria.
Quedaron
revueltas las sillas; flotaba elbumo. Alguien, al salir, movió el
lampión, pendiente de un alambre enlutado de moscas. Y en la pared
danzaron sombras de sillas, de mesas, de copas, de un jarro figurando
un gallo. Sigüenza se fué con el huésped.
Negra,
calmosa estaba la noche. Posaba el aire.
Lejos,
por donde vivía la leprosa, llameaba el cielo con relámpagos
blancos.
El
recuerdo de la moza horrenda impresionaba a Sigüenza, más
tiernamente que el de Batiste, hundido en la zaburda, defendiendo con
salivazos sus plantas enfermas.
La
leprosa canta en la soledad de su huerto. Su voz se embalsama entre
los naranjos tupidos..., llega al camino... ¿Lo cruzará algún
caminante joven, solo, sin amores?... ¡Oh, que lo cruce, y... para
él su canción, para este solitario!... Que lo envuelva con la
delicia que dan los Jardines en noches primaverales... Que lo enamore
siquiera hasta que se aleje y se pierda... Habrá sido un momento;
pero un momento dichoso, de gloria de mujer bella; no ha horrorizado,
no ha atribulado... El pensará en ella sin asco ni lástima...
Acaso
ahora la sacudía el mandato al goce de la noche ardorosa, sensual,
tocada con terciopelo prendido de diamantes de estrellas.
¡Y
el goce se alejaba como otro caminante muy cruel que sólo oía la
risa y la voz de los cuerpos bellos, fuertes, sin lepra!
Las
tapias enramadas de las alquerías, las huertas, la tierra,
respiraban olores acres.
La
dulce sonata de la fauna se elevaba hacia el cielo.
El
agua de la fuente caía turbulenta, gruesa, estrepitosa.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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