Hogar
es familia unida tiernamente y siempre. El padre, en sus pláticas,
es amigo llano de los hijos, mientras la madre, en los descansos de
su labor, los mira sonriendo. Una templada contienda entre los
hermanos hace que aquél suba a su jerarquía patriarcal y decida y
amoneste con dulzura. Viene la paz, y el padre y los hijos se vierten
puras confianzas, y toda la casa tiene beatitud y calma de un trigal
en abrigaño de sierra, bajo el sol.
A
los retraídos aposentos de muebles enfundados suele llegar frescura
y vida de risa moza; y vuelto el silencio, síguese la voz del padre
que cuenta de su infancia, de la casa de los abuelos ... y las
memorias de las costumbres de antaño, celebradas buenamente en
familia, se trenzan con las travesuras infantiles de lbs hijos, ya
hombres, que están atendiendo. Y, el íntimo y sereno
contenta-miento acaba cuando el padre queda con la mirada alta y
distraída recordando el verdor de su vida; suspira, o bien murmura:
"¡En fin!", y mira al reloj. Entonces, los hijos besan su
frente y su mano y la mano y la frente de la madre...
Los
muebles también son amados. Macizos, grandes y poderosos, sin
alindamiento ni gracia de catálogos de mueblistas falaces. Los
labraron pacientes y humildes oficiales en cipreses, nogales, caobas.
Los fundadores del hogar, entonces prometidos, vieron los árboles,
arrancados en heredades propias o traídos de bosques remotos, y
aspiraron de los troncos la fragancia de su limpia y noble
ancianidad.
Estos
viejos muebles han asistido a los regocijos y quebrantos de la casa y
sufrieron con bondad y complacencia de abuelo los antojos y agravios
de los hijos peq,ueños. Las maderas se han hecho prietas, tomadas
como de una pátina de vetustez y carilio.
Un
reloj era lo predilecto de todo el ajuar.
Comprólo
el padre
en la húmeda tienda de un viejo artesano. Dos generaciones del mismo
linaje habían ya conocido a este hombre en la senectud. Su obrador
estaba en un portal cerrado por cancel. Luz de aceite con verde
pantalla alumbraba su cráneo redondo de monje, inclinado para
estudiar con recia lupa las entrañas de cualquier mecanismo.
Este
reloj era el decano de todos, y formaba grande óvalo de ébano con
taracea de aceros oxidados; las horas teníalas de traza latina,
protegidas por un cristal grueso y hermoso; su latido era muy
reposado y la campana sonaba como grave nota de órgano, y su
vibración entraba a todas las habitaciones, derramándose en sus
ámbitos mansamente, como el tañido de un Angelus aldeano.
Para
la familia era este reloj un antepasado o el pecho de un antepasado
de todos los relojes de sus mayores, de corazón sonoro y sabia voz.
En la casa vivía de su origen; y tanto lo humanizó la piadosa
fantasía del padre y lo respetaron todos, que, sin necesidad de
nianifiesto entredicho, sólo sus manos santas y augustas curaban del
reloj y proveían su cuerda, despacio y blandamente, mientras la
esposa y los hijos miraban como miramos al médico cuando visita y
escucha a un enfermo nuestro.
Esto
acontecía una vez semanal y en precisa hora. Al tañerla el pecho de
ébano del antepasado cometía la vanidad de prepararse ruidosamente.
La familia se burlaba.
-Es
preciso y no tenéis razón para esas malicias -decía el padre. ¡Son
cuarenta años de buenos servicios!
Y
el reloj parecía mirar a todos muy gravemente por las cuentas de las
llaves, entre las VIII y las IV.
...Llegó
un día en que las entrañas del noble reloj padecieron flaqueza y
agotamiento. Daba las horas con doliente fatiga; de tañido a tañido
mediaban silencios intranquilizadores. Nadie lo tocaba ni atendía.
Otro, pequeño, mudo, de mesita de enfermero, gozaba los cuidados y
miradas de todos.
La
estancia del decano, que era el comedor, se halla desierta, sin risas
ni pláticas. El padre moría lentamente.
Y
el lacerado. corazón del buen reloj no tuvo la caricia de las santas
manos y desprendióse del pecho, rompiéndose. Alguien que pasaba
entonces oyó un golpe y un crujido de lastimera música y todo el
óvalo de ébano resonó mucho tiempo. Detúvose aterrado. No se
hendía el silencio con la medida del péndulo. Acercóse y lo halló,
derribado.
Cundió
la noticia con misterio desolador de augurio.
Buscóse
al dejo de la tienda, y ya no vino, sino un mozo, nieto de aquel
mecánico, que cargó sobre sus anchos hombros al pobre antepasado de
todos los relojes del bogar. Y en tanto qué salían por corredores y
aposentos, el mazuelo de las horas, al ludir con la recia espiral,
produjo una trémula lamentación que se esparció por los ámbitos
de las salas de muebles enfundados.
Y
al mes lo
trajeron. Ya había muerto el padre. La madre y los hijos recorrían
las salas, los dormitorios, el comedor... Todo, ¡qué grande ahora!
Estaban
cenando. Y de súbito se miraron estremecidos, hablán-dose con los
ojos su desventura. Luego los alzaron como para adorar sagrada
reliquia. Y del pecho de ébano salieron profundas y tem-pladas las
horas, derramándose en todos los recintos y dejando fugaz ilusión
de padre vivo...
1908.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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