Audaz,
raudo y glorioso hendía un automóvil la soledad y el silencio de
los campos. Ibamos en él amigas buenos a un pueblo montañoso. Y
decíamos con encendido entusiasmo y regocijo: "No debe ser
justo ni lícito mirar esta máquina tan someramente que sólo veamos
en ella riquezas, viaje, placer, expansión de su dueño; porque
estos automóviles fuertes y viajeros llegan a ser como una vida
palpitadora con poderío, voluntad y arrogancia suyos.”
Pasados
los campos y lugares cercanos y sabidos, penetramos gozosamente en el
paisaje nuevo, hosco, que parecía venir enemigo hacia nosotros, y ya
a nuestro lado, se apartaba y tendía sumiso y amoroso entregándonos
el olor de su vida y fortaleza.
Cielo,
montañas, ríos, arboleda, casales, yuntas, piedras, hierbas que
orillan los caminos, puentes, cruces, labriegos, humos y senderos...
Todo nos "miraba" y dejaba alegría, dicha y ansias
dominadoras.
...¡Alma
mía!
No
aspires más allá de lo posible,
cual
si fuera deidad...
Nos
avisábamos con palabras de Píndaro. ¡Oh, el Tebano divino, cantor
de púgiles y vencedores con el carro y cuadriga, qué ardiente loor
no hubiera dicho sintiéndose arrebatado en el regazo de un
automóvil, monstruo sin bridas, altivo, llevado por manos mozas y
fáciles que lo dejan precipitar anhelosamente, y las ruedas corren,
vuelan sin obediencia a vías ni relejes.
El
horizonte de serranía, que antes veíamos suave y esfumado en azul,
llegaba a nuestros ojos alumbrado, desnudo, enseñándo heridas,
abismos, verdores de pastura, rojas torrenteras, gayas altitudes
soberanas de silencio, ungidas de cielo...
Considerábamos
ya el automóvil carne, ave, alma delirante, ebria de alegría. No
hablábamos; creíamos ser nosotros los que desgarrábamos espacio y
distancia arrojándolo, todo a nuestra espalda...
¡Éramos
fuertes, grandes, heroicos, excelsos! Huyeron de nuestro ánimo
pensamientos menudos y ruinas de ciudad. ¡Cómo no alabar a nuestra
máquina y no ver en ella virtud y eficacia ennoblecedoras que la
colocaban por encima de la esclava condición de cosa! ¡Cómo no
bendecir a nuestro "Gerón", su dueño!
Ronca
y magna tronó la bocina. Su voz prolongábase en la inmensidad
humanamente.
Muy
remoto halló la mirada un punto movedizo que fué creciendo y
determinándose. Era un cochecito descubierto, de dos ruedas viejas y
flacas; parecía una araña. Lo arrastraba un overo largo y mustio,
de casos peludos, gobernado por una personilla gorda, con
guardapolvo, gorrita orejuda y anteojos negros; un hidalgo sin libros
de romances ni devotos, que había salido de su pueblo para visitan
su hacienda. Debía llevar pienso para el rocín y matalotaje para
él; y en tanto que viajaba compararía el témpero de las tierras
ajenas con el de sus bancales de sembradura, y miraría los almendros
y viñas para alegrarse si lo suyo tenía mejor veduña.
¡Qué
pobre hombre
a nuestro lado!
Resonó
más la bocina. Una montaña próxima y pelada repitió su rugido.
Entonces
el caballejo, medroso y rehacio a riendas y palabras de su señor,
atravesóse torpemente en el camino. Tembló sobre el azul una mano
corta y pingüe. Mas, la bestezuela, sintiéndose encima el fragor
del monstruo, desmandóse y huyó aterrada por la cuneta y de aquí a
un barbecho, derribando al hidalgo en el seno del cáche, donde se
removía y voceaba.
Nosotros
pasamos veloces, dichosos y triunfales. Quisimos mirar al caído; y
carro y caballero quedaron sepultados en inmensa tormenta de polvo.
Llamamos la piedad a nuestro corazón, y diciendo "¡Pobre
hombre!", estalló indomablemente nuestra risa moza y sonora.
Esto
nos hizo mirar al automóvil un poco receloso.
Ya
noche
cerrada, tornábamos a la ciudad, cruzando la negrura con los blancos
astros de nuestros faros.
Aumentaba
en nosotros la sensación de la fuerza, viéndonos fantásticos,
esparciendo luz. ¡No éramos ni hombres siquiera, sino estrépilo,
velocidad, aire, noche!
Lejos
aparecieron lucecitas humildes. La garganta enronquecida del monstruo
avisó fieramente nuestra presencia. Y las luces seguían moviéndose
remisas y descuidadas.
Nos
detuvimos ante una procesión de carros trajineros. Sonaba en la
noche el trémulo resuello del motor. Vinieron los carreteros
pesados, lentos; sus recias mejillas de barbas aborrascadas traían
corteza de tierras de viejos caminos; las trallas se enroscaban como
sierpes dormidas en sus cuellos y hombros. Miraban inquietamente las
mulas sus espectros gigantescos, tendidos por nuestras linternas, y
entre el latido del hierro sonaban con dulzura las campanillas de las
colleras.
Pero
nosotros seguíamos siendo fuertes, inmensos, y ordenamos a los
humildes que se apartasen. Es verdad que ellos se contempla-ban y nos
contemplaban, calladamente, con odio y socarronería.
¿Es
que no entendían nuestro mandato ni les amedrentaba la grande
fantasma de nuestra maquina cuyos ojos de fuego tenían feroces
amenazas?
-¿No
han oído? ¡Fuera; apártense!
-Y
nos estremecíamos de indignación viendo menoscabado nuestro imperio
por mulos ruines y carros miserables.
Entonces
aquellos hombres dijeron que no, que no era posible separarse. La
mitad del camino se erizaba por una calzada de piedra reciente.
¡Cómo
carros de tanta pesadumbre y bestias rendidas iban a subir por este
sitio trabajoso! Nosotros, sí; que la ligereza y poderío de la
máquina lo vencía y allanaba todo... Y se miraban y nos miraban,
cruzando sus brazos, aguardando.
Gerón
les gritó furiosamente: "¡He dicho que fuera!"
-Mire
que no, no se puede.
-¡No!
¡Pues allá vamos!
Nuestro
monstruo retembló al avanzar; se movieron las espadas de luz...
Voces espesas gritaron blasfemias; crujieron llantas, galgas, ruedas;
brotaron lumbres azules de los herrados cascos; saltaban despedazadas
las piedras en tasquiles... y quedó libre la parte del camino lisa y
fácil para nosotros. Pasamos hundiéndonos en tinieblas
triunfalmente. Detrás, dejábamos odio y padecimiento.
Ya
en la ciudad, y andando humildemente, cedimos paso a un carro como
los despreciados en la soledad campesina. Sentimos nuestra voluntad
reducida a lo humano, sin ardimiento ni quimera de heroica
excelsitud. Y entonces nos sentimos piadosos.
¿Vale
la pena definirnos con gravedad y minucia si un accidente nos
modifica hasta creernos con cincuenta caballos de fuerza? ¡Qué
será subir en globo y creernos aves gloriosas... y es el globo quien
vuela y no el hombre!
1899.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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