El
huésped dijo:
-Mire;
ahí, en esa casa conosco bien. Podemos sentarnos, y me creo que verá
algún leproso. Frente por frente vive una de esas del mal.
Asintió
Sigüenza y entraron. Y vieron una mujer joven que pesaba harina,
fiscalizada groseramente por una vieja cenceña.
Rapaces
con delantales de, luto manchados de blanco subían y se arrastraban
por muros de sacos henchidos.
En
un arcón mostrábase abundosamente el trigo y el maíz. Medio
hincados en esos montones brillaban los cogedores o uñas de lata.
Rica
fragancia de salvado y harinas llenaba la limpia tienda y hacía
pensar en blancos hornos campesinos y en tiernos panes tibios y
sabrosos.
Por
una vidriera sin vidrios pasábase a un aposentillo de cuyas paredes
colgaban, como presentallas en altar de santo milagroso, racimos de
hormas, patrones de cartón para calzares, trenzas de cordones negros
y datilados.
Un
hombre anguloso, extenso de cuello y enorme de manos, encogido en la
femenil postura zapatera, cosía un remiendo a una bota negra, vieja,
hinchada; semejaba de ahogado.
-A
todo se da -gritó alegre el posadero; hase sapatos, vende harina,
trata en granos... ¡Qué sabe, qué sabe usted!
-Sí;
pero que cuente el señor -exclamó riendo el aludido. Siete hijos;
la mujer, ocho; su madre, nueve; la casa, diez; la contribución...,
¡ah, y lo que vendrá...
Esto
decíalo por su mujer, cuyo talle era más ancho de lo que
conviniera.
-¿De
modo que siete y éste ocho? -preguntó Sigüenza; e
inconsciente-mente buscó con la vista a la que vendía harina.
Y
el zapatero, que era trascendido, murmuró:
-No,
no crea que f u é ella sola; ésta hace la tercera. ¡Y mire: sin
mujer no hay pasar!
Palpitáronle
los labios y los gruesos cartílagos de su nariz, que pendía
temeraria en busca de la barba, aguda y saliente. Lo maravilloso en
aquella cabeza era la frente: grande, lustrosa, fina, descarnada, y
arrugábase pronto y de sutil manera; debía plegarse el hueso, que
piel parecía no haberla.
Mordióse
el bigote y dijo breve y rudo:
-¡Fuera!
Los
rapaces, que habían rodeado a Sigüenza mirándolo como a barraca de
feria, huyeron despavoridos a las hacinas de gruesas sacas.
El
bienaventurado huésped, riendo y señalando la copia de muchachos,
explicó:
-Esas
ropicas negras son por la última, y ésta, ya lo ha oído, ya tiene
lo suyo ... Que, ¿qué le parese, señor de Sigüenza?
-¡Qué
quiere! Yo, sin mujer ... no puedo, no puedo... -replicaba el de la
tienda.
Después
preguntó al forastero
-¿Y
usted, qué, por los leprosos? Ya lo sé, ya. Todo el pueblo lo sabe.
Vienen muchos a verlos, pero hacer, nadie hace nada. Los miran, los
miran y se van.
Hablaba
inquietamente. Se retorcía, se plegaba sobre su escabel, mientras
sus largas manos trabajaban en la bota negra, de blandos elásticos,
hinchada, de náufrago.
-Un
médico -prosiguió, no sé si ruso o qué, viro y trajo unos pomos
de un unto que, según decía, ponérselos era curarse. Pues tres o
cuatro que se pintaron o dieron con esa medicina, los mismos se
curaron... que a poco tiempo murieron.
Hablaban
en la tienda la mujer joven y la vieja de mirar codicioso.
Mentaba
repetidamente "un medio real, un medio real".
Continuó
el zapatero:
-Ahí,
en un paraje que no está muy lejos, sano y apañado de árboles,
quieren poner el lazareto, el hospital de leprosos. Ya va tiempo que
esto suena..., pero hasta ahora no hay más que el terreno... y
porque lo da Dios.
Esto,
el huésped lo tuvo por colmado de sales, y rió de modo
estrepitoso. Motilón o distraído, él rara vez conseguía la
intención de una frase aderezada de dicacidad o donaire; pero si la
alcanzaba, o siendo roma la diputaba de aguda, entonces reía, reía
largamente.
Y
el tendero añadió:
-No
todos los que tienen la lepra quieren el hospital. Algunos hay que
dicen: "¡Siquiera vivir libres, y no que campanada para dormir,
campanada para comer!" Que curen y socorran, pero sin encierro.
En
la calle gimió una puerta.
El
zapatero dejó con rapidez en la mesita los trebejos, y asomóse a la
reja del cuarto.
-Ahí
enfrente vive una leprosa que apenas si le quedan manos. Yo pensaba-
que era ella la que abría o cerraba, y es el marido que habrá
entrado.
Sigüenza
acercóse y vió una pared enjalbegada, una puerta baja; encima, un
ventanuco, donde una cazuela desbocada nutría una albahaca pomposa.
-El
marido está limpio como el ojo de un pez, ¿no maravilla esto?
Y
el zapatero se restituyó a su pequeño
Complicáronsele
las estupendas arrugas de su frente; en sus ojillos negros se
encendieron luminarias, y habló de tiempos felices y amorosos de la
leprosa, antes de serlo.
Fué
apetecida con furia de mozos y viejos.
-...
Yo no he visto mejores carnes que las dé ella. ¡Qué macizas, qué
redondas! Al andar se movían de modo natural y decente. Aquello...
¡Fuera! -gritó con saña, interrumpiéndose.
Y
la sarta de chiquillos, que, tácitos y cautelosos, habían invadido
el estrecho taller, salió deshaciéndose como espantado grupo de
gorriones.
-...
¡Aquello -prosiguió el rijoso, aquello era una hembra! ¡Plato de
reyes! Yo me recuerdo bastantemente. Ella, así que se vió con el
mal, se agarró a cualquiera. Ahora pasan por su costado sin mirarla.
Y yo no la miro como no sea para decirme: ¡Señor, Señor!
Martilleó
suela. Después dijo:
-¿Y
a usted qué le parece esto? No le agradará, ¿verdad? ¿Qué hay
que ver?
Aquí,
Sigüenza le enteró de haber subido al Carrascal y bajado a una
admirable y caprichosa cueva, descubierta en el mismo pueblo; de
haber recorrido las huertas más grandes y frondosas y los viñales
más ubérrimos.
-¡Más
que yo, más que yo, y en tan poco tiempo! -exclamó el zapatero. Y
yo vivo en Parcent va para veinte años... ¡Pero si no puedo ni
salir!... De tarde me siento a la puerta y fumo durante un rato. Un
amigo me dice adiós. Pasa un leproso y otro. La de ahí enfrente,
sin mirarme, arrimada a la pared, se entra en su casa. Y yo, vuelta
al trabajo... ¿Es esto vida?
En
la tienda seguía la vieja que mercaba harina.
Estaba
verdosa, hosca, terrible. Su afilada laringe amenazaba rasgar su
cuello plegoso.
Decía
-y miraba sesgadamente a la tendera- que la cuenta la entregara justa
y muy justa.
Aquélla,
exteniendo un brazo señalaba el montón de panizo del arcaz y
afirmaba que allí había puesto los dineros; nadie entrara; no
alcanzaban los chicos ... y los dineros veíalos faltos.
Porfiaba
la vieja que los trajera cabales. La joven, que menguados estaban.
-No
es por el medio real.
-¿Qué
yo lo digo por el medio real?
-¡Ya
sabemos adonde va medio real!
La
calle baja, estrechada por rojizas tapias de corrales. Sigue el
campo. Los primeros bancales erizaban las rotas y blancas cañas de
los rastrojos. Alguna piedra brilla, algún trozo de vidrio o un
retal de lata centellea. De la tierra seca, resquebrajada, del,
ambiente encendido, de todo, brotaba como un hervor enorme, agobioso,
que ensordecía; no era cantar, era un universal rugir de cigarras.
Por
una esquina de aquellos tapiales apareció un hombre enlutado. A la
espalda le colgaba un haz de hierba goteada con la grana de las
amapolas.
Súbitamente
el hombre retrocedió. Huía atravesando el ancho solejar de una
tierra calma, cuando lo distinguió el posadero.
-Ese
es el leproso que baja por las tardes al puente. Ahora verá.
Pero
notando que aquél se alejaba, pisándose, cayendo del ansia de
correr, le voceó desaforadamente.
-¡Si
es un médico el señor -gritaba; que es un médico! ¡Para,
paraaa...!
Se
detuvo el lazarino, vuelta la cabeza a la sierra para no mirar a los
hombres.
Su
cara era brillante, blanda, tumefacta; entre posternas y caránculas
amoratadas salían pelos lacios.
Le
habló Sigüenza.
-Estoy
así siete años, siete años... ¡Lo que el Señor quiera!
Y
sonrió su boca llagada, pero sus ojos humildes mostraban recelos y
se abatía su frente.
Le
habló más Sigüenza.
Y
el mísero, siempre en habla valenciana, decía:
-¡Lo
que el Señor quiera! ¿Qué hay que hacer sino lo que el Señor
quiera?
Y
alzaba la cabeza y miraba al cielo, como si ofreciese su dolor y
exclamase con Epicteto: "¡oh Dios, llueve sobre mí
calamidades!"
Se
fué agobiado de vergüenza, cayendo, pisoteándose, puesta una mano
hinchada sobre su ruda frente melancólica.
-¿Y
lo ha dejao ir tan pronto? ¿Qué ha sabido, pues? -dijo el
hostelero.
Era
crueldad mirarle y hablarle. Además, su alma estaba patente: mansa,
resignada, lo había puesto todo en manos divinas. No, él no
bramaba, no se enfurecía, no se rebelaba por su vivir de fiera.
Siete
años de lepra... Y pensaba en los enfermos que conociera. Uno había
durado catorce años; otro, doce; otro, nueve... Él cumplía los
siete; pero no había la fortaleza de sus hermanos. Su mal se
precipitaba; lo acabaría pronto. Sus pies, sus manos le pesaban como
peñas. Una fiebre continua, sutil, le dejaba en la piel podrida un
diminuto rocío de sudor. Él esperaba el fin como un místico.
"Por
mí han dejado los mortales de mirar con terror la muerte" -dice
Prometeo encadenado.
Las
Oceánidas exclaman:
"¿Y
qué remedio hallaste contra ese fiero mal?"
El
dios mártir responde:
"Hice
habitar entre ellos la ciega esperanza."
Por
la tarde salió Sigüenza.
En
un mas cercano al pueblo bebió agua fría de pozo y se sentó.
El
masero, hombre flemático, insignificante de labios y hundido de
ojos, calmosamente le hablaba de que conociera a su padre, al de
Sigüenza, cuando aun no era tal padre.
Era
cuento el suyo de muy memorioso.
Sigüenza
miraba la hondonada viciosa de higueras, de olivos y manzanos, donde
fluye la fuente. Detrás, los rius-raus, amontonados, fingen ruinas,
pórticos viejos y rotos de un pueblo antiguo.
El
labriego estaba satisfecho del faenar del día; veíasele en lo suave
del discurso, en su general reposo. Fumaba y quería conversar.
Sigüenza prefería el silencio. Pensó: "Yo puedo endichecer a
este hombre con narrar o nutrir sus glosas a la vida." Pero
Sigüenza estaba dominado aquella tarde de un feroz egoísmo. Y no
hablaba. Ahora, sus ojos recorrían el campo, que iba apagándose
dulcemente.
Junto
a la casa se hace un sombraje de cañizo mal tejado y de paredes de
adobes. Sucede la era gredosa, ancha como una charca quieta de fango;
a una orilla, restos de un almiar y otro largo, entero, tumbado.
Llegó
una mujer gruesa, tuerta, pañosa. Trabado de su diestra, colgaba un
gallo grande, de recortada y encendida cresta; su casaca amarilla y
negra daba torna soles verdes y morados. Pidió que se lo comprasen.
Lo había mencster para remediar a su hombre que estaba consumido de
dolores. Sólo en tal trance podía vender su pollo, sacado por
palomos y criado con sus manos. Y la mujer jesuseó y vertió
lágrimas.
Lo
compró el labriego.
Quedó
el gallardo animal en la era, empinándose sobre sus zancas
poderosas, estirando el fastuoso cuello, volviendo a todo paraje su
cabeza de hidalgo de corva nariz y ladeado chambergo.
Todo
lo miraba con pasmo; después, altaneramente.
Frontera
a la casa, una bardilla de polvorientas pitas ceñía, a trechos,
llana tierra segada.
Por
allí se movía, muy pausado, un grupo de gallinas presididas por su
macho.
Más
lejos, negreaban los pavos.
Todos
vieron al advenedizo. Y se acercaron. Perdió aquél su altivez,
pensó en la fuga. Mas luego embravecióse.
Sus
pupilas negras y anaranjadas y su cresta puntosa se inundaron de
sangre; erizósele la fina plumajeria de su elegante cuello y pisando
bizarramente avanzó hacia el enemigo.
Dos
desgarbados pavos, hundidas las cabezas en la negra sotana de sus
plumas, llegaban cojeando y empujándose.
Sigüenza
los miro con enojo, con rabia.
Necesitaba
que algo se la inspirase para no sentirla por sí mismo.
Dos
seres iban a acometerse; los dos eran briosos fuertes. Y él,
Sigüenza, esperaba la riza con deseos comezón remordedora. ¿No era
esto una baja mixtura un vergonzoso cruce de sentimientos? Sí, mil
veces sí Sigüenza era incierto, indefinido. O totalmente cruel
indiferente o piadoso. Mas participar de los tres naturales, eso era
de almas plebeyas.
Necesariamente
Sigüenza había de salirse de sí mismo y odiar a los pavos para no
vituperarse por sus flaquezas, para evitar interior lucha, como la
sufrida en la sierra ante el suplicio del alacrán.
Afición
resuelta tenía por el pollo recién comprado. El émulo era alto,
grueso, blanco, rubio; con grandes barbas purpúreas; con largos
dedos aristocráticos y agudos espolones que pedían exterminio. Su
cresta en cambio era femenina, pequeña; semejaba un gran señor,
bien vestido y que no usara nada en la cabeza por dentro de casa.
Los
rivales caracolearon uno junto al otro, diciéndose tremendas
injurias con voz entrecortada, trémula de ira.
Sumisas,
frías, cobardes, las gallinas picoteaban por la era. Algunas
murmuraban hipócritamente con el pico cerrado y una pata en alto.
Una
hembra rolliza, moñuda y calzada, se detuvo junto a los machos.
Quizás era la favorita del de la masía y dábale, ánimo y pujanza,
mostrándosele con todos sus mimos adorables y lascivos; tal vez
romántica, generosa, plácida de la gentileza del nuevo, lastimada
de su soledad, le acorría mirándole y alentaba con promesa
enardecedora de caricias en bancales soleados...
Los
pavos se hinchaban, se erizaban. Dejaron caer las rodelas de sus
alas; desplegaron la cola. Las carnosidades de sus cuellos reventaban
de sangre; sus fieros ojos tenían cercos azules.
Aquellas
cabezas repulsivas tornábanse amarillas, blancas, bermejas, lívidas,
verdosas, cual si un cristal prismático les fuera prestando el iris.
¡Oh!
Estaban amenazadores, imponentes como locomotoras de plumas. Y
pasaban y repasaban estruendosos cerca de los adversarios, vomitando
las baladronadas de su canto semejante a un ladrido.
Hubo
lucha cruenta.
El
advenedizo sucumbió. Huyó a las pitas. Rodearon las gallinas a su
macho, que envió al cielo su grito regocijante de victoria. En la
paja caída de los almiares escarbaron afanosamente. Y el vencedor
gozó de una manceba opulenta en plumaje prieto y sedefio.
Cantó
otra vez. Ahora hizo dulce sonar de zampoña. ¡Venció, gozó y
cantó en la tarde bella! Olvidaban generosamente al nuevo.
Los
pavos, no; los ruines lo echaron de su refugio, lo persiguieron
azotándole con sus firmes alas.
Tenían
en su saña gesto aborrecible.
La
masera sacó una colodra bien mediada de oloroso salvado.
El
gallo corneteó avisando a sus hembras.
Acudieron
también los perseguidores pisándose, atropellándose.
El
vencido miraba, desde lejos, el espeso averío que rodeaba la vasija,
entre cacareos jubilosos y picotazos de envidia.
Dió
un paso tímido, indeciso, otro largo, temerario.
Se
arrepintió. Tendió el cuello. ¡Quizás rio le advirtieran!
Tenía
hambre. Y el pobre hidalgo, con la calza izquierda de plumas caída;
acribillado el mustió sombrero de su cresta, en otro tiempo airosa,
se fue acercando medroso y humilde a los alegres.
Cometió
la torpeza de tropezar con una gallina bajita, atrabiliaria. "¡Ay!
Usted perdone", pareció decirle el menesteroso. Ella le
contestó con acritud y le arrancó y se llevó en su pico un cono
del más suave plumón. Pidió un lugarcito a otra, flaca, gris,
descolorida, que le arañó con una pata escamosa.
Al
fin, bajo los cálidos corpezuelos de otras hembras, pudó gustar la
blanda y regaladora masa pisoteada, de cuando en cuando, por el
triunfador. Pero una pava blanca, alta, enjuta, remilgada, que
recordaba la figura de una aya inglesa, lo denunció con frialdad
aterradora. Y otra vez los pavos lo acometieron con sus picos
costrosos de salvado.
El
mísero comió solo, servido en una teja forrada de verdín que
Sigüenza arrancó del sombrajo.
Y
al acabar el crepúsculo, cuando toda la bandada disputábase, entre
las paredes de adobes, rama o travesaño para pasar la noche, el
labriego acomodó al hidalgo en lo más discreto del cobertizo. Pero
apenas hubo salido el hombre movióse tumultuario aleteo; prodújose
confusión de quejas, protestas, amenazas, zumbas, risas, gritos...
y el advenedizo apareció, huído, espantado, lastimoso, entreabierto
el pico, colgantes las alas, rotas sus plumas más lujosas ...
Desde
la era, solo, transido, mirando a la noche, clamó al recuerdo de la
mujer tuertaa y pañosa.
...Y
a la entrada del sombrajo se apostaron los pavos, inmóviles,
inexorables, siniestros como enlutados hombres y como hombres tenaces
en su aborrecer, hasta sacrificar su descanso por dañar a sus
hermanos.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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