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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del vivir - Cap. III

Era grande el aposento de Sigüenza.
El huésped, que le había guiado, se fué dejando colgado un candil sobre una oronda arca.
Por el suelo rudo, sin ladrillos, pardeaban montones de patatas. El azófar abollado de un peso daba miradas de luz color cinabrio.
Retraída en el misterio de un ángulo empollaba una rubia gallina, quieta, observadora, reverenda.
En otro rincón, dos largos calabazones enviaban sus grotescas siluetas a la pared, donde una frazada, pendiente de una estaca, caía a pliegues anchos, correctos, de túnica de imagen.
Sobre la cama, que era de hierro, vieja y negra, había pegado con miga de pan un cromo de la Virgen del Carmen.
Nuestra Señora presentaba un niño desnudito, ictérico, y el milagroso retazo del escapulario a los lacerados humanos que se hallaban a sus plantas, entre fuego bermejo y amarillo. Como aquel sitio, el del Purgatorio, no era acomodado para enagüilla o pámpano, las llamas, muy honestas y sabias, purificaban a todos igualmente, subiendo y bajando según la talla de los cuerpos. Las almas peraadal recataban pudorosamente con las manos sus pobres senos. Y los semblantes de todos traían a la memoria de Sigüenza los rostros impasibles de los figurines de sastrería.
Desnudóse el cansado viajero y se encimó en la cama, produciendo desaforado estrépito de jergón.
Ya casi ganado de la dulce soberanía del sueño, aun percibió que, bajo, en la calle, lloraba el niño y hablaba la vieja. Su voz de fatigosa lastimaba.
Había con ellos un hombre.
Cayó sobre el pueblo una campanada dura y zumbadora. Y el que platicaba con la abuelita apartóse al centro de la placeta y entonó el pregón de la hora.
Después antecogió un farol que había en un portal y fuése tosiendo pertinazmente.
-¡Que nos avise, recuérdese! -rogó la mujer.
Y él, desde la esquina, dijo:
-Bueno.
Seguidamente cantó.

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Por la negrura tambaleábase la leprosa. Venía de la calle honda. En aquellas horas de soledad, vagaba por el pueblo. Iba con la confianza de los sanos. Eso daba placer. Ellos no lo sabían.
En noches de luna mirábase su sombra; una deforme sombra que se tendía por el suelo, se quebraba en las esquinas, menguaba al trepar las paredes.
Decíase que debía espantar su figura larga, siniestra -como ciprés que anduviese, por los viejos callejones untados de lumbre triste de luna.
Y cuando imaginaba que ese espanto podía penetrar en mujer de las que se ataviaban, en mujer sana, hermosa, gozadora de hijos, de marido o de amante... entonces, mirando satánicamente a las casas, hacía una risada dura y metálica.
Sus pasos tenían huecas sonoridades temerosas. En algunos sitios, retumbaban.
Llevaba piedras en el delantal; apercibíase de ellas, desde una noche en que un perro, que ladraba despavorido a una seca palma atada a un balcón, azotada del viento, echósele sañudo y le atarazó ahincadamente su carne.
Estremecíala este recuerdo, como si le hiciera sentir el doloroso abrazo de la fiera.
Tenía otra remembranza, placentera y amarga. De noche estival, blanca de luna, en que bajó a la fuente para aplacar la sed.
Todo el campo grillaba.
Ella inclinóse para recibir en la frente la aspersión que levantaba el chorro al,caer en la pila.
Una nubecita, un copo de espuma, pasó deshaciéndose bajo la gran luna. La tierra se empañó; mas pronto descendióle el baño infinito de claridad.
Azuleaba el cielo como en las mañanas. Frondas y viñales enverdecían pálidamente.
Algunos pámpanos tornaban resplandor. Y el camino, los márgenes, tapias y bancales, chispeaban como si se hubiese desgranado y pulverizado un colosal diamante.
... Apagóse el cantar de los grillos cercanos. Dominando el ruido del agua, llegó a la leprosa rumor de piedras fuertes.
El instinto de los de su casta, el instinto a la huída, la condujo a una rinconada negreante de rodales matosos. La vieja pared de la fuente la ensombrecía.
Allá, por una ondulación del camino, bajaba un hombre. Cantaba. Era un hombre inmenso, de greñas rubias, de barba grande, apretada, intonsa como maleza. Era un mendigo extranjero.
Se acercó a la fuente y puso la cabeza bajo el limpio caño.
Al levantarse, goteó luz.
Contempló el agua; y desnudóse, quitándose los harapos con suavidades de dama voluptuosa al desceñirse sus ropas perfumadas y enloquecedoras.
La leprosa mirábale con deleite y temor.
El extranjero quedó desnudo. Era blanco como la piedra nueva, fuerte, sin vello.
La mujer no había visto nunca tan bien tallado hombre. El que ella tuvo fué de ruin hechura de leño viejo, estrecho, roído del gorgojo de enfermedades eternas.
Entróse el mendigo en la bella agua donde se fundían y troceaban lunas infinitas.
Bañóse quietamente.
Un insecto invisible estridulaba en la hierba crecida al pie de la pila.
Pasó tiempo.
Salió el extranjero y sentóse en la piedra; con los pies agitaba el agua de plata.
El insecto calló.
De súbito, el hombre volvióse hacia donde estaba la lazarina.
Su oído y recelar de vagabundo descubrían, adivinaban delgadeces de ruidos, alientos.
Saltó al suelo. Y espacioso, con cautela, fué acercándose a la rinconada matosa. Mas pronto anduvo confiadamente. ¡La había visto! Sonrió. ¡Una mujer en la soledad! Y la empujó a la tierra alumbrada.
Ella sintió que la tocaban manos con intención de caricia. Abatió la cabeza. De lejos había contemplado con furia de deseos, con latido recio de arterias, al hombre blanco y rubio. Ahora, junto a su desnudez tentadora, le invadía la necesidad del pudor.
...Se abandonaba.
¡La única alegría de su vida! ¡Desvelábase en ella la virginidad del placer! ¡Eran sus bodas, sus bodas en noche cálida, blanca y aromosa; sus bodas con hombre fuerte y bello!
...Otra vez cantaba el insecto escondido en la hierba de la piedra. Pero parecía henchido, estallante de ira; era su estridor seco, breve; grito de envidia hacia ellos; de rabia hacia los lejanos cantores de un dulce coro que aun invitaba más al deleite... ¡Y él, allí solito bajo la mata húmeda!
El mendigo y la leprosa pensaron, un momento, en aquel insecto como se piensa en un hombre odioso.
... Parlaba la fuente.
Del cielo caía la lluvia de luna.
Y al darse la mujer a la dicha, el hombre acariciador y desnudo alaóse ... y la dejó.
Se alejaba calmoso, cubriéndose con sus andrajos. La hembra miró ansiosa la noche.
¡Si no venía nadie!... ¿A qué huir? Y lo llamó con voz doliente y rubores de esposa que entrega su doncellez; luego, a gritos, ronca, con anhelos frenéticos de fiera en celo.
Detúvose él para hablarla en su idioma bárbaro. Y riendo, braceando, cantando, perdióse en el camino. Desde lejos llegaba su cantar amatorio deslizándose en la quietud de la noche...
Del alma de la mísera desbordaba la rabia. Se estremecía su carne de lujuria insaciada.
Comprendió que él lo había conseguido todo, bestialmente...
... Cuando entró en el pueblo albeaba. Un clérigo abría las puertas del templo.
Era un recuerdo deleitoso y amargo. Bien se fingía al hombre inmenso, de greñas rubias; y su apartamiento rufianesco, cruel.
Esa huida del mendigo y el momento en que sintió desgarrársele toda su alma, cuando ya no pudo rechazar que tenía lepra, habían sido las desesperaciones más feroces de su vivir siempre doloroso.
La privación de su hijo era una desgracia justificada por el mal de ella. Amarle fué quitárselo ... Pero ¿por qué tenía ella el mal?... ¡Por qué no gozó con el hombre fuerte y blanco!
Alentaba sólo para el sufrir.
¡Qué habían hecho otras mujeres para merecer belleza y desmayar en deleites!
Ella no se atrevió nunca a codiciar opulencias de dicha. Apeteció vida humilde, con goce y tristeza, pero pequeños su quejido y su risa, que apenas sonasen.
Y vivía en tribulacion sin alivio; espantada y repugnando.
... Era leprosa... ¡Señor, por qué era ella leprosa!


Del pasar fatigoso de callejas descansaba echada en la tierra, frente a la casuca de la abuela y el niño. Y hablaba con aquélla que le impedía el contacto más sutil con el hijo; ni un beso siquiera.
Ya, de extremada, inspiraba odio.
No era ese mal de contagio tan fácil. Algunos médicos casi lo negaban. A otros muy graves y autorizados oyóles que en el rozarse no había peligro, que el germen de aquello estaba en la saliva ". Y aun esto era mentira, sí, porque un gran señor muy sabio, de muy lejos, que fuera a Parcent, le había extraído con su misma mano cuanta saliva quiso ella hacerle y la miró y estudió con gruesa lente ...
Y terminaba siempre con un penoso prometer de besarlo sin fuerza.
Apártábala con fiereza la vieja. Luego tornaba en amarga y llorosa.
Sí, que se pega, sí. Los del mal no acababan. Moría uno y salía otro, como hierba que se siega... Si no ¿a qué había de negarle a su hijo? ¡Por qué iba a negárselo! Habían de sufrir... Habían de conformarse con la voluntad del Señor... ¡El Señor proveería!
-¡Cómo se ve que está usted sana! -bramaba enloquecida la inmunda. ¡Me lo arranca el mal , pues que le dé el mal y será mío!... Usted, como tiene al chico... Usted, como lo disfruta... ¡Así le dé Dios!...
Después era el maldecirse por su blasfemar.
Sus entrañas le quemaban y una zarpa insaciable le impedía los ojos, le crispaba la garganta, le raía su pecho y su cráneo.
Habían de sufrir, habían de conformarse. ¡El Señor proveería! -le martilleaba la vieja.
-¿El Señor? ¡Si soy leprosa!
¿Por qué no venían hombres llenos de amor que se afanasen en limpiarlos y curarlos del mal espantable? ¡Ya no sabios que escriben libros, obras macizas, inútiles y glaciales! No sabios que se sirvieran del dolor para su medro y lustre.
¡Los leprosos los desprecian! Aunque les solemnicen gentes letradas, les empaña el vaho del desprecio de los inmundos.
El desprecio de los inmundos es grande, como grande sería el amor de sus almas.
Hombres que sabéis: haced que os amen los llagados de lepra.
El amor del que sufre es más virtuoso y admirable que el de las almas risueñas.
Ser feliz y amar es tan llano como percibir el peligro y temer.
Entre amarguras amó el Redentor.


Sigüenza durmióse tan regaladamente Qomo si holla se plumas y hojas de rosas.
En la calle conversaban la lazarina y la vieja. Y ésta dijo:
-Y si muriese el otro, su madre tomaría al nuestro para criarlo.
Entonces las dos mujeres oraron.
Salió de la torre el hondo son de una hora.
Lejos cantó el sereno.
-Él nos dirá; él nos dirá -musitó la leprosa.
De las calles más bajas, volvió a subir la voz lastimera.
-Aún está lejos -refunfuñó la vieja.
-Aún.
Y callaron.
Braceó el niño; movióse todo; rompió a llorar.
-¡Atra volta; atra volta! -se quejó la abuela, y entróse para aplacarle con lo que hallara en el hogar apagado.
Se escucharon pasos que despertaban eco en las calles solitarias.
La leprosa sumióse en el umbral de la posada. Y vió un cuerpo negro, coloso, brotar de las tinieblas despidiendo un resuello de bruto acosado.
Se le echaba; amenazaba aplastarla. La pisoteó.
Era un hombre que le contuvo la sangre y la vida por espanto insólito.
Era el padre del niño enfermo... de los niños muertos.
Buscaba al médico... Moría su hijo. ¡Ahora sí que moría!... Pero el médico aun podía hallar... o inventar algo milagroso: ¡algo que lo salvase! ¡Había de haberlo! ¡Dios!
Y su voz oíase grande en la majestad de la noche.
La leprosa se alzó torpemente. Y con palabra cobar de tartamuda, casi insonora, dijo "que también ella viniera buscando al médico, para... una pobre mujer, una vecina suya, que finaba... y el médico había salido".
-¡Que no está, que no está! -rugió el hombre.
¡Maldigan! ...
¡Oh! ¡Bastaba, Señor, bastaba! ¡Un rincón del cementerio estaba sembrado de huesecitos de sus hijos!
La leprosa mirábale llena de miedo.
Lentamente una lástima suavísima se derramó por su pecho; le inundó todo su cuerpo. Y esa lástima crecía, crecía con braveza, remordiéndole.
Sintió el deliquio de su voluntad, de toda su alma. Sucumbía.
"Es mentira, es mentira" -pensaba que iba a gritar. "Es que no quiero que tu hijo se salve... ¡y yo no sé si ese médico podría sanarlo!"
Sollozaba. Su carne también caía.
¿No sería el brazo de un ángel que la arrojaba de aquella puerta, para que entrase el otro? Y crispada de dolor arañaba con sus manos gafas la madera grietosa buscando el sostén de las rudas jambas.
... ¿Y dónde está? -imploró el hombre.
El llanto desgarrador del niño hambriento salió de la casita paredaña.
La mujer irguióse. Y trémulamente deletreó "que el médico 'había marchado a... Alcalalí, pueblecito del valle.
El hombre se precipitó por el recuesto que antes subieran los mozos cantores.
...Fué avanzando la noche. Y cuando la campana del reloj retumbaba en la soledad, las dos mujeres sufrían un latido doloroso de tan violento, como si el corazón se les hiciera de hierro y una mano cruel lo impulsara.
-¡A  Albat, es a Albat! -decían delirantes.
...Pero... no, no era toque de albat; no era a muerto de gloria. No tañían a tales horas -pensaban con amargura, ya fundido el arranque ilusorio.
La iglesia estaba cerrada; volvía a enmudecer la torre, aquella fantasma inmóvil que negreaba en la negrura de la noche.
De rato en rato asomaba un farolito en la calle. Y el sereno pasaba, repitiendo su tonada somnolienta.
Ellas pedíanle noticias del moribundo.
-Mal, mal; me creo que está acabando...
-¡Señor, si dura!
... Crujió una ventana; una garganta poderosa golpeó en bronca tos.
En el cielo clareante, las estrellas lucían muy pálidas, como exhaustas. Parecía que, desde la tierra, se las pudiera apagar con un soplo.
Ya despertaban las avecitas.
De un corral vecino a la posada subió el canto de un gallo, un cantar de risa, burlón, nasal, semejante a voz contrahecha de máscara.
Jocosos, tristes, clamantes, atiplados y recios canta, ron más gallos, muchos más y se interrumpían y coreaban.
-¡El día! ¡Es fa de día! -dijo con rabia la leprosa.
Pasaba muy baja una nube blanca, opulenta, rompiéndose en sus perfiles de monstruos.
¡El día, el día!
Vibró una campana, gozosa, precipitada, limpia.
-¡A mort de gloria! -gritaron las mujeres.
Pero el alegre esquilón, cuyo sonar fue regularizándose, haciéndose más seco y tardío, saludaba al alba, llamaba a misa.
En la calle apareció un labriego; después, la macilenta figura de un rucio; en sus aguaderas se movían los panzudos cántaros.
Resonó el segundo toque de la misa de alba. De un portal vecino salió una vieja tocándose con azabachada mantellina; la siguió una rapaza que arrastraba dos sillas.
... Fluía la leprosa.
Y sola, entre las casas cerradas de. la calle honda, oyó el tañido a muerto de niño.
Eran vocecitas de campana que se precipitaban de la torre, retozonas, alocadas, raudalosas, como haldadas de flores vertidas desde la altura. Y cruzaban sobre el pueblo, salían al campo, y cristalinas, menuditas, puras, subían al cielo, penetrando por las nubes blancas, blancas como el almita del niño muerto...
...La leprosa gustaba la alegría, su única alegría, nacida del dolor de otra madre.
Su voz rasgó la calma del amanecer; sus ojos lumbrearon, y alzando sus brazos, secos, largos, que remataban en garras de animalía de blasón, bendijo al Señor.

1.093.1 Miro (Gabriel) - 044

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