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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del vivir - Cap. IV

Mañaneó Sigüenza.
En la entrada del hostal, la moza ancha, rubia y pecosa, aljofifaba el piso.
Comían dos arrieros sentados a la blanca mesa.
La hostelera entraba y salía, haciendo muy contentamente su ministerio.
Fuera, bullía espeso grupo de mujeres. Allí, la madre de la leprosa manoteaba y visajeaba. No, no tenía fin su hablar. Pero la figura de la vieja estaba mutilada. Faltábale su lucha, su dolor, el niño exprimido y pálido.
Rodándose la faja, apareció en el zaguán el huésped.
Habíase afeitado y sus carrillos limpios, lustrosos, mostraban pliegues nuevos y eminencias rojizas y azuladas y huellas sangrientas de navaja.
-Aquello se arregló -gritó al forastero; ya está el chico en sus glorias; con sus tetas que son como de vaca; las que dejó el crío muerto.
Luego nublóse su frente; se doblaron sus labios con gesto pesaroso, y añadió:


-Nos haremos la cuenta de que pagamos ama... sin tener hijos... Y no nos sobra... ¡Ya está usted viendo el movimiento de la casa!
A los que comían les historió la aventura del niño hambriento y del niño difunto. Y aquéllos escuchaban sin apartar los ojos de la lomuda sirvienta que fregaba las baldosas.


El huésped y Sigüenza salieron.
Bajaron a una calle vasta y soleada. Arriba, pasaba el cielo en río sereno de azul fastuoso que atraía el mirar, contentaba el ánimo. pulía gentilmente los contornos de las casas, de la torre, de la montaña.
En la calle, cargas de leña verde, recién cortada, daban el olor de la serranía. En sus sombras había gallinas escarbando la tierra, picoteando entre las támaras y hojas.
Sigüenza y el huésped fueron a la rúa donde más leprosos habitan.
Sentada en una esquina, una mujer torcía cuerda de esparto. El huésped le preguntó:
-¿Está él?
Ella hizo "sí" moviendo su cabeza larga y pomulosa.
A la siniestra, la primera castica de un callejón que procede de esa calle honda y acaba en el campo, tiene un corralillo; sus tapias son bajas y desde fuera se otea cabalmente. En un ángulo se pudría el timón de un arado viejo. Un cañizo rudo, apretado, cerraba el hueco de cueva para pasar a la casa.
-¡Batiste! -voceó el mesonero.
De entre las cañas se escapó un silbo fuerte, un aliento que decía palabras apagadas, como si nacieran de laringe forrada de paño.
-Éste es uno de los maúros; apenas si le queda habla.
-Sal, Batiste, que aquí hay un señor que te busca.
Y otra vez pasó el cañizo aquel estridor de laringe rota, tísica; aquel respirar fatigoso que hablaba.
La mujer que trenzaba soga se había aproximado. Bajo su brazo brillaba el rubio copo de esparto.
Era alta, de flacas zancas que se le señalaban por la delgadez y mengua de su falda. Sus ojos tenían tan diminuta pupila que la mirada semejaba darla o hacerla como las estatuas, con el blanco de la córnea.
-Es que se estará vistiendo -murmuró humilde, creyendo que debía justificar la tardanza del marido.
Dentro se sacudían y estregaban ropas. Después moviéronse las cañas y quedó patente el agujero negro de la entrada. Avanzaba un bulto.
Salió un hombre astroso. Sus manos enormes, túmidas, eran del color de la tierra. Un pañuelo, cuya mugre relucía al sol, ceñíase desde la frente a la nuca cubriendo su cráneo.
En su cara la podre del mal hacía escamas lívidas y se arracimaba y se amontonaba. Entre dos cortezas de la barba pendían dos mechones de pelo negro, largo, liso. Y sus ojos, hundidos entre llagas, expresaban inmensa-mente; eran hoscos, mates, secos; pero había momentos en que tornábanse lucientes, húmedos... Tenían esa humedad de que nace la lágrima sin que ésta asome y caiga aliviadora; mostraban la expresión de todas las tristezas, de todos los dolores fundidos en la tristeza y en el dolor supremo de la propia lástima. No decían la queja por el padecer, sino la amargura de la compasión de síí mismo por un mal que sólo acabaría con muerte de abandonado. Y estos ojos, al subir hacia las tapias y ver a los hombres que estaban en la calleja, clamaban como Job:
"Apiadaos de mí, apiadaos de mí, siquiera vosotros mis amigos, porque la mano del Señor me ha tocado!"
Este dulce decir de sus pupilas perdíase pronto. La desesperación, la envidia a los sanos de carne limpia, un odio a todo las abrasaba. Después, el cansancio iba apagándolas y quedaban quietas, mates, idióticas.
Púsose a raer el cañizo de sus hojas firmes y crujientes. Y con lentitud, ladeaba la cabeza para saber si le miraban.
La mujer explicó "que aquello -el afanoso pulir las cañas- hacíalo para aguantar mejor que le mirasen". Y sus ojos de estatua abatieron los de Sigüenza, que también adivinaron aquello y no quiso escucharse porque tenía ansia de mirar. Y como cuando la mujer lo dijo fría y penetrante como una espada, él creyó que era su conciencia que se lo gritaba con voz, ya que con remordimiento no fuera atendida.
Y Sigüenza no se apartó de las tapias bajas del corralillo.
... En la entrada de la calleja asomaron tres hombres. Su flojo y tardío andar, sus manos echadas a la espalda o escondidas en los bolsillos, sus talantes dejativos, manifestaban el hastío de esos azota-calles de nuestros pueblos.
Del lugar han partido para las labores los hombres campesinos. Han quedado los artesanos que faenan en sus casas y los viejos que se solean junto a las fachadas o se sientan bajo un árbol. Todo está en sosiego.
Si una bestia baja por un callejón al camino, su pisar se oye claramente en todo el pueblo. Los muchachos canturrean en la escuela; las moscas zumban en las calles. Un mendigo hace una tonadilla en un umbral. Se oyen voces agrias de mujeres; alguna ha maldecido a su hijo, que sale dando un portazo y huye descalzo y greñudo hacia el ejido. Golpea un martillo. En la iglesia, el señor vicario repasa las vestimentas, cuenta la cera y requisa la alacena donde se guarda el vino y la hostia; una araña se deja caer desde el techo y parece mirarle. Ved que todos trabajan. Pues nuestros clásicos baldíos pasean, arrastran su ocio a modo de castigo de airadas divinidades ...
Serios, silenciosos, van empujando con sus pies una piedrecita durante una mañana. Y si es un forastero lo que su fortuna les depara, ya no hay más apetecer. Ellos se fingirán los encontradizos; llegaránse indiferentes, distraídos; pero como es fuerza que conozcan al que le acompañe se detienen, saludan y se suman. Así aguardan la tarde; ya entonces, galantean con las mozas que salen a llenar alcarrazas y cántaros en la fuente; y se solazan y chismean con los vecinos que se agrupan en los portales.
Los que vió Sigüenza aparecer en lo alto, del callejón, acercáronse muy reposadamente. Y como eran grandes amigos del posadero, quedáronse hablando, junto a las bardas. Uno de ellos dió chanzas al leproso; mostróle otro un puño de cigarros. Y todos, como si encomiasen, la docilidad de una bestia, dijeron a Sigüenza:
-No, no tenga miedo de que se arrime; aunque usted se lo mandase no se arrimaría.
Le echaron el tabaco.
En la calle perseguíanse por juego dos rapaces ya talluditos, vestidos tan sólo con anchos pantalones de lienzo rojo que les llegaba al pecho.
-Son hijos del leproso -murmuró el huésped. Del que va delante, ¿lo ve?, ya dicen si está tocao del mal.
El notado era albino y su pelo y su carne pálida, al envolverles el sol, hacían vislumbres de blanca seda sucia y ajada.
La noticia que diera el del mesón llamó al deseo en los otros, de lo muy deleitoso para algunos: de contar; al comienzo, hablóse serenamente de Batiste; mas pronto se mezclaron e interrumpieron todas las voces.
Celaba con saña el huésped la más delgada coyuntura para tasar y enmendar el ajeno relato.
El leproso lo era desde los veinticuatro años. Frisaba, á la sazón, en los treinta y ocho. Ya acababa, ya. Vivía solo, echado en la tierra, cerca del cañizo. Su mujer le llevaba la comida y el agua. Casi siempre se las daba por las tapias. Algunas tardes, él salía al campo. En el Carrascal, la gran sierra, tenía un rinconcito plantado de viña ...
El lazarino, al advertir que la conversación del grupo le aliviaba de sus miradas pegajosas, recogióse, con industria y disimulo, al oscuro sosiego de su manida y corrió la tapa de cañas. Pero alguien que no perdió movimiento de aquél, dijo riendo:
-Ahora se verá si sale pronto.
Y robusteciendo la voz, fingió disputa de política, alabando a uno de los caciques del pueblo y cubriendo de vituperios el nombre de otro.
Crujió la grosera celosía y asomó la cabeza del leproso. Se había quitado el pañuelo y su cabeza horrible le acrecentaba la fealdad. Furiosamente se revolvían sus ojos cual si codiciasen desgarrar llagas y cortezas y verter fuera toda la brasa del odio. Se estremecía con violencia la flácida piel de su cuello hendido y el aliento que hablaba salía con estrépito de saliva.
-Esto de la política es para él más que su lepra -murmuró el posadero. Mire: por aquí pasan para ir al campo los que lo han menester, y alguno, por reír tan sólo, se asoma y dice mal del bando de Batiste. Y Batiste, aunque esté en cueros, sale y se echa a las tapias como un perro y tira por su boca basura. Se asoma otro y le refiere: que si el mandón del partido contrario mercó la mejor masía del contorno, o si casa a su hija con un sobrino del diputao, ¡lo manco! Y Batiste venga de rabiar y rabiar. Pues si alguno le cuenta bien de los suyos, él habla de los otros siempre con coraje. ¡No puede aguantarse el pobre!
-¡Sí que es verdad, sí que es verdad! -corearon todos.
Y se reían. La mujer, también; la humilde mujer pensó que así debía convenir al general bullicio y regocijo. Sí; había que reír, que todos reían. Y su mirada blanca no se apartaba de su marido monstruoso.
Ese mirar tierno y balsámico, o incisivo y frío, parecía enviar aliento al mísero o echarle en cara su condición de mujer de inmundo.
-Qué, ¿vamos a otro? -preguntó el huésped como si desfilaran entre las rejas de una colección zoológica.
No fueron a otro. Sigüenza no quiso.
Fueron hacia el campo; era escueto, almagral, de bancales despedazados. A trechos verdeaba la viña y se movían pausadamente las cañas del panizo.
Manzanos aparrados orlaban las tupidas alcatifas de las alfalfas. Y algunas oliveras canísimas, de cimas de plata, se suceden, de cuando en cuando, hasta llegar a la ingente sierra cenizosa en que remata el paisaje.
El sol incendiaba roquedad, tierra y fronda. Sigüenza y los lugareños buscaron el refugio de las arcadas de un encalado riu-rau.
Cantaba con fiereza el coro ronco, chirriante de las cigarras.
Los hombres se echaron en el suelo. Gustaban con delicia la sombra.
Sigüenza se imaginaba al leproso, hundido en la zahurda, inter-poniendo una tapa de cañas a la caricia del cielo y de la luz; palpándose la lepra de su carne y manándole su alma lepra de odios. En el pueblo sonaba un sartal de horas.
El huésped las contó y al saberlas alzóse presuroso, sacudiéndose su pantalón de pana negra.
-¡Las dose, las dose!
Encargó, al salir de casa, que hiciesen arroz, y ya debía hallarse pajizo de puro cocido y rico. La mesa estará puesta y vestida con mantel limpio; habrá pan tierno, del día; aceitunas en salmuera; guindas rugosas, dulces y oreadas; un pollo emblandecido y aromatizado con tostones de tocino y cebollicas menudas como nueces; rajas de queso; confitura de arrope y vino de propio lagar... Comerán juntos Sigüenza, el médico y él.
Y se alborozaba fingiéndose el yantar cercano.
-Vámonos, vámonos, señor de Sigüensa -repetía. Pues "nada hay tan inoportuno como el hambre", que dijo Homero en su Odysea.

1.093.1 Miro (Gabriel) - 044

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