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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del vivir - Cap. V

Sigüenza sucumbía a la calma de la siesta.
Dormitaba en el zaguán.
El suelo rociado y las puertas entornadas mentían frescor. Una cortina rameada pintaba de rojo la raya de claridad que bajaba desde el dintel al peldaño.
Lamentáronse las bisagras; la luz penetró cruda y cegadora; una tosca mano arrugó la cortina y una voz plañidera y trémula declamó:
-¡Alabado sea el Señor! Hermanitos: socorred a un pobre viejo que va de camino.
Y el clamor se iba arrastrando perezosamente por el vestíbulo.
Sigüenza creyó que hablaba la misma siesta.
El mendigo pedía sabiamente. Su voz arrullaba como nodriza buena; adormecía como susurro de árboles umbrosos. Su voz no enlazaría gratamente con la actividad de las mañanas ni con la dulcedumbre de las bellas tardes.
Salió Sigüenza.
Brillaban las moscas imitando chispas de gasa y argentería.
A la izquierda, sobre los tejados, asomaba un trozo del Carrascal, envuelto en calina. Un monte de humo semejaba.
A deshora, y en la calle que desciende cruzando la del mesón, sonaron voces.
Algunos hombres pasaron. Por el portal de una casa fronteriza a la posada descolgóse una figura de araña gigantesca. Hacíala un mocillo de cabeza menuda, de pelos negros y aplastados; era huesudo, pálido y retorcido. Los hombros le subían angulosos hasta las anchas orejas, empujados por los travesaños de groseras muletas asidas con manos esqueléticas. Una pierna rígida, buscando ansiosamente el suelo; la otra se enroscaba a manera de muelle de acero en espiral suelto, roto.
Campaneando su corpezuelo entre los puntales, que golpeaban desaforadamente, se fué a la calle bulliciosa.
La gente amurallaba las fachadas; el centro quedaba solitario.
Doblado en un umbral había un viejo cuya talla debía de ser larga, pqrque las rodillas llegábanie altas, cerca de la barba. Gastaba ropilla negra de antigua usanza lugareña y sombrero, ya traído y desfelpado, de jijonenco. Sus manos, manchadas de amarillo, temblaban junto a su boca blanca, marchita. Trataba de encender con mixto de cartón una punta de cigarro, una pavesilla pringosa pegada al belfo.
Después miró a Sigüenza puntualmente. Lo estudiaba, lo medía, lo repasaba muy despacio, muy despacio y sonriendo.
Seguramente un forastero, que no comprende lo que se hace o se apercibe en algún paraje del lugar visitado, mueve la sonrisa de esos viejos contemplativos que se apartan y se sientan en los portales.
Son insaciables observando. La hoja que se estremece en la rama; la hormiguita que avanza y retorna por el sendero; el agua que pasa por el azarbe; cualquier nadería para otros, es mirada largamente por esos viejos. Viven con los hijos o con los nietos. "Abuelo, salga; salga, abuelo, que la casa no da salud", le dicen. Y entonces, ellos, rezongando, salen y se ponen a mirarlo todo. Alguna vez quisieron tornar a la casa; pero ven y oyen a la nuera o al hijo que les lleva hasta la puerta y repiten lo de "salga, abuelo, salga, que la mucha casa no es bueno".
...Al del portalillo se acercó Sigüenza. Y supo que el asunto de tal movimiento y copia de hombres era la partida de pelota de todas las tardes.
Juego aparatoso y solemne en aquellos valles del Jirona y jalón.
Un autorizado tribunal juzga sin fraude ni trapazas. Grita los tantos un censor, los canta; óyese a sí mismo gustoso y desvanecido; pasea por la muchedumbre sus ojos entornados. Después los eleva y su voz ondula tiernamente. Acaso una mujer lo mira desde una ventana.
Contó el viejo a Sigüenza que era muy serio juego aquél. Cruzábanse apuestas de diez, de veinte, de cincuenta duros.
Sigüenza repitió las cifras y procuró admirarse. De lo cual recibió gusto el que narraba y sonrió, tosió y dijo partiéndose con la diestra una baba de plata que le caía haciendo un hilo elástico:
-Pues se llegan a jugar por estos pueblos hasta la cosecha de la pasa; a veces, cuando todavía está verde la uva. Y esto no es referencia que me han hecho, no señor, que yo mismo las he perdido.
Y tosió de nuevo, con algarabía de garganta blanda, riendo de sus confesiones.
Una larga diente amarillenta bajábale de la encía alta, como estalactita de nicotina. Lo demás de su boca estaba despoblado.
Era filosófico viejo que, cuando hablaba de sí mismo, reía sosegadamente, dijese pesares o regocijos.
Jugaban. Jugaban seis hombres jóvenes, desnudos los brazos, ansiosas, arrebatadas las caras.
-El de más aquí estudia para capellán -murmuró el viejo y señaló con sus dedos temblorosos, tostados de tabaco, un mozallón bezudo, de quijadas anchas; sus ojos eran negros, de un negro sucio como de tizne, y sus manos carnosas pedían la esteva o la podadera. Sudaba. Vociferaba brutalmente.
En la calle había momentos de silencio de altura. Otros, producíase frenética alarida.
Colgado de las muletas, ansioso, rendido, acudía el mocillo donde con más braveza se disputaba.
Apuntalábase bien. Despegaba de los palos, para aliviarlas, sus manos largas; y miraba aquellos hombres que gritaban, que se revolvían prestos y vigorosos, que alzaban brazos pujantes, que hacían trepidar la tierra con la fuerza de sus pies y le dejaban impresa la marca ele su forma.
Admiraba el ruido de pisadas y las huellas de pies; él hacía ruido de palo, de cosa; él pendía de muletas; y no jugaba ni braceaba; no hablaba ni reía con tono fuerte.
Por eso iba de grupo en grupo, mirando profunda y quietamente a los hombres de voz poderosa, de fortaleza en los pies y en las manos.
Dos mujeres sacaron de una casa a un hombre postrado en silla bajita. Su cara, lisa, estrecha, blanquinosa, parecía de escayola sucia. El fijo mirar de sus ojos dilatados causaba pavor.
Las mujeres hablaron con otras vecinas:
-Así se distrae viendo jugar. ¡El pobre, si no fuera por este rato!
-¡Ya se comprende! -dijeron las otras, muy lastimeras.
Y él, el pobre, con su inmutable mueca de dolor, quedó a la puerta solo, sin saber del juego, mirando inmóvil y fijamente como si se viera a sí mismo Sufriendo y sintiese el pavor de sus ojos ensanchados.
Entráronse las mujeres. Llevaban en sus rostros un júbilo discreto, recatado. Iban faenar, a vivir, sin la muda inspección de aquel cadáver con los ojos abiertos.
...Dieron horas en la torre. Luego, una campanada tocó blandamente, como si se desperezase de la siesta. No la golpeaba el badajo, ludíala. Zumbó. De súbito sonó firme, grave, honda. Siguióle un vagido de esquilón; después la voz vigorosa de aquélla, la atiplada, la recia, la fina, la gruesa... y así, interminable, un campaneo que cojeaba, un campaneo horrísono, inverosímil en aquella hora calmosa de sol ...
-A muerto, a muerto tocan! -exclamó el viejo, y se espantó una avispa.
El seminarista se revolvió furioso hacia la torre, implacable oficina de aquel sonar de calderas destempladas; de aquellos tañidos que se cambiaban, que remedaban pisarse.
Jugadores y público se habían enjambrado. Acaso se deshiciera el partido. El estudiante debía ensotanarse y con el añadido dej roquete formar en el entierro.
Alguien gritóle "que no fuese, que no fuese".
El seminarista le miró con igual gesto que antes pusiera al mirar a la torre. "¡Que no fuese, ¿eh?, que no fuese! A manojos saldrían boquirrotos que le acusasen al rector del seminario y al mismísimo arzobispo: Y acabó enviando una maldición a la inocente madre de la campana y a ésta y al cura y al muerto.
Todo era mirado y oído del cojito, sin perder semínima.
Al cuidarse otra vez Sigüenza del viejo de la diente, halló que departía con otro lugareño, también de razonables años. Colgábale a éste de su hombro la sobada jáquima de una borrica parda que detrás estaba muy quieta. Era un menudo hombre, de carnes duras, protas y pocas; parecía hecho de madera quemada, de raíces, como nos cuenta la madre Teresa de Jesús que semejaba ser el santísimo Fray Pedro de Alcántara. Su cabeza fingía estar plasmada en la raíz de una cafia; presidíala muy holgada nariz. Siendo ruincillo, mostraba gran solemnidad.
Trataba del juego interrumpido con gesto y ademanes serios, circunspectos, gravedosos. De esta condición participaba ya su indumentaria. El sombrero interesaba singularmente a Sigüenza. Era un sombrero negro, de inmensas faldas combantes. La copa estilábala entera; quiero decir que no se hacía en ella el donaire de una abolladura; alta, severa, raída al comienzo de lo curvo, remedaba una frente espaciosa, despellejada por dilatadas cavilaciones.
Hablaba el hombrecito y Sigüenza no reparaba ni en su boca, ni en sus ojos, ni en su palabra; el sombrero, el sombrero le inquietaba.
Fué apartándose el viejo y, de lejos, las alas grandes del sombrero, de un pausado movimiento, tenían humana severidad, Con sólo mirarlas, luego parecía surgir la figurilla de su dueño ponderoso. Reposadamente iba detrás de la borrica parda, cabeceando con dulzura.
Al segundo campaneo entraron al tullido.
Sigüenza creyó que las dos mujeres mostraban desabrimiento y tristeza.
Quedaron en la calle algunos rapacejos.
Arrojaban a lo alto una pelota medio abierta, destripada.
Mirábales desde la esquina el mocillo cojo.
Se les acercó y hablóles. Ellos le dieron el deshecho de pelota.
El cojito afirmó los puntales, afianzóse, desenroscó sus sarmen-tosos brazos; dos dientes claros hincáronse en su pálido labio inferior con muestra de esfuerzo. Golpeó la menguada pelota, que subió hasta el tejado. No llegaran a él los rapaces. Y observaron calladitos y muy quietos al mocillo cojo, como éste contemplaba a los hombres de pies cabales y brazos poderosos.
Vió la mirada de los menudos; saboreóla con delicia; sus ojos se iluminaron por la primera fiesta de la vanidad en agasajo; sus mejillas se vistieron con la púrpura de la sangre... Y dando trancos de muletas y con sacudidas de piernas, semejando una araña monstruosa, se fué y ocultóse en la casa frontera al hostal.
Sigüenza se encontró solo en la calle.
En la plaza mascullaban los capellanes un responso. Levantóse un Amén potentísimo, clamante. Después, más.
Cayó el estruendo de las campanas y lo apagó todo.


Cenaron también juntos el médico, Sigüenza y el huésped.
Fué la cena duradera y callada. Al final entraron al mesón varios hombres. Dos vestían uniforme de carabineros. A todos mandaba un viejo fuerte, rollizo, sonrosado y cuyo cabello abundoso y ondeante, peinada noblemente 'hacia atrás, dábale autoridad y favor.
Esto sabíalo el viejo, porque aquella brillantez de cabeza manifes-taba un exquisito aliño. Su diestra corta, pequeñita, dorada de sol, se hundía en su cabellera alba como si acariciase a una amante.
Los otros tenían encobrados los rostros y manos. Sólo las frentes clareaban.
Eran del Resguardo, de la Ronda de la Tabacalera. Caminaban arrancando plantas de tabaco, porque así lo quieren algunos hombres que han creado el delito de cultivarlas y tenerlas.
Pidieron de comer.
Hablaban del trabajo realizado, del daño inferido a otros hombres, casi todos pobres como ellos.
El del pelo blanco y limpio era afluente de palabra. Dijo de sus excursiones. Todos le atetidían, siempre asintiendo y sonriendo.
Para este egoísta inagotable dejó escrito el estoico de Hierópoli: "Cuando te hallares en compañía, no te espacies demasiado en narrar tus hazañas y los peligros que hubieres corrido, que no has de creer que los demás tengan tanto placer en escucharte como tú tienes gusto en discurrir."
Esto no encaja por Sigüenza y el médico, que hallaban al fuerte viejo sagaz y donairoso, sino por los otros que también querían hablar de sus andanzas.
Pasó un labriego; habló con el médico. Y éste murmuró:
-Vamos.
Sacaron un macho esquilado cuidadosamente, bien nutrido, inmenso como un castillo de carne.
Cabalgó el médico y fuése.
Los del mesón quedaron una buena pieza silenciosos.
De fuera venía la voz del espolique y el férreo y pausado pisar de la bestia. Y se fueron alejando. Y ya no llegaba el habla del labriego, pero aun percibíase el ruido de herraduras. Perdióse, resonó; tal vez un guijarro había sido herido, partido...
Una mariposa de oro revoleaba convulsainente en los vidrios del farol del vestíbulo. Dióse un golpazo horrible.
Se había extinguido el rumor de los que se marchaban.
-Y toda la noche y todo un día y siempre que le tuvieran de aquí para allá, de aquí para allá, no le sacarían una palabra fuerte, de enfado -dijo el posadero, aludiendo al médico.
Y añadió:
-Una noche le buscaron para que viese a un mozo, y apenas lo tuvo delante se revolvió y dijo que por qué no le habían avisado más pronto. "¡Ei!"-contestó el padastro del enfermo. ¡Nosotros qué sabemos de estas cosas!"
Don Ramón tentaba y miraba al enfermo. Y al fin dijo:
-Aún lo salvo, aún lo salvo.
-¿Aún? -se pasmó el padastro.
Y al comprender que el médico iba por herramientas, aquél se le arrimó y bruscamente le dijo que al chico no lo tocaba, porque no lo tocaba, ¡vaya!"
-¡Pero si puedo curarlo, si lo salvaré! ¡Respondo con mi vida! -contestó don Ramón.
-¡Que no, señor!
-¡Aquello era dejarlo morir! -volvió a gritar el médico. Y todos los que estaban en la casa dijeron por lo bajo que don Ramón decía Verdad, que don Ramón decía verdad... Allí había lío de testamento.
-¡Déjenme! -tornó a pedir el médico. ¡Mañana será tarde!
No lo consintieron. Y el chico murió. Y don Ramón lloraba grandemente; lloraba como un santo que mi mujer tiene en una estampa.

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