Sigüenza
sucumbía a la calma de la siesta.
Dormitaba
en el zaguán.
El
suelo rociado y las puertas entornadas mentían frescor. Una cortina
rameada pintaba de rojo la raya de claridad que bajaba desde el
dintel al peldaño.
Lamentáronse
las bisagras; la luz penetró cruda y cegadora; una tosca mano arrugó
la cortina y una voz plañidera y trémula declamó:
-¡Alabado
sea el Señor! Hermanitos: socorred a un pobre viejo que va de
camino.
Y
el clamor se iba arrastrando perezosamente por el vestíbulo.
Sigüenza
creyó que hablaba la misma siesta.
El
mendigo pedía sabiamente. Su voz arrullaba como nodriza buena;
adormecía como susurro de árboles umbrosos. Su voz no enlazaría
gratamente con la actividad de las mañanas ni con la dulcedumbre de
las bellas tardes.
Salió
Sigüenza.
Brillaban
las moscas imitando chispas de gasa y argentería.
A
la izquierda, sobre los tejados, asomaba un trozo del Carrascal,
envuelto en calina. Un monte de humo semejaba.
A
deshora, y en la calle que desciende cruzando la del mesón, sonaron
voces.
Algunos
hombres pasaron. Por el portal de una casa fronteriza a la posada
descolgóse una figura de araña gigantesca. Hacíala un mocillo de
cabeza menuda, de pelos negros y aplastados; era huesudo, pálido y
retorcido. Los hombros le subían angulosos hasta las anchas orejas,
empujados por los travesaños de groseras muletas asidas con manos
esqueléticas. Una pierna rígida, buscando ansiosamente el suelo; la
otra se enroscaba a manera de muelle de acero en espiral suelto,
roto.
Campaneando
su corpezuelo entre los puntales, que golpeaban desaforadamente, se
fué a la calle bulliciosa.
La
gente amurallaba las fachadas; el centro quedaba solitario.
Doblado
en un umbral había un viejo cuya talla debía de ser larga, pqrque
las rodillas llegábanie altas, cerca de la barba. Gastaba ropilla
negra de antigua usanza lugareña y sombrero, ya traído y
desfelpado, de jijonenco. Sus manos, manchadas de amarillo,
temblaban junto a su boca blanca, marchita. Trataba de encender con
mixto de cartón una punta de cigarro, una pavesilla pringosa pegada
al belfo.
Después
miró a Sigüenza puntualmente. Lo estudiaba, lo medía, lo repasaba
muy despacio, muy despacio y sonriendo.
Seguramente
un forastero, que no comprende lo que se hace o se apercibe en algún
paraje del lugar visitado, mueve la sonrisa de esos viejos
contemplativos que se apartan y se sientan en los portales.
Son
insaciables observando. La hoja que se estremece en la rama; la
hormiguita que avanza y retorna por el sendero; el agua que pasa por
el azarbe; cualquier nadería para otros, es mirada largamente por
esos viejos. Viven con los hijos o con los nietos. "Abuelo,
salga; salga, abuelo, que la casa no da salud", le dicen. Y
entonces, ellos, rezongando, salen y se ponen a mirarlo todo. Alguna
vez quisieron tornar a la casa; pero ven y oyen a la nuera o al hijo
que les lleva hasta la puerta y repiten lo de "salga, abuelo,
salga, que la mucha casa no es bueno".
...Al
del portalillo se acercó Sigüenza. Y supo que el asunto de tal
movimiento y copia de hombres era la partida de pelota de todas las
tardes.
Juego
aparatoso y solemne en aquellos valles del Jirona y jalón.
Un
autorizado tribunal juzga sin fraude ni trapazas. Grita los tantos un
censor, los canta; óyese a sí mismo gustoso y desvanecido; pasea
por la muchedumbre sus ojos entornados. Después los eleva y su voz
ondula tiernamente. Acaso una mujer lo mira desde una ventana.
Contó
el viejo a Sigüenza que era muy serio juego aquél. Cruzábanse
apuestas de diez, de veinte, de cincuenta duros.
Sigüenza
repitió las cifras y procuró admirarse. De lo cual recibió gusto
el que narraba y sonrió, tosió y dijo partiéndose con la diestra
una baba de plata que le caía haciendo un hilo elástico:
-Pues
se llegan a jugar por estos pueblos hasta la cosecha de la pasa; a
veces, cuando todavía está verde la uva. Y esto no es referencia
que me han hecho, no señor, que yo mismo las he perdido.
Y
tosió de nuevo, con algarabía de garganta blanda, riendo de sus
confesiones.
Una
larga diente amarillenta bajábale de la encía alta, como
estalactita de nicotina. Lo demás de su boca estaba despoblado.
Era
filosófico viejo que, cuando hablaba de sí mismo, reía
sosegadamente, dijese pesares o regocijos.
Jugaban.
Jugaban seis hombres jóvenes, desnudos los brazos, ansiosas,
arrebatadas las caras.
-El
de más aquí estudia para capellán -murmuró el viejo y señaló
con sus dedos temblorosos, tostados de tabaco, un mozallón bezudo,
de quijadas anchas; sus ojos eran negros, de un negro sucio como de
tizne, y sus manos carnosas pedían la esteva o la podadera. Sudaba.
Vociferaba brutalmente.
En
la calle había momentos de silencio de altura. Otros, producíase
frenética alarida.
Colgado
de las muletas, ansioso, rendido, acudía el mocillo donde con más
braveza se disputaba.
Apuntalábase
bien. Despegaba de los palos, para aliviarlas, sus manos largas; y
miraba aquellos hombres que gritaban, que se revolvían prestos y
vigorosos, que alzaban brazos pujantes, que hacían trepidar la
tierra con la fuerza de sus pies y le dejaban impresa la marca ele su
forma.
Admiraba
el ruido de pisadas y las huellas de pies; él hacía ruido de palo,
de cosa; él pendía de muletas; y no jugaba ni braceaba; no hablaba
ni reía con tono fuerte.
Por
eso iba de grupo en grupo, mirando profunda y quietamente a los
hombres de voz poderosa, de fortaleza en los pies y en las manos.
Dos
mujeres sacaron de una casa a un hombre postrado en silla bajita. Su
cara, lisa, estrecha, blanquinosa, parecía de escayola sucia. El
fijo mirar de sus ojos dilatados causaba pavor.
Las
mujeres hablaron con otras vecinas:
-Así
se distrae viendo jugar. ¡El pobre, si no fuera por este rato!
-¡Ya
se comprende! -dijeron las otras, muy lastimeras.
Y
él, el pobre, con su inmutable mueca de dolor, quedó a la puerta
solo, sin saber del juego, mirando inmóvil y fijamente como si se
viera a sí mismo Sufriendo y sintiese el pavor de sus ojos
ensanchados.
Entráronse
las mujeres. Llevaban en sus rostros un júbilo discreto, recatado.
Iban faenar, a vivir, sin la muda inspección de aquel cadáver con
los ojos abiertos.
...Dieron
horas en la torre. Luego, una campanada tocó blandamente, como si
se desperezase de la siesta. No la golpeaba el badajo, ludíala.
Zumbó. De súbito sonó firme, grave, honda. Siguióle un vagido de
esquilón; después la voz vigorosa de aquélla, la atiplada, la
recia, la fina, la gruesa... y así, interminable, un campaneo que
cojeaba, un campaneo horrísono, inverosímil en aquella hora calmosa
de sol ...
-A
muerto, a muerto tocan! -exclamó el viejo, y se espantó una avispa.
El
seminarista se revolvió furioso hacia la torre, implacable oficina
de aquel sonar de calderas destempladas; de aquellos tañidos que se
cambiaban, que remedaban pisarse.
Jugadores
y público se habían enjambrado. Acaso se deshiciera el partido. El
estudiante debía ensotanarse y con el añadido dej roquete formar en
el entierro.
Alguien
gritóle "que no fuese, que no fuese".
El
seminarista le miró con igual gesto que antes pusiera al mirar a la
torre. "¡Que no fuese, ¿eh?, que no fuese! A manojos saldrían
boquirrotos que le acusasen al rector del seminario y al mismísimo
arzobispo: Y acabó enviando una maldición a la inocente madre de la
campana y a ésta y al cura y al muerto.
Todo
era mirado y oído del cojito, sin perder semínima.
Al
cuidarse otra vez Sigüenza del viejo de la diente, halló que
departía con otro lugareño, también de razonables años. Colgábale
a éste de su hombro la sobada jáquima de una borrica parda que
detrás estaba muy quieta. Era un menudo hombre, de carnes duras,
protas y pocas; parecía hecho de madera quemada, de raíces, como
nos cuenta la madre Teresa de Jesús que semejaba ser el santísimo
Fray Pedro de Alcántara. Su cabeza fingía estar plasmada en la raíz
de una cafia; presidíala muy holgada nariz. Siendo ruincillo,
mostraba gran solemnidad.
Trataba
del juego interrumpido con gesto y ademanes serios, circunspectos,
gravedosos. De esta condición participaba ya su indumentaria. El
sombrero interesaba singularmente a Sigüenza. Era un sombrero negro,
de inmensas faldas combantes. La copa estilábala entera; quiero
decir que no se hacía en ella el donaire de una abolladura; alta,
severa, raída al comienzo de lo curvo, remedaba una frente
espaciosa, despellejada por dilatadas cavilaciones.
Hablaba
el hombrecito y Sigüenza no reparaba ni en su boca, ni en sus ojos,
ni en su palabra; el sombrero, el sombrero le inquietaba.
Fué
apartándose el viejo y, de lejos, las alas grandes del sombrero, de
un pausado movimiento, tenían humana severidad, Con sólo mirarlas,
luego parecía surgir la figurilla de su dueño ponderoso.
Reposadamente iba detrás de la borrica parda, cabeceando con
dulzura.
Al
segundo campaneo entraron al tullido.
Sigüenza
creyó que las dos mujeres mostraban desabrimiento y tristeza.
Quedaron
en la calle algunos rapacejos.
Arrojaban
a lo alto una pelota medio abierta, destripada.
Mirábales
desde la esquina el mocillo cojo.
Se
les acercó y hablóles. Ellos le dieron el deshecho de pelota.
El
cojito afirmó los puntales, afianzóse, desenroscó sus sarmen-tosos
brazos; dos dientes claros hincáronse en su pálido labio inferior
con muestra de esfuerzo. Golpeó la menguada pelota, que subió hasta
el tejado. No llegaran a él los rapaces. Y observaron calladitos y
muy quietos al mocillo cojo, como éste contemplaba a los hombres de
pies cabales y brazos poderosos.
Vió
la mirada de los menudos; saboreóla con delicia; sus ojos se
iluminaron por la primera fiesta de la vanidad en agasajo; sus
mejillas se vistieron con la púrpura de la sangre... Y dando
trancos de muletas y con sacudidas de piernas, semejando una araña
monstruosa, se fué y ocultóse en la casa frontera al hostal.
Sigüenza
se encontró solo en la calle.
En
la plaza mascullaban los capellanes un responso. Levantóse un Amén
potentísimo, clamante. Después, más.
Cayó
el estruendo de las campanas y lo apagó todo.
Cenaron
también juntos el médico, Sigüenza y el huésped.
Fué
la cena duradera y callada. Al final entraron al mesón varios
hombres. Dos vestían uniforme de carabineros. A todos mandaba un
viejo fuerte, rollizo, sonrosado y cuyo cabello abundoso y ondeante,
peinada noblemente 'hacia atrás, dábale autoridad y favor.
Esto
sabíalo el viejo, porque aquella brillantez de cabeza manifes-taba
un exquisito aliño. Su diestra corta, pequeñita, dorada de sol, se
hundía en su cabellera alba como si acariciase a una amante.
Los
otros tenían encobrados los rostros y manos. Sólo las frentes
clareaban.
Eran
del Resguardo, de la Ronda de la Tabacalera. Caminaban arrancando
plantas de tabaco, porque así lo quieren algunos hombres que han
creado el delito de cultivarlas y tenerlas.
Pidieron
de comer.
Hablaban
del trabajo realizado, del daño inferido a otros hombres, casi todos
pobres como ellos.
El
del pelo blanco y limpio era afluente de palabra. Dijo de sus
excursiones. Todos le atetidían, siempre asintiendo y sonriendo.
Para
este egoísta inagotable dejó escrito el estoico de Hierópoli:
"Cuando te hallares en compañía, no te espacies demasiado en
narrar tus hazañas y los peligros que hubieres corrido, que no has
de creer que los demás tengan tanto placer en escucharte como tú
tienes gusto en discurrir."
Esto
no encaja por Sigüenza y el médico, que hallaban al fuerte viejo
sagaz y donairoso, sino por los otros que también querían hablar de
sus andanzas.
Pasó
un labriego; habló con el médico. Y éste murmuró:
-Vamos.
Sacaron
un macho esquilado cuidadosamente, bien nutrido, inmenso como un
castillo de carne.
Cabalgó
el médico y fuése.
Los
del mesón quedaron una buena pieza silenciosos.
De
fuera venía la voz del espolique y el férreo y pausado pisar de la
bestia. Y se fueron alejando. Y ya no llegaba el habla del labriego,
pero aun percibíase el ruido de herraduras. Perdióse, resonó; tal
vez un guijarro había sido herido, partido...
Una
mariposa de oro revoleaba convulsainente en los vidrios del farol del
vestíbulo. Dióse un golpazo horrible.
Se
había extinguido el rumor de los que se marchaban.
-Y
toda la noche y todo un día y siempre que le tuvieran de aquí para
allá, de aquí para allá, no le sacarían una palabra fuerte, de
enfado -dijo el posadero, aludiendo al médico.
Y
añadió:
-Una
noche le buscaron para que viese a un mozo, y apenas lo tuvo delante
se revolvió y dijo que por qué no le habían avisado más pronto.
"¡Ei!"-contestó el padastro del enfermo. ¡Nosotros qué
sabemos de estas cosas!"
Don
Ramón tentaba y miraba al enfermo. Y al fin dijo:
-Aún
lo salvo, aún lo salvo.
-¿Aún?
-se pasmó el padastro.
Y
al comprender que el médico iba por herramientas, aquél se le
arrimó y bruscamente le dijo que al chico no lo tocaba, porque no lo
tocaba, ¡vaya!"
-¡Pero
si puedo curarlo, si lo salvaré! ¡Respondo con mi vida! -contestó
don Ramón.
-¡Que
no, señor!
-¡Aquello
era dejarlo morir! -volvió a gritar el médico. Y todos los que
estaban en la casa dijeron por lo bajo que don Ramón decía Verdad,
que don Ramón decía verdad... Allí había lío de testamento.
-¡Déjenme!
-tornó a pedir el médico. ¡Mañana será tarde!
No
lo consintieron. Y el chico murió. Y don Ramón lloraba grandemente;
lloraba como un santo que mi mujer tiene en una estampa.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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