Estaba
abierto el portal de la escuela porque ya era verano. Pronto
llegarían los gozosos meses de la vacación. Los chicos miraban
desde sus bancos la tarde luminosa y callada de los campos dorados y
maduros y el cielo descendiendo serenamente en la llanura.
La
escuela había sido labrada dentro de los muros del viejo adarve, en
lo postrero y alto de la aldea. Algunas cabras de los ganados que
salían a pacer en la vera se asomaban roznando las matas de las
ruderas y grietas; los leñadores, que venían de lo abrupto,
doblados por los costales verdes y olorosos, dejaban en el recinto
fragancia y sensación de cumbres. La entrada de un
diablillo-murciélago, el profundo zumbido de una abeja, dos
mariposas blancas que volaban rasando el mapa de España y Portugal
divertía ruidosamente a todos. Y el señor maestro no se enojaba.
Ya
era pasada la hora de que los muchachos saliesen, y el viejo maestro
no lo permitía, hablando, hablando; pero ellos no le hacían caso, y
a hurto suyo se desafiaban y concertaban las pedreas en el eriazo del
Calvario o se decían en cuál gárgola de la iglesia anidaba un
cernícalo.
Y
el señor maestro repetía su siembra de piedad. "¿Por qué
habéis de coger los nidos? Yo digo que si lo hiciérais por llevar a
los pájaros chiquitines abrigo y alimento, creyendo que en el árbol
y en el campo no lo tienen, casi casi se os podría perdonar...
Torregrosa, estése quieto... Pero no, señor; agarráis un pobre
pájaro; luego lo atáis, arrastrándolo por el aire... ¿Que no?..."
Los
chicos estregaban los pies sobre las losas, tosían, golpeaban los
bancos..., y el maestro los dejaba libres. Y salían gritando
alborozadamente.
Desde
el quicial veíalos el viejo subir a las ruinas, esparcirse por los
bancales. Un árbol movía sus ramas bajo la pesadumbre de los
rapaces. Después los chicos escapaban mirando hacia la escuela.
-¡Han
robado otro nido!
Y
los ojos del maestro viajaban por el paisaje, que iba quedando en
dulce apagamiento.
Entraba;
encendía su lámpara de aceite, y dormitaba escribiendo su tratado
de Prosodia.
Por
los pupitres sonaba un ruido áspero de brincos y golpes recios de
alas. La mirada del maestro se hundía amorosa en la penumbra de la
escuela.
-Ven,
pobrete, ven -decía riendo.
Sacaba
de su faltriquera un puño de granos de maíz y derramábalos sobre
la mesa...
-Ven,
hijo, Arturo, ven; ya se han marchado todos.
Entonces
un pájaro grande saltaba por el suelo con las alas tendidas como
haldas demasiado largas; subía a la tarima; resonaba un aleteo, y
junto a la rugosa mano del maestro aparecía ufanamente un cuervo.
En
la mañana encalmada, caliente y azul de jueves Santo del otro año
que vino dentro de la tibieza amorosa de abril, bajó el maestro del
collado de su aldea. Nunca le pareció el paisaje. tan reposado,
limpio y bueno
como en ese día. No sonaba una voz labriega ni se balanceaba un
árbol; apenas se estremecían y rizaban las cimas de los panes, tan
altos y granados. La pureza del ambiente lo presentaba todo limpio,
próximo, como guardado bajo recinto de cristal.
Ya
muy lejos, pasó el maestro la honda zubia, y entróse por tierra
pradefia, donde el ganado pacía libremente. Los pastores
conversaban tendidos; eran mozos. Distante y encima de la hierba
tenían sus hacecicos de esparto para tejer, y sus mantas y zurrones
con el repuesto.
Los
saludó el maestro con dulzura y sonrisa de abad viejecito.
-¿Tampoco
hoy hicisteis fiesta, siquiera para asist a los Oficios?
-¡Nosotros
tenemos oficio perenne!
-¿Ninguna
cabra es vuestra? -les dijo después, viéndoles tirar piedras, no
para advertir, sino enfurecidos, con deseo de acertar en la res.
-¡Qué
va a serlo, qué va a serlo! Todas son de uno que se está en el
pueblo.
Por
el azul pasaban tres cuervos. Volaban despacio y redonda-mente.
Entonces el paisaje parecía más agreste; su paz más profunda y
serena.
Viéndolos
uno de los pastores, dijo:
-¡No
hay animal tan galopo como ése!
-Todos
-repuso el señor maestro,
todos tienen su malicia; pero también su bondad. Y en este día todo
ha de parecernos santo.
-¡Si
son merenderos! -gritó sañudo el mozo- ¡Hay de ellos, que sólo
pasad del companage que nos roban!
Los
negros pájaros se habían apartado, bajando, cayendo. Dos pastores
se hundieron en la espesa verdura, deslizándose. Luego una piedra
rasgó el azul; corrieron los hombres, tirando sus cayadas; volaron
dos cuervos; en el cielo se perdia un gañido de dolor, y una voz de
Júbilo, fuerte, encendida, gritaba:
-¡Cayó
uno; pero aún, aún esta vivo el ladrón!
-¡Déjalo,
déjalo que lo remate la perra mía!
Fueron
todos a verlo; tenía tronchadas las alas, una garra rota y el
plumaje amasado de tierra, sangre y zumo de hierba.
No
consintió el maestro que lo acabasen; lo pidió para curarlo y
tenerlo, y con el sangrentando pájaro volvió a su escuela,
hablandole como a un amigo enfermo, y uniendo y calentando con sus
manos los destrozados huesos.
Y
el cuervo daba
fidelísima compaña al maestro, que vivía solo. Su mujer habla
muerto y su único hijo,sacerdote, estaba de ecónomo en una humilde
parroquia de la diócesis valenciana,
Curó
el animalito, aunque quedó lisiado de una pata, y torpe, casi
impedido para el vuelo. Nada más llegaba a las eminencias de la mesa
y cama del señor maestro.
Y
el cuervo no sólo fué amigo, sino discípulo. Sabía dos palabras:
"Pan y Pepe."
Salía
donde estaban la chicos,
gritando y alegrándose con ellos.
Eran
estos recreos y bullas muy del agrado del profesor, y aun entraban en
su sistema de crianza y pedagogía, por creer que aman-do los
animales y compadeciéndose de ellos se domaba la fiereza o
animalidad del niño. Pero, andando el tiempo, un maldecido rapaz dió
en enseñar al cuervo una mala palabra, que fué la ya preferida,
después le hicieron crueldades. Y el animalito los odió y apenas
oía el vocerío de los muchachos se retraía a la cámara del amo, y
por la ventana saltaba y se iba a picotear y espadañarse entre las
ruinas de la cumbre del otero.
Mucho
pensó y dudó el señor maestro antes de dar nombre a su amigo. Y un
domingo de invierno, estande aquél sentado en su umbral recibiendo
el abrigo del sol, y el cuervo sobre sus rodillas, bajó a la memoria
del anciano la gracia de un recuerdo legendario, y la lisiada ave
tuvo nombre.
El
señor maestro había pronunciado gravemente:
-Tú
te llamarás Arturo, en memoria de otro sagrado cuervo de remotas
edades.
-¡No
hay escuela, no hay escuela esta mañana! -gritaban los muchachos
viéndola cerrada.
Y
es que venía el hijo del maestro. Años duraba la separación. Y el
padre, muy gozoso, salió temprano para aguardarle; y cuando llegó,
cuando tuvo al hijo, no se hartaba de contemplarlo. ¡Qué gordo
estaba!
Era
el señor vicario un mozallón moreno, de grandes mandíbulas, labio
azulado por el rasuramiento, los ojos pequeños y encendidos y el
cabello crespo y negrísimo.
-Pues
yo a usted, padre, también le encuentro bueno, aunque un poco
blando; pero en esta temporada tengo que endurecerle esa carne. Ya
verá qué paseos y correrías... ¿Qué tal anda esto de caza?
No
lo oyó el maestro porque llegaba a la escuela, y entróse para
animar a la vieja que le guisaba.
Comieron
pronto. Después el hijo se retiró a su alcoba para abrir su cofre y
acomodarse, y el padre fuése por la aldea buscando a los chicos que
no acudían creyendo cabal la fiesta.
Vuelto
a la casa con algunos rapaces, no halló al hijo. Y comenzó la
clase; no había quietud; todos murmuraban. Cansado el profesor de la
lectura, empezó a predicarles, el provecho y virtud de la lástima.
"Yo os he visto desplumar a redropelo un pájaro. Figuraos que a
vosotros os desollasen..."
-Señor
maestro -prorrumpió una vocecilla oscura, esta tarde que usted nos
vió me lo culparon a mí; pero no era yo, fué Torregrosa.
-¡Diga
que es mentira, que sí que fue él! -gritó un rapaz de cabeza
trasquilada, vestido con delantal negro.
-¿Que
es mentira? -replicaba el otro, amenazándole; y apagando la voz, no
sé qué le dijo de su madre y de que cuando saliesen ...
-¡Basta,
basta; silencio! -ordenó cansadamente el maestro, dando una débil
palmada sobre su tabla.
Fuera,
en la paz de la cumbre, sonó un disparo.
-¡Otra
crueldad de los hombres!
Y
enlazaba su plática; pero el desmentido proseguía con ardimiento:
-Mire
si fué Torregrosa, que cuando usted se marchó fué y le arrimó al
pájaro, que era un gorrión, a la trompa del Canelo, el mastín
sarnoso del aguacil, hasta que el perro se lo fué tragando vivo...
-¡Qué
horror, madre mía! -murmuró angustiadamente el anciano.
De
súbito oscureció el portal una negra figura. Y pasó el señor
vicario.
-¡Toda
la tarde andando para matar allá arriba este pobre bicho!
Y
el clérigo arrojó desdeñosamente al suelo un cuervo muerto.
-¡Hijo
Arturo, hijo Artu...
Y
el señor maestro sollozó...
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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