Fueron
tres hermanas y un hermano. Siempre se vieron vestidos de negro.
Ellas
y los padres pasaban como una larga nube de crespón por lo apartado
de la ciudad, por las huertas de la cercanía, dejando en las almas
un perfume de flor de desgracia.
-El
primer luto que nos pusieron -habláronse una tarde las dos hermanas
mayores- fué por tío Ricardo, que vivía en nuestra casa. ¿Te
acuerdas?
-Sí
que me acuerdo; era alto y rubio, como nuestro padre; llevaba lentes,
y cuando se los quitaba para limpiarlos con un trocito de guante de
la abuelita le mirábamos mucho los ojos y le decíamos si tenía
sueño. ¿Verdad?
-Y
tenía ojos muy hermosos, verdes, muy tristes, así como gotas de
estanque con luna.
-No
hemos sabido nunca su muerte.
-¡Si
no estuvo enfermo!
-Ya
lo sé. No
le vimos un día; al siguiente tampoco; preguntamos por él, y sólo
nos dijeron y nos han dicho siempre que había sido muy desgraciado.
-La
abuelita no lloró..., no lloraba nunca.
-Lloraba,
pero sin oírsele. ¿No te acuerdas de ella?
-Sí
que me acuerdo; alta, muy blanca; su frente era para corona de reina
antigua o de la Virgen. ¿Verdad?
-Siempre
sentada en su butaca del salón, aquel salón tan oscuro aunque
abrieran los balcones de celosías o encendieran la lámpara grande...
-Es
que era inmenso y así viejo..., envejecido como una persona... Tú
noo querías entrar sola.
-Ni
tú tampoco: Íbamos juntas y cantando; pero ya dentro, dentro no
podíamos cantar porque nos imponía como la catedral.
-A
mí me daban miedo los retratos. Es que no había ninguno de vivo.
Todos ya de señores y señoras muertos.
-De
nuestra familia...
Hermanos, hijos de los abuelos..., ya ves, de nuestra familia, y los
mirábamos y nos decíamos: son nuestros, nuestros, y nunca los hemos
visto ni los veremos... ¡Nuestros! ¡No lo parecía!
-Si
te fijas y escuchas muy en lo hondo de ti misma verás como sí.
...Quedaron
silenciosas. Después, la que había negado suspiró:
-Es
verdad, sí, nuestros; pero esta palabra huele como las flores
marchita guardadas en un libro.
-¡La
abuelita sí que no tenía miedo! Delante de su butaca pusieron el
retrato de tío Ricardo. Lo miraba mucho tiempo, diciendo:
"¡Hijo
mío, pobre hijo mío!..." Nosotras la oíamos desde la
habita-ción de los juguetes, que estaba al lado. Y una tarde que
nevaba, cuando pasó Koff a encender luz, la encontró muerta,
torcida hacia el lado izquierdo... Nosotras entramos, y la tocamos y
la besamos... Parecía viva, pero muy triste, muy triste... Le
enjugamos los ojos. ¡Ya ves si lloraba!
...Entonces
nos marchamos a aquella finca nuestra tan grande, de techos de
iglesia, que tenía un bosque muy negro como los de esos castillos
que pintan. Y al poco tiempo volvimos a la ciudad. Antes de subir al
carruaje, mamá fué pasando por todas las habitaciones, llorando,
llorando. ¡Qué delgada estaba!
-Nuestra
hermanita también lloró.
-Bueno,
sí; la pobrecilla lloraba lo mismo que se reía, sin saberlo. ¿Por
qué nacerán algunos niños de ese modo..., enfermos, lisiaditos?
Tenía una piernecita corta, retorcida y podrida, y todos los meses
le abrían la cadera y le quemaban las llagas...
-¡Qué
boca tan blanca y tan seca siempre!
-¡Pues
y la mirada! Mirada de niño que se muere pronto, -padeciendo
siempre.
-¡Nuestros
padres, qué desventurados!
-...
Después
murió mamá ...
-No
la vimos morir. Nos separamos de ella. Muerta la besamos, y era como
esas santas que dicen las historias que dejan fragancia... Koff, el
pobre ruso, nos llevaba a paseo por los campos.
-¿Y
te acuerdas de una tarde que voló un cuervo, muy despacio, encima de
nosotras? Koff lo ahuyentó con su bastón y con piedras... "¿Lo
habéis visto?" -nos dijo temblando. Yo oigo siempre un chirrido
de alas viejas de otro cuervo más grande, más negro; sus alas son
enormes, y hacen noche en la maliana. ¡Oh, el pobre Koff! ¿Vamos a
verle?
Y
fueron las doncellas a otra estancia. El viejo ruso era gordo, blanco
y calvo. Vestía un gabán recio, y oscuro y calzaba alpargatas.
Acostado sobre un vetusto mueble, fumaba envolviéndose en nieblas
azules de olor penetrante.
-¡Oh
princesitas! -exclamó, alzándose. ¿Ya vino
Pablo?
Hablaba
del hermano.
Habían
sido familia venida de árbol opulento; pero formóse ya en la
declinación de la ventura y sufrió rigores de suerte. Para
mejorarla estuvo el padre en Varsovia, donde abuelos suyos dejaron
hacienda y amistades. Mas fué también desgraciado en Varsovia.
Koff
acompañé al señor en su regreso. Koff, un solitario, a ley de
mujick, desyugado por la hidalguía castellana, y que pasó de siervo
en las soledades a confidente en el hogar y custodio de los hijos.
Asistió a todos los quebrantos y dolor de las muertes. Fué la
postrera la del señor. Le cercaban los hijos y Koff. Pablo, que
tenía asida una mano del padre, sintió romperse entre sus dedos el
pulso santísimo. Y todo el cuerpo del padre se derrumbó en el
lecho, inclinando levemente la cabeza. Transidas, aterradas, lo
miraban las hijas.
Pablo
las atrajo a sus brazos; las besó.
-No
os apuréis así; pensad que aun os quedo yo.
Koff
pudo apartarlas y al salir besó los pies y las manos del muerto.
"¡Oh, un cuervo gigantesco había hundido sus garras en el
corazón de los señores, y sus alas nublaban sus frentes!"
Pablo
llegó tarde.
Lo
vieron las hermanas distraído, renovado de vida y lumbre en la
mirada. En aquella mañana estuvo gozoso. Bromeaba a Koff.
Koff
se decía: "¡Vendrán nuevas de dichas cuando apenas queden
almas que las gocen!...” Pablo hablaba, Pablo reía, y él siempre
estuvo hosco y callado.
Acabada
la comida, Koff hacía del reacio para llevarse los servicios y ronas
de la mesa.
-Koff
-dijo Pablo,
tú no quisieras marcharte dentro, porque sospechas he de hablar.
Al
oírlo se inflamaron las poderosas mejillas del buen Koff. Abrió las
puertas y desapareció.
-¡Koff!
-gritáronle los hermanos sonriendo. Y salieron en su busca.
Volvió
el ruso, abrazado por los tres jóvenes.
-¡Yo
vi alegría en la frente del señor!
-¡Cómo
señor
! ¿Ya no soy Pablo?
-...
Yo vi alegría en tu frente y en tus ojos... Y yo sentí el peso y lo
negro de las alas que yo veo siempre; por eso yo miraba sin entender;
yo miraba...
-Siéntate,
Koff -le ordenó el hermano. Estuvieron conversando mucho tiempo.
Pablo
hablaba anhelosamente. Una llama de felicidad le alumbraba.
Koff,
receloso, miraba al joven, miraba a las doncellas, y meditaba
contemplando sus manos cruzadas.
-Koff,
¿tú qué dices? -le requirió Pablo.
-¡Oh
señor!
-¡Otra
vez señor!
-Sí,
mi señor.
-Y
a vosotras, ¿qué os parece? -añadió el joven, volviendo su
palabra a las doncellas.
-¡Nosotras!
-suspiró la menor, y sus labios sonrieron con dulzura.
Y
la hermana dijo:
-¿Y
cómo no nos hablaste antes de todo?
-La
persistencia de nuestro infortunio me hizo desconfiar. Era
inseparable para mí la dicha de amor y el triunfo de la casa. Hoy os
lo he dicho porque todo es cierto; y se cumplirá... Hermanas, os
daré en mi mujer compañía tierna de madre.
Ellas
le besaron.
Salieron
juntas. Koff las seguía.
-¿Oíste,
Koff? ¿Qué dices tú de Pablo y de su casamiento?
-¡Oh
princesitas, princesitas mías?
Se
harían las bodas sin fiestas ni anuncios por recogimiento de luto.
Koff
hubo de viajar para negocios de Pablo. Y tornó días antes de la
ceremonia.
-¿Ya
conocéis a vuestra hermana? -preguntó a las doncellas.
-Aún
no. No hemos salido, Koff. Pablo dice que vendrá ella una tarde
acompañada de los suyos para visitarlo todo y vernos.
Y
en la siguiente, cuando estaban en coloquio de ternura, recordando a
tío Ricardo, a la hermanita enferma, a los padres y toda su infancia
de tristeza, voces y risas nuevas se esparcieron en la quietud de
este hogar roto.
Koff
y las doncellas fueron al encuentro de Pablo y de la novia, que traía
cortejo de parientes y amigos.
El
ruso quedó en el quicial de la estancia donde se reunieron.
Y
en los tres penetró una mirada fría y enemiga.
Pablo
acercó a las huérfanas. Y la amada las besó levemente. Y al
separarse, las hermanas se buscaron y muy juntas otra vez se dijeron
con la mirada el angustioso desamparo de sus vidas, mientras Koff se
alejaba a su aposento, humillando la cabeza, que parecía huir de la
pesadumbre de unas alas abiertas siempre sobre aquella casa.
1900.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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