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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del vivir - Cap. VIII

El huésped dijo:
-Mire; ahí, en esa casa conosco bien. Podemos sentarnos, y me creo que verá algún leproso. Frente por frente vive una de esas del mal.
Asintió Sigüenza y entraron. Y vieron una mujer joven que pesaba harina, fiscalizada groseramente por una vieja cenceña.
Rapaces con delantales de, luto manchados de blanco subían y se arrastraban por muros de sacos henchidos.
En un arcón mostrábase abundosamente el trigo y el maíz. Medio hincados en esos montones brillaban los cogedores o uñas de lata.
Rica fragancia de salvado y harinas llenaba la limpia tienda y hacía pensar en blancos hornos campesinos y en tiernos panes tibios y sabrosos.
Por una vidriera sin vidrios pasábase a un aposentillo de cuyas paredes colgaban, como presentallas en altar de santo milagroso, racimos de hormas, patrones de cartón para calzares, trenzas de cordones negros y datilados.
Un hombre anguloso, extenso de cuello y enorme de manos, encogido en la femenil postura zapatera, cosía un remiendo a una bota negra, vieja, hinchada; semejaba de ahogado.
-A todo se da -gritó alegre el posadero; hase sapatos, vende harina, trata en granos... ¡Qué sabe, qué sabe usted!
-Sí; pero que cuente el señor -exclamó riendo el aludido. Siete hijos; la mujer, ocho; su madre, nueve; la casa, diez; la contribución..., ¡ah, y lo que vendrá...
Esto decíalo por su mujer, cuyo talle era más ancho de lo que conviniera.
-¿De modo que siete y éste ocho? -preguntó Sigüenza; e inconsciente-mente buscó con la vista a la que vendía harina.
Y el zapatero, que era trascendido, murmuró:
-No, no crea que f u é ella sola; ésta hace la tercera. ¡Y mire: sin mujer no hay pasar!
Palpitáronle los labios y los gruesos cartílagos de su nariz, que pendía temeraria en busca de la barba, aguda y saliente. Lo maravilloso en aquella cabeza era la frente: grande, lustrosa, fina, descarnada, y arrugábase pronto y de sutil manera; debía plegarse el hueso, que piel parecía no haberla.
Mordióse el bigote y dijo breve y rudo:
-¡Fuera!
Los rapaces, que habían rodeado a Sigüenza mirándolo como a barraca de feria, huyeron despavoridos a las hacinas de gruesas sacas.
El bienaventurado huésped, riendo y señalando la copia de muchachos, explicó:
-Esas ropicas negras son por la última, y ésta, ya lo ha oído, ya tiene lo suyo ... Que, ¿qué le parese, señor de Sigüenza?
-¡Qué quiere! Yo, sin mujer ... no puedo, no puedo... -replicaba el de la tienda.
Después preguntó al forastero
-¿Y usted, qué, por los leprosos? Ya lo sé, ya. Todo el pueblo lo sabe. Vienen muchos a verlos, pero hacer, nadie hace nada. Los miran, los miran y se van.
Hablaba inquietamente. Se retorcía, se plegaba sobre su escabel, mientras sus largas manos trabajaban en la bota negra, de blandos elásticos, hinchada, de náufrago.
-Un médico -prosiguió, no sé si ruso o qué, viro y trajo unos pomos de un unto que, según decía, ponérselos era curarse. Pues tres o cuatro que se pintaron o dieron con esa medicina, los mismos se curaron... que a poco tiempo murieron.
Hablaban en la tienda la mujer joven y la vieja de mirar codicioso.
Mentaba repetidamente "un medio real, un medio real".
Continuó el zapatero:
-Ahí, en un paraje que no está muy lejos, sano y apañado de árboles, quieren poner el lazareto, el hospital de leprosos. Ya va tiempo que esto suena..., pero hasta ahora no hay más que el terreno... y porque lo da Dios.
Esto, el huésped lo tuvo por colmado de sales, y rió de modo estrepitoso. Motilón o distraído, él rara vez conseguía la intención de una frase aderezada de dicacidad o donaire; pero si la alcanzaba, o siendo roma la diputaba de aguda, entonces reía, reía largamente.
Y el tendero añadió:
-No todos los que tienen la lepra quieren el hospital. Algunos hay que dicen: "¡Siquiera vivir libres, y no que campanada para dormir, campanada para comer!" Que curen y socorran, pero sin encierro.
En la calle gimió una puerta.
El zapatero dejó con rapidez en la mesita los trebejos, y asomóse a la reja del cuarto.
-Ahí enfrente vive una leprosa que apenas si le quedan manos. Yo pensaba- que era ella la que abría o cerraba, y es el marido que habrá entrado.
Sigüenza acercóse y vió una pared enjalbegada, una puerta baja; encima, un ventanuco, donde una cazuela desbocada nutría una albahaca pomposa.
-El marido está limpio como el ojo de un pez, ¿no maravilla esto?
Y el zapatero se restituyó a su pequeño
Complicáronsele las estupendas arrugas de su frente; en sus ojillos negros se encendieron luminarias, y habló de tiempos felices y amorosos de la leprosa, antes de serlo.
Fué apetecida con furia de mozos y viejos.
-... Yo no he visto mejores carnes que las dé ella. ¡Qué macizas, qué redondas! Al andar se movían de modo natural y decente. Aquello... ¡Fuera! -gritó con saña, interrumpiéndose.
Y la sarta de chiquillos, que, tácitos y cautelosos, habían invadido el estrecho taller, salió deshaciéndose como espantado grupo de gorriones.
-... ¡Aquello -prosiguió el rijoso, aquello era una hembra! ¡Plato de reyes! Yo me recuerdo bastantemente. Ella, así que se vió con el mal, se agarró a cualquiera. Ahora pasan por su costado sin mirarla. Y yo no la miro como no sea para decirme: ¡Señor, Señor!
Martilleó suela. Después dijo:
-¿Y a usted qué le parece esto? No le agradará, ¿verdad? ¿Qué hay que ver?
Aquí, Sigüenza le enteró de haber subido al Carrascal y bajado a una admirable y caprichosa cueva, descubierta en el mismo pueblo; de haber recorrido las huertas más grandes y frondosas y los viñales más ubérrimos.
-¡Más que yo, más que yo, y en tan poco tiempo! -exclamó el zapatero. Y yo vivo en Parcent va para veinte años... ¡Pero si no puedo ni salir!... De tarde me siento a la puerta y fumo durante un rato. Un amigo me dice adiós. Pasa un leproso y otro. La de ahí enfrente, sin mirarme, arrimada a la pared, se entra en su casa. Y yo, vuelta al trabajo... ¿Es esto vida?
En la tienda seguía la vieja que mercaba harina.
Estaba verdosa, hosca, terrible. Su afilada laringe amenazaba rasgar su cuello plegoso.
Decía -y miraba sesgadamente a la tendera- que la cuenta la entregara justa y muy justa.
Aquélla, exteniendo un brazo señalaba el montón de panizo del arcaz y afirmaba que allí había puesto los dineros; nadie entrara; no alcanzaban los chicos ... y los dineros veíalos faltos.
Porfiaba la vieja que los trajera cabales. La joven, que menguados estaban.
-No es por el medio real.
-¿Qué yo lo digo por el medio real?
-¡Ya sabemos adonde va medio real!


La calle baja, estrechada por rojizas tapias de corrales. Sigue el campo. Los primeros bancales erizaban las rotas y blancas cañas de los rastrojos. Alguna piedra brilla, algún trozo de vidrio o un retal de lata centellea. De la tierra seca, resquebrajada, del, ambiente encendido, de todo, brotaba como un hervor enorme, agobioso, que ensordecía; no era cantar, era un universal rugir de cigarras.
Por una esquina de aquellos tapiales apareció un hombre enlutado. A la espalda le colgaba un haz de hierba goteada con la grana de las amapolas.
Súbitamente el hombre retrocedió. Huía atravesando el ancho solejar de una tierra calma, cuando lo distinguió el posadero.
-Ese es el leproso que baja por las tardes al puente. Ahora verá.
Pero notando que aquél se alejaba, pisándose, cayendo del ansia de correr, le voceó desaforadamente.
-¡Si es un médico el señor -gritaba; que es un médico! ¡Para, paraaa...!
Se detuvo el lazarino, vuelta la cabeza a la sierra para no mirar a los hombres.
Su cara era brillante, blanda, tumefacta; entre posternas y caránculas amoratadas salían pelos lacios.
Le habló Sigüenza.
-Estoy así siete años, siete años... ¡Lo que el Señor quiera!
Y sonrió su boca llagada, pero sus ojos humildes mostraban recelos y se abatía su frente.
Le habló más Sigüenza.
Y el mísero, siempre en habla valenciana, decía:
-¡Lo que el Señor quiera! ¿Qué hay que hacer sino lo que el Señor quiera?
Y alzaba la cabeza y miraba al cielo, como si ofreciese su dolor y exclamase con Epicteto: "¡oh Dios, llueve sobre mí calamidades!"
Se fué agobiado de vergüenza, cayendo, pisoteándose, puesta una mano hinchada sobre su ruda frente melancólica.
-¿Y lo ha dejao ir tan pronto? ¿Qué ha sabido, pues? -dijo el hostelero.
Era crueldad mirarle y hablarle. Además, su alma estaba patente: mansa, resignada, lo había puesto todo en manos divinas. No, él no bramaba, no se enfurecía, no se rebelaba por su vivir de fiera.
Siete años de lepra... Y pensaba en los enfermos que conociera. Uno había durado catorce años; otro, doce; otro, nueve... Él cumplía los siete; pero no había la fortaleza de sus hermanos. Su mal se precipitaba; lo acabaría pronto. Sus pies, sus manos le pesaban como peñas. Una fiebre continua, sutil, le dejaba en la piel podrida un diminuto rocío de sudor. Él esperaba el fin como un místico.
"Por mí han dejado los mortales de mirar con terror la muerte" -dice Prometeo encadenado.
Las Oceánidas exclaman:
"¿Y qué remedio hallaste contra ese fiero mal?"
El dios mártir responde:
"Hice habitar entre ellos la ciega esperanza."


Por la tarde salió Sigüenza.
En un mas cercano al pueblo bebió agua fría de pozo y se sentó.
El masero, hombre flemático, insignificante de labios y hundido de ojos, calmosamente le hablaba de que conociera a su padre, al de Sigüenza, cuando aun no era tal padre.
Era cuento el suyo de muy memorioso.
Sigüenza miraba la hondonada viciosa de higueras, de olivos y manzanos, donde fluye la fuente. Detrás, los rius-raus, amontonados, fingen ruinas, pórticos viejos y rotos de un pueblo antiguo.
El labriego estaba satisfecho del faenar del día; veíasele en lo suave del discurso, en su general reposo. Fumaba y quería conversar. Sigüenza prefería el silencio. Pensó: "Yo puedo endichecer a este hombre con narrar o nutrir sus glosas a la vida." Pero Sigüenza estaba dominado aquella tarde de un feroz egoísmo. Y no hablaba. Ahora, sus ojos recorrían el campo, que iba apagándose dulcemente.
Junto a la casa se hace un sombraje de cañizo mal tejado y de paredes de adobes. Sucede la era gredosa, ancha como una charca quieta de fango; a una orilla, restos de un almiar y otro largo, entero, tumbado.
Llegó una mujer gruesa, tuerta, pañosa. Trabado de su diestra, colgaba un gallo grande, de recortada y encendida cresta; su casaca amarilla y negra daba torna soles verdes y morados. Pidió que se lo comprasen. Lo había mencster para remediar a su hombre que estaba consumido de dolores. Sólo en tal trance podía vender su pollo, sacado por palomos y criado con sus manos. Y la mujer jesuseó y vertió lágrimas.
Lo compró el labriego.
Quedó el gallardo animal en la era, empinándose sobre sus zancas poderosas, estirando el fastuoso cuello, volviendo a todo paraje su cabeza de hidalgo de corva nariz y ladeado chambergo.
Todo lo miraba con pasmo; después, altaneramente.
Frontera a la casa, una bardilla de polvorientas pitas ceñía, a trechos, llana tierra segada.
Por allí se movía, muy pausado, un grupo de gallinas presididas por su macho.
Más lejos, negreaban los pavos.
Todos vieron al advenedizo. Y se acercaron. Perdió aquél su altivez, pensó en la fuga. Mas luego embravecióse.
Sus pupilas negras y anaranjadas y su cresta puntosa se inundaron de sangre; erizósele la fina plumajeria de su elegante cuello y pisando bizarramente avanzó hacia el enemigo.
Dos desgarbados pavos, hundidas las cabezas en la negra sotana de sus plumas, llegaban cojeando y empujándose.
Sigüenza los miro con enojo, con rabia.
Necesitaba que algo se la inspirase para no sentirla por sí mismo.
Dos seres iban a acometerse; los dos eran briosos fuertes. Y él, Sigüenza, esperaba la riza con deseos comezón remordedora. ¿No era esto una baja mixtura un vergonzoso cruce de sentimientos? Sí, mil veces sí Sigüenza era incierto, indefinido. O totalmente cruel indiferente o piadoso. Mas participar de los tres naturales, eso era de almas plebeyas.
Necesariamente Sigüenza había de salirse de sí mismo y odiar a los pavos para no vituperarse por sus flaquezas, para evitar interior lucha, como la sufrida en la sierra ante el suplicio del alacrán.
Afición resuelta tenía por el pollo recién comprado. El émulo era alto, grueso, blanco, rubio; con grandes barbas purpúreas; con largos dedos aristocráticos y agudos espolones que pedían exterminio. Su cresta en cambio era femenina, pequeña; semejaba un gran señor, bien vestido y que no usara nada en la cabeza por dentro de casa.
Los rivales caracolearon uno junto al otro, diciéndose tremendas injurias con voz entrecortada, trémula de ira.
Sumisas, frías, cobardes, las gallinas picoteaban por la era. Algunas murmuraban hipócritamente con el pico cerrado y una pata en alto.
Una hembra rolliza, moñuda y calzada, se detuvo junto a los machos. Quizás era la favorita del de la masía y dábale, ánimo y pujanza, mostrándosele con todos sus mimos adorables y lascivos; tal vez romántica, generosa, plácida de la gentileza del nuevo, lastimada de su soledad, le acorría mirándole y alentaba con promesa enardecedora de caricias en bancales soleados...
Los pavos se hinchaban, se erizaban. Dejaron caer las rodelas de sus alas; desplegaron la cola. Las carnosidades de sus cuellos reventaban de sangre; sus fieros ojos tenían cercos azules.
Aquellas cabezas repulsivas tornábanse amarillas, blancas, bermejas, lívidas, verdosas, cual si un cristal prismático les fuera prestando el iris.
¡Oh! Estaban amenazadores, imponentes como locomotoras de plumas. Y pasaban y repasaban estruendosos cerca de los adversarios, vomitando las baladronadas de su canto semejante a un ladrido.
Hubo lucha cruenta.
El advenedizo sucumbió. Huyó a las pitas. Rodearon las gallinas a su macho, que envió al cielo su grito regocijante de victoria. En la paja caída de los almiares escarbaron afanosamente. Y el vencedor gozó de una manceba opulenta en plumaje prieto y sedefio.
Cantó otra vez. Ahora hizo dulce sonar de zampoña. ¡Venció, gozó y cantó en la tarde bella! Olvidaban generosamente al nuevo.
Los pavos, no; los ruines lo echaron de su refugio, lo persiguieron azotándole con sus firmes alas.
Tenían en su saña gesto aborrecible.
La masera sacó una colodra bien mediada de oloroso salvado.
El gallo corneteó avisando a sus hembras.
Acudieron también los perseguidores pisándose, atropellándose.
El vencido miraba, desde lejos, el espeso averío que rodeaba la vasija, entre cacareos jubilosos y picotazos de envidia.
Dió un paso tímido, indeciso, otro largo, temerario.
Se arrepintió. Tendió el cuello. ¡Quizás rio le advirtieran!
Tenía hambre. Y el pobre hidalgo, con la calza izquierda de plumas caída; acribillado el mustió sombrero de su cresta, en otro tiempo airosa, se fue acercando medroso y humilde a los alegres.
Cometió la torpeza de tropezar con una gallina bajita, atrabiliaria. "¡Ay! Usted perdone", pareció decirle el menesteroso. Ella le contestó con acritud y le arrancó y se llevó en su pico un cono del más suave plumón. Pidió un lugarcito a otra, flaca, gris, descolorida, que le arañó con una pata escamosa.
Al fin, bajo los cálidos corpezuelos de otras hembras, pudó gustar la blanda y regaladora masa pisoteada, de cuando en cuando, por el triunfador. Pero una pava blanca, alta, enjuta, remilgada, que recordaba la figura de una aya inglesa, lo denunció con frialdad aterradora. Y otra vez los pavos lo acometieron con sus picos costrosos de salvado.
El mísero comió solo, servido en una teja forrada de verdín que Sigüenza arrancó del sombrajo.
Y al acabar el crepúsculo, cuando toda la bandada disputábase, entre las paredes de adobes, rama o travesaño para pasar la noche, el labriego acomodó al hidalgo en lo más discreto del cobertizo. Pero apenas hubo salido el hombre movióse tumultuario aleteo; prodújose confusión de quejas, protestas, amenazas, zumbas, risas, gritos... y el advenedizo apareció, huído, espantado, lastimoso, entreabierto el pico, colgantes las alas, rotas sus plumas más lujosas ...
Desde la era, solo, transido, mirando a la noche, clamó al recuerdo de la mujer tuertaa y pañosa.
...Y a la entrada del sombrajo se apostaron los pavos, inmóviles, inexorables, siniestros como enlutados hombres y como hombres tenaces en su aborrecer, hasta sacrificar su descanso por dañar a sus hermanos.

1.093.1 Miro (Gabriel) - 044

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