Mañaneó
Sigüenza.
En
la entrada del hostal, la moza ancha, rubia y pecosa, aljofifaba el
piso.
Comían
dos arrieros sentados a la blanca mesa.
La
hostelera entraba y salía, haciendo muy contentamente su ministerio.
Fuera,
bullía espeso grupo de mujeres. Allí, la madre de la leprosa
manoteaba y visajeaba. No, no tenía fin su hablar. Pero la figura de
la vieja estaba mutilada. Faltábale su lucha, su dolor, el niño
exprimido y pálido.
Rodándose
la faja, apareció en el zaguán el huésped.
Habíase
afeitado y sus carrillos limpios, lustrosos, mostraban pliegues
nuevos y eminencias rojizas y azuladas y huellas sangrientas de
navaja.
-Aquello
se arregló -gritó al forastero; ya está el chico en sus glorias;
con sus tetas que son como de vaca; las que dejó el crío muerto.
Luego
nublóse su frente; se doblaron sus labios con gesto pesaroso, y
añadió:
-Nos
haremos la cuenta de que pagamos ama... sin tener hijos... Y no nos
sobra... ¡Ya está usted viendo el movimiento de la casa!
A
los que comían les historió la aventura del niño hambriento y del
niño difunto. Y aquéllos escuchaban sin apartar los ojos de la
lomuda sirvienta que fregaba las baldosas.
El
huésped y Sigüenza salieron.
Bajaron
a una calle vasta y soleada. Arriba, pasaba el cielo en río sereno
de azul fastuoso que atraía el mirar, contentaba el ánimo. pulía
gentilmente los contornos de las casas, de la torre, de la montaña.
En
la calle, cargas de leña verde, recién cortada, daban el olor de la
serranía. En sus sombras había gallinas escarbando la tierra,
picoteando entre las támaras y hojas.
Sigüenza
y el huésped fueron a la rúa donde más leprosos habitan.
Sentada
en una esquina, una mujer torcía cuerda de esparto. El huésped le
preguntó:
-¿Está
él?
Ella
hizo "sí" moviendo su cabeza larga y pomulosa.
A
la siniestra, la primera castica de un callejón que procede de esa
calle honda y acaba en el campo, tiene un corralillo; sus tapias son
bajas y desde fuera se otea cabalmente. En un ángulo se pudría el
timón de un arado viejo. Un cañizo rudo, apretado, cerraba el hueco
de cueva para pasar a la casa.
-¡Batiste!
-voceó el mesonero.
De
entre las cañas se escapó un silbo fuerte, un aliento que decía
palabras apagadas, como si nacieran de laringe forrada de paño.
-Éste
es uno de los maúros; apenas si le queda habla.
-Sal,
Batiste, que aquí hay un señor que te busca.
Y
otra vez pasó el cañizo aquel estridor de laringe rota, tísica;
aquel respirar fatigoso que hablaba.
La
mujer que trenzaba soga se había aproximado. Bajo su brazo brillaba
el rubio copo de esparto.
Era
alta, de flacas zancas que se le señalaban por la delgadez y mengua
de su falda. Sus ojos tenían tan diminuta pupila que la mirada
semejaba darla o hacerla como las estatuas, con el blanco de la
córnea.
-Es
que se estará vistiendo -murmuró humilde, creyendo que debía
justificar la tardanza del marido.
Dentro
se sacudían y estregaban ropas. Después moviéronse las cañas y
quedó patente el agujero negro de la entrada. Avanzaba un bulto.
Salió
un hombre astroso. Sus manos enormes, túmidas, eran del color de la
tierra. Un pañuelo, cuya mugre relucía al sol, ceñíase desde la
frente a la nuca cubriendo su cráneo.
En
su cara la podre del mal hacía escamas lívidas y se arracimaba y se
amontonaba. Entre dos cortezas de la barba pendían dos mechones de
pelo negro, largo, liso. Y sus ojos, hundidos entre llagas,
expresaban inmensa-mente; eran hoscos, mates, secos; pero había
momentos en que tornábanse lucientes, húmedos... Tenían esa
humedad de que nace la lágrima sin que ésta asome y caiga
aliviadora; mostraban la expresión de todas las tristezas, de todos
los dolores fundidos en la tristeza y en el dolor supremo de la
propia lástima. No decían la queja por el padecer, sino la amargura
de la compasión de síí mismo por un mal que sólo acabaría con
muerte de abandonado. Y estos ojos, al subir hacia las tapias y ver a
los hombres que estaban en la calleja, clamaban como Job:
"Apiadaos
de mí, apiadaos de mí, siquiera vosotros mis amigos, porque la mano
del Señor me ha tocado!"
Este
dulce decir de sus pupilas perdíase pronto. La desesperación, la
envidia a los sanos de carne limpia, un odio a todo las abrasaba.
Después, el cansancio iba apagándolas y quedaban quietas, mates,
idióticas.
Púsose
a raer el cañizo de sus hojas firmes y crujientes. Y con lentitud,
ladeaba la cabeza para saber si le miraban.
La
mujer explicó "que aquello -el afanoso pulir las cañas-
hacíalo para aguantar mejor que le mirasen". Y sus ojos de
estatua abatieron los de Sigüenza, que también adivinaron aquello y
no quiso escucharse porque tenía ansia de mirar. Y como cuando la
mujer lo dijo fría y penetrante como una espada, él creyó que era
su conciencia que se lo gritaba con voz, ya que con remordimiento no
fuera atendida.
Y
Sigüenza no se apartó de las tapias bajas del corralillo.
...
En la entrada de la calleja asomaron tres hombres. Su flojo y tardío
andar, sus manos echadas a la espalda o escondidas en los bolsillos,
sus talantes dejativos, manifestaban el hastío de esos azota-calles
de nuestros pueblos.
Del
lugar han partido para las labores los hombres campesinos. Han
quedado los artesanos que faenan en sus casas y los viejos que se
solean junto a las fachadas o se sientan bajo un árbol. Todo está
en sosiego.
Si
una bestia baja por un callejón al camino, su pisar se oye
claramente en todo el pueblo. Los muchachos canturrean en la escuela;
las moscas zumban en las calles. Un mendigo hace una tonadilla en un
umbral. Se oyen voces agrias de mujeres; alguna ha maldecido a su
hijo, que sale dando un portazo y huye descalzo y greñudo hacia el
ejido. Golpea un martillo. En la iglesia, el señor vicario repasa
las vestimentas, cuenta la cera y requisa la alacena donde se guarda
el vino y la hostia; una araña se deja caer desde el techo y parece
mirarle. Ved que todos trabajan. Pues nuestros clásicos baldíos
pasean, arrastran su ocio a modo de castigo de airadas divinidades
...
Serios,
silenciosos, van empujando con sus pies una piedrecita durante una
mañana. Y si es un forastero lo que su fortuna les depara, ya no hay
más apetecer. Ellos se fingirán los encontradizos; llegaránse
indiferentes, distraídos; pero como es fuerza que conozcan al que le
acompañe se detienen, saludan y se suman. Así aguardan la tarde; ya
entonces, galantean con las mozas que salen a llenar alcarrazas y
cántaros en la fuente; y se solazan y chismean con los vecinos que
se agrupan en los portales.
Los
que vió Sigüenza aparecer en lo alto, del callejón, acercáronse
muy reposadamente. Y como eran grandes amigos del posadero,
quedáronse hablando, junto a las bardas. Uno de ellos dió chanzas
al leproso; mostróle otro un puño de cigarros. Y todos, como si
encomiasen, la docilidad de una bestia, dijeron a Sigüenza:
-No,
no tenga miedo de que se arrime; aunque usted se lo mandase no se
arrimaría.
Le
echaron el tabaco.
En
la calle perseguíanse por juego dos rapaces ya talluditos, vestidos
tan sólo con anchos pantalones de lienzo rojo que les llegaba al
pecho.
-Son
hijos del leproso -murmuró el huésped. Del que va delante, ¿lo
ve?, ya dicen si está tocao del mal.
El
notado era albino y su pelo y su carne pálida, al envolverles el
sol, hacían vislumbres de blanca seda sucia y ajada.
La
noticia que diera el del mesón llamó al deseo en los otros, de lo
muy deleitoso para algunos: de contar; al comienzo, hablóse
serenamente de Batiste; mas pronto se mezclaron e interrumpieron
todas las voces.
Celaba
con saña el huésped la más delgada coyuntura para tasar y enmendar
el ajeno relato.
El
leproso lo era desde los veinticuatro años. Frisaba, á la sazón,
en los treinta y ocho. Ya acababa, ya. Vivía solo, echado en la
tierra, cerca del cañizo. Su mujer le llevaba la comida y el agua.
Casi siempre se las daba por las tapias. Algunas tardes, él salía
al campo. En el Carrascal, la gran sierra, tenía un rinconcito
plantado de viña ...
El
lazarino, al advertir que la conversación del grupo le aliviaba de
sus miradas pegajosas, recogióse, con industria y disimulo, al
oscuro sosiego de su manida y corrió la tapa de cañas. Pero alguien
que no perdió movimiento de aquél, dijo riendo:
-Ahora
se verá si sale pronto.
Y
robusteciendo la voz, fingió disputa de política, alabando a uno de
los caciques del pueblo y cubriendo de vituperios el nombre de otro.
Crujió
la grosera celosía y asomó la cabeza del leproso. Se había quitado
el pañuelo y su cabeza horrible le acrecentaba la fealdad.
Furiosamente se revolvían sus ojos cual si codiciasen desgarrar
llagas y cortezas y verter fuera toda la brasa del odio. Se
estremecía con violencia la flácida piel de su cuello hendido y el
aliento que hablaba salía con estrépito de saliva.
-Esto
de la política es para él más que su lepra -murmuró el posadero.
Mire: por aquí pasan para ir al campo los que lo han menester, y
alguno, por reír tan sólo, se asoma y dice mal del bando de
Batiste. Y Batiste, aunque esté en cueros, sale y se echa a las
tapias como un perro y tira por su boca basura. Se asoma otro y le
refiere: que si el mandón del partido contrario mercó la mejor
masía del contorno, o si casa a su hija con un sobrino del diputao,
¡lo manco! Y Batiste venga de rabiar y rabiar. Pues si alguno le
cuenta bien de los suyos, él habla de los otros siempre con coraje.
¡No puede aguantarse el pobre!
-¡Sí
que es verdad, sí que es verdad! -corearon todos.
Y
se reían. La mujer, también; la humilde mujer pensó que así debía
convenir al general bullicio y regocijo. Sí; había que reír, que
todos reían. Y su mirada blanca no se apartaba de su marido
monstruoso.
Ese
mirar tierno y balsámico, o incisivo y frío, parecía enviar
aliento al mísero o echarle en cara su condición de mujer de
inmundo.
-Qué,
¿vamos a otro? -preguntó el huésped como si desfilaran entre las
rejas de una colección zoológica.
No
fueron a otro. Sigüenza no quiso.
Fueron
hacia el campo; era escueto, almagral, de bancales despedazados. A
trechos verdeaba la viña y se movían pausadamente las cañas del
panizo.
Manzanos
aparrados orlaban las tupidas alcatifas de las alfalfas. Y algunas
oliveras canísimas, de cimas de plata, se suceden, de cuando en
cuando, hasta llegar a la ingente sierra cenizosa en que remata el
paisaje.
El
sol incendiaba roquedad, tierra y fronda. Sigüenza y los lugareños
buscaron el refugio de las arcadas de un encalado riu-rau.
Cantaba
con fiereza el coro ronco, chirriante de las cigarras.
Los
hombres se echaron en el suelo. Gustaban con delicia la sombra.
Sigüenza
se imaginaba al leproso, hundido en la zahurda, inter-poniendo una
tapa de cañas a la caricia del cielo y de la luz; palpándose la
lepra de su carne y manándole su alma lepra de odios. En el pueblo
sonaba un sartal de horas.
El
huésped las contó y al saberlas alzóse presuroso, sacudiéndose su
pantalón de pana negra.
-¡Las
dose, las dose!
Encargó,
al salir de casa, que hiciesen arroz, y ya debía hallarse pajizo de
puro cocido y rico. La mesa estará puesta y vestida con mantel
limpio; habrá pan tierno, del día; aceitunas en salmuera; guindas
rugosas, dulces y oreadas; un pollo emblandecido y aromatizado con
tostones de tocino y cebollicas menudas como nueces; rajas de queso;
confitura de arrope y vino de propio lagar... Comerán juntos
Sigüenza, el médico y él.
Y
se alborozaba fingiéndose el yantar cercano.
-Vámonos,
vámonos, señor de Sigüensa -repetía. Pues "nada hay tan
inoportuno como el hambre", que dijo Homero en su Odysea.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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