Era grande el aposento de
Sigüenza.
El huésped, que le había
guiado, se fué dejando colgado un candil sobre una oronda arca.
Por el suelo rudo, sin
ladrillos, pardeaban montones de patatas. El azófar abollado de un peso daba
miradas de luz color cinabrio.
Retraída en el misterio de un
ángulo empollaba una rubia gallina, quieta, observadora, reverenda.
En otro rincón, dos largos
calabazones enviaban sus grotescas siluetas a la pared, donde una frazada,
pendiente de una estaca, caía a pliegues anchos, correctos, de túnica de
imagen.
Sobre la cama, que era de
hierro, vieja y negra, había pegado con miga de pan un cromo de la Virgen del
Carmen.
Nuestra Señora presentaba un
niño desnudito, ictérico, y el milagroso retazo del escapulario a los lacerados
humanos que se hallaban a sus plantas, entre fuego bermejo y amarillo. Como
aquel sitio, el del Purgatorio, no era acomodado para enagüilla o pámpano, las
llamas, muy honestas y sabias, purificaban a todos igualmente, subiendo y
bajando según la talla de los cuerpos. Las almas peraadal recataban
pudorosamente con las manos sus pobres senos. Y los semblantes de todos traían
a la memoria de Sigüenza los rostros impasibles de los figurines de sastrería.
Desnudóse el cansado viajero
y se encimó en la cama, produciendo desaforado estrépito de jergón.
Ya casi ganado de la dulce
soberanía del sueño, aun percibió que, bajo, en la calle, lloraba el niño y
hablaba la vieja. Su voz de fatigosa lastimaba.
Había con ellos un hombre.
Cayó sobre el pueblo una
campanada dura y zumbadora. Y el que platicaba con la abuelita apartóse al
centro de la placeta y entonó el pregón de la hora.
Después antecogió un farol
que había en un portal y fuése tosiendo pertinazmente.
-¡Que nos avise, recuérdese!
-rogó la mujer.
Y él, desde la esquina, dijo:
-Bueno.
Seguidamente cantó.
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Por la negrura tambaleábase
la leprosa. Venía de la calle honda. En aquellas horas de soledad, vagaba por
el pueblo. Iba con la confianza de los sanos. Eso daba placer. Ellos no lo
sabían.
En noches de luna mirábase su
sombra; una deforme sombra que se tendía por el suelo, se quebraba en las
esquinas, menguaba al trepar las paredes.
Decíase que debía espantar su
figura larga, siniestra -como ciprés que anduviese, por los viejos callejones
untados de lumbre triste de luna.
Y cuando imaginaba que ese
espanto podía penetrar en mujer de las que se ataviaban, en mujer sana, hermosa,
gozadora de hijos, de marido o de amante... entonces, mirando satánicamente a
las casas, hacía una risada dura y metálica.
Sus pasos tenían huecas
sonoridades temerosas. En algunos sitios, retumbaban.
Llevaba piedras en el
delantal; apercibíase de ellas, desde una noche en que un perro, que ladraba
despavorido a una seca palma atada a un balcón, azotada del viento, echósele
sañudo y le atarazó ahincadamente su carne.
Estremecíala este recuerdo,
como si le hiciera sentir el doloroso abrazo de la fiera.
Tenía otra remembranza,
placentera y amarga. De noche estival, blanca de luna, en que bajó a la fuente
para aplacar la sed.
Todo el campo grillaba.
Ella inclinóse para recibir
en la frente la aspersión que levantaba el chorro al,caer en la pila.
Una nubecita, un copo de
espuma, pasó deshaciéndose bajo la gran luna. La tierra se empañó; mas pronto
descendióle el baño infinito de claridad.
Azuleaba el cielo como en las
mañanas. Frondas y viñales enverdecían pálidamente.
Algunos pámpanos tornaban
resplandor. Y el camino, los márgenes, tapias y bancales, chispeaban como si
se hubiese desgranado y pulverizado un colosal diamante.
... Apagóse el cantar de los
grillos cercanos. Dominando el ruido del agua, llegó a la leprosa rumor de
piedras fuertes.
El instinto de los de su
casta, el instinto a la huída, la condujo a una rinconada negreante de rodales
matosos. La vieja pared de la fuente la ensombrecía.
Allá, por una ondulación del
camino, bajaba un hombre. Cantaba. Era un hombre inmenso, de greñas rubias, de barba
grande, apretada, intonsa como maleza. Era un mendigo extranjero.
Se acercó a la fuente y puso
la cabeza bajo el limpio caño.
Al levantarse, goteó luz.
Contempló el agua; y
desnudóse, quitándose los harapos con suavidades de dama voluptuosa al desceñirse
sus ropas perfumadas y enloquecedoras.
La leprosa mirábale con
deleite y temor.
El extranjero quedó desnudo.
Era blanco como la piedra nueva, fuerte, sin vello.
La mujer no había visto nunca
tan bien tallado hombre. El que ella tuvo fué de ruin hechura de leño viejo,
estrecho, roído del gorgojo de enfermedades eternas.
Entróse el mendigo en la
bella agua donde se fundían y troceaban lunas infinitas.
Bañóse quietamente.
Un insecto invisible
estridulaba en la hierba crecida al pie de la pila.
Pasó tiempo.
Salió el extranjero y sentóse
en la piedra; con los pies agitaba el agua de plata.
El insecto calló.
De súbito, el hombre volvióse
hacia donde estaba la lazarina.
Su oído y recelar de
vagabundo descubrían, adivinaban delgadeces de ruidos, alientos.
Saltó al suelo. Y espacioso,
con cautela, fué acercándose a la rinconada matosa. Mas pronto anduvo
confiadamente. ¡La había visto! Sonrió. ¡Una mujer en la soledad! Y la empujó a
la tierra alumbrada.
Ella sintió que la tocaban
manos con intención de caricia. Abatió la cabeza. De lejos había contemplado
con furia de deseos, con latido recio de arterias, al hombre blanco y rubio.
Ahora, junto a su desnudez tentadora, le invadía la necesidad del pudor.
...Se abandonaba.
¡La única alegría de su vida!
¡Desvelábase en ella la virginidad del placer! ¡Eran sus bodas, sus bodas en
noche cálida, blanca y aromosa; sus bodas con hombre fuerte y bello!
...Otra vez cantaba el
insecto escondido en la hierba de la piedra. Pero parecía henchido, estallante
de ira; era su estridor seco, breve; grito de envidia hacia ellos; de rabia
hacia los lejanos cantores de un dulce coro que aun invitaba más al deleite...
¡Y él, allí solito bajo la mata húmeda!
El mendigo y la leprosa
pensaron, un momento, en aquel insecto como se piensa en un hombre odioso.
... Parlaba la fuente.
Del cielo caía la lluvia de
luna.
Y al darse la mujer a la
dicha, el hombre acariciador y desnudo alaóse ... y la dejó.
Se alejaba calmoso,
cubriéndose con sus andrajos. La hembra miró ansiosa la noche.
¡Si no venía nadie!... ¿A qué
huir? Y lo llamó con voz doliente y rubores de esposa que entrega su doncellez;
luego, a gritos, ronca, con anhelos frenéticos de fiera en celo.
Detúvose él para hablarla en
su idioma bárbaro. Y riendo, braceando, cantando, perdióse en el camino. Desde
lejos llegaba su cantar amatorio deslizándose en la quietud de la noche...
Del alma de la mísera
desbordaba la rabia. Se estremecía su carne de lujuria insaciada.
Comprendió que él lo había
conseguido todo, bestialmente...
... Cuando entró en el pueblo
albeaba. Un clérigo abría las puertas del templo.
Era un recuerdo deleitoso y
amargo. Bien se fingía al hombre inmenso, de greñas rubias; y su apartamiento
rufianesco, cruel.
Esa huida del mendigo y el
momento en que sintió desgarrársele toda su alma, cuando ya no pudo rechazar
que tenía lepra, habían sido las desesperaciones más feroces de su vivir
siempre doloroso.
La privación de su hijo era
una desgracia justificada por el mal de ella. Amarle fué quitárselo ... Pero
¿por qué tenía ella el mal?... ¡Por qué no gozó con el hombre fuerte y blanco!
Alentaba sólo para el sufrir.
¡Qué habían hecho otras
mujeres para merecer belleza y desmayar en deleites!
Ella no se atrevió nunca a
codiciar opulencias de dicha. Apeteció vida humilde, con goce y tristeza, pero
pequeños su quejido y su risa, que apenas sonasen.
Y vivía en tribulacion sin
alivio; espantada y repugnando.
... Era leprosa... ¡Señor,
por qué era ella leprosa!
Del pasar fatigoso de
callejas descansaba echada en la tierra, frente a la casuca de la abuela y el
niño. Y hablaba con aquélla que le impedía el contacto más sutil con el hijo;
ni un beso siquiera.
Ya, de extremada, inspiraba
odio.
No era ese mal de contagio
tan fácil. Algunos médicos casi lo negaban. A otros muy graves y autorizados
oyóles que en el rozarse no había peligro, que el germen de aquello estaba en
la saliva ". Y aun esto era mentira, sí, porque un gran señor muy sabio,
de muy lejos, que fuera a Parcent, le había extraído con su misma mano cuanta
saliva quiso ella hacerle y la miró y estudió con gruesa lente ...
Y terminaba siempre con un
penoso prometer de besarlo sin fuerza.
Apártábala con fiereza la
vieja. Luego tornaba en amarga y llorosa.
Sí, que se pega, sí. Los del
mal no acababan. Moría uno y salía otro, como hierba que se siega... Si no ¿a
qué había de negarle a su hijo? ¡Por qué iba a negárselo! Habían de sufrir...
Habían de conformarse con la voluntad del Señor... ¡El Señor proveería!
-¡Cómo se ve que está usted
sana! -bramaba enloquecida la inmunda. ¡Me lo arranca el mal , pues que le dé
el mal y será mío!... Usted, como tiene al chico... Usted, como lo
disfruta... ¡Así le dé Dios!...
Después era el maldecirse por
su blasfemar.
Sus entrañas le quemaban y
una zarpa insaciable le impedía los ojos, le crispaba la garganta, le raía su
pecho y su cráneo.
Habían de sufrir, habían de
conformarse. ¡El Señor proveería! -le martilleaba la vieja.
-¿El Señor? ¡Si soy leprosa!
¿Por qué no venían hombres
llenos de amor que se afanasen en limpiarlos y curarlos del mal espantable? ¡Ya
no sabios que escriben libros, obras macizas, inútiles y glaciales! No sabios
que se sirvieran del dolor para su medro y lustre.
¡Los leprosos los desprecian!
Aunque les solemnicen gentes letradas, les empaña el vaho del desprecio de los
inmundos.
El desprecio de los inmundos
es grande, como grande sería el amor de sus almas.
Hombres que sabéis: haced que
os amen los llagados de lepra.
El amor del que sufre es más
virtuoso y admirable que el de las almas risueñas.
Ser feliz y amar es tan llano
como percibir el peligro y temer.
Entre amarguras amó el
Redentor.
Sigüenza durmióse tan
regaladamente Qomo si holla se plumas y hojas de rosas.
En la calle conversaban la
lazarina y la vieja. Y ésta dijo:
-Y si muriese el otro, su
madre tomaría al nuestro para criarlo.
Entonces las dos mujeres
oraron.
Salió de la torre el hondo
son de una hora.
Lejos cantó el sereno.
-Él nos dirá; él nos dirá
-musitó la leprosa.
De las calles más bajas,
volvió a subir la voz lastimera.
-Aún está lejos -refunfuñó la
vieja.
-Aún.
Y callaron.
Braceó el niño; movióse todo;
rompió a llorar.
-¡Atra volta; atra volta! -se
quejó la abuela, y entróse para aplacarle con lo que hallara en el hogar
apagado.
Se escucharon pasos que
despertaban eco en las calles solitarias.
La leprosa sumióse en el
umbral de la posada. Y vió un cuerpo negro, coloso, brotar de las tinieblas
despidiendo un resuello de bruto acosado.
Se le echaba; amenazaba
aplastarla. La pisoteó.
Era un hombre que le contuvo
la sangre y la vida por espanto insólito.
Era el padre del niño enfermo... de los niños muertos.
Buscaba al médico... Moría
su hijo. ¡Ahora sí que moría!... Pero el médico aun podía hallar... o
inventar algo milagroso: ¡algo que lo salvase! ¡Había de haberlo! ¡Dios!
Y su voz oíase grande en la
majestad de la noche.
La leprosa se alzó
torpemente. Y con palabra cobar de tartamuda, casi insonora, dijo "que
también ella viniera buscando al médico, para... una pobre mujer, una vecina
suya, que finaba... y el médico había salido".
-¡Que no está, que no está!
-rugió el hombre.
¡Maldigan! ...
¡Oh! ¡Bastaba, Señor,
bastaba! ¡Un rincón del cementerio estaba sembrado de huesecitos de sus hijos!
La leprosa mirábale llena de
miedo.
Lentamente una lástima
suavísima se derramó por su pecho; le inundó todo su cuerpo. Y esa lástima
crecía, crecía con braveza, remordiéndole.
Sintió el deliquio de su
voluntad, de toda su alma. Sucumbía.
"Es mentira, es
mentira" -pensaba que iba a gritar. "Es que no quiero que tu hijo se
salve... ¡y yo no sé si ese médico podría sanarlo!"
Sollozaba. Su carne también
caía.
¿No sería el brazo de un
ángel que la arrojaba de aquella puerta, para que entrase el otro? Y crispada
de dolor arañaba con sus manos gafas la madera grietosa buscando el sostén de
las rudas jambas.
... ¿Y dónde está? -imploró
el hombre.
El llanto desgarrador del
niño hambriento salió de la casita paredaña.
La mujer irguióse. Y
trémulamente deletreó "que el médico 'había marchado a... Alcalalí,
pueblecito del valle.
El hombre se precipitó por el
recuesto que antes subieran los mozos cantores.
...Fué avanzando la noche. Y
cuando la campana del reloj retumbaba en la soledad, las dos mujeres sufrían un
latido doloroso de tan violento, como si el corazón se les hiciera de hierro y
una mano cruel lo impulsara.
-¡A Albat, es a Albat! -decían delirantes.
...Pero... no, no era toque
de albat; no era a muerto de gloria. No tañían a tales horas -pensaban con
amargura, ya fundido el arranque ilusorio.
La iglesia estaba cerrada;
volvía a enmudecer la torre, aquella fantasma inmóvil que negreaba en la
negrura de la noche.
De rato en rato asomaba un
farolito en la calle. Y el sereno pasaba, repitiendo su tonada somnolienta.
Ellas pedíanle noticias del
moribundo.
-Mal, mal; me creo que está
acabando...
-¡Señor, si dura!
... Crujió una ventana; una
garganta poderosa golpeó en bronca tos.
En el cielo clareante, las
estrellas lucían muy pálidas, como exhaustas. Parecía que, desde la tierra, se
las pudiera apagar con un soplo.
Ya despertaban las avecitas.
De un corral vecino a la
posada subió el canto de un gallo, un cantar de risa, burlón, nasal, semejante
a voz contrahecha de máscara.
Jocosos, tristes, clamantes,
atiplados y recios canta, ron más gallos, muchos más y se interrumpían y
coreaban.
-¡El día! ¡Es fa de día!
-dijo con rabia la leprosa.
Pasaba muy baja una nube
blanca, opulenta, rompiéndose en sus perfiles de monstruos.
¡El día, el día!
Vibró una campana, gozosa,
precipitada, limpia.
-¡A mort de gloria! -gritaron
las mujeres.
Pero el alegre esquilón, cuyo
sonar fue regularizándose, haciéndose más seco y tardío, saludaba al alba,
llamaba a misa.
En la calle apareció un
labriego; después, la macilenta figura de un rucio; en sus aguaderas se movían
los panzudos cántaros.
Resonó el segundo toque de la
misa de alba. De un portal vecino salió una vieja tocándose con azabachada
mantellina; la siguió una rapaza que arrastraba dos sillas.
... Fluía la leprosa.
Y sola, entre las casas
cerradas de. la calle honda, oyó el tañido a muerto de niño.
Eran vocecitas de campana que
se precipitaban de la torre, retozonas, alocadas, raudalosas, como haldadas de
flores vertidas desde la altura. Y cruzaban sobre el pueblo, salían al campo, y
cristalinas, menuditas, puras, subían al cielo, penetrando por las nubes
blancas, blancas como el almita del niño muerto...
...La leprosa gustaba la
alegría, su única alegría, nacida del dolor de otra madre.
Su voz rasgó la calma del
amanecer; sus ojos lumbrearon, y alzando sus brazos, secos, largos, que
remataban en garras de animalía de blasón, bendijo al Señor.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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