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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Dia campesino

Se olía y aspiraba en la mañana una templada miel. Ya tenían los almendros hoja nueva y almendrucos con pelusa de nido; la piel gris de las rígidas higueras se abría, y el grueso pámpano reventaba; y lo más nudoso y negro de las cepas abuelas se alborozaba con sus netezuelos los brotes. Eran rojas las tierras, y así semejaban más calientes. El río estrecho y centelleante de sol aparentaba dar de su fondo fuego de oro y era limpia espada que traspasaba la rambla con dichosas heridas de frescura. Venía el agua somera sin ruido y apenas estremecida por los cantos y guijas de la madre. Estaban rubias y mullidas las márgenes de tamarindos arbusteños; y en lo postrero de la vista, las aguas espaciadas hacían una tranquila y pálida laguna. De dentro, los tamarindos, ya árboles, asomaban sus cimas anchas y doradas como el trigo en las eras o islas románticas; y enteramente lo copiaban las aguas.
Cerca del río tronaba un viejo molino harinero. Delante del portal había un alto álamo de trémula blancura; y en aquellos campos primaverales el árbol grande y blanco parecía arrancado de un paisaje de nieve.
Vinieron de la ciudad a esta ribera dos amigos. Entonces, descansaban, sumergiéndose en el dichoso gremio de la dulzura matinal de primavera. De lo alto del aire o de lo hondo de la tierra pasaba a instantes la templanza un estremecimiento, un aleteo rápido y leve de frío, pero frío de invierno huído, ya lejos.
Luego resultaba más grueso y dulce el abrigo del sol. Era buén tiempo rizado, conmovido por frescura sana y seca; el buen tiempo, el deseado por el enfermo amado de nuestra alma que murió en el invierno. Ahora estaría con nosotros, bajo la gracia de los cielos, y después, en la santa quietud de los tibios crepúsculos, cuando empieza a balbucir en la verdura, hija de la lluvia, un élitro de son argentino. Lo busca tiernamente nuestra mirada; pero su cántico tembloroso resuena en toda la soledad; y el lírico insecto parece oculto en todos los rodales de matas...
Y no volvemos la espalda al recuerdo del enfermo que ya no está con nosotros, no le olvidamos, y la madurez de la mañana aumenta la salud y ésta nos genera y renueva alegría. Tenían salud aquellos amigos y era olor de salud el de los árboles verdes, el de las espigas granadas y el de la harina y el de la humedad de río... Tenían alegría, alegría que parece brotar de todos nuestros poros en finos manantiales y llega al penetral del corazón y allí remansa y se clarifica. ¡Grande y fuerte beatitud de la naturaleza! La voz del sabio se oye en las inmensidades: "Vuélvete, alma mía, éntrate a tu reposo, porque te ha hecho bien el Señor.”
En aquella mañana inicial de primavera los dos amigos paseaban junto a la orilla del humilde río, recreándoles puerilmente la huída de las ranas que saltaban, reluciendo al sol, desde el limo de las rrárpenes, y al caer y zambullirse se oía en la paz de las aguas quebrarse un cristal. Y por eso, uno de los amigos sonreía buenamente.
"Amable es el hombre que se compadece", había leído en los Psálmos. Pues el compadecerse sea de todo, de lo magnífico y de lo menudo, que esto no enmuellece ni disipa el ánimo, y sin menoscabarlo, lo adelgaza y apura y lo hace muy sencillo.
De los dos amigos, uno era famoso ingeniero, que estudiaba el recogimiento y prisión del río en canal, para después precipitarlo torrencialmente desde las altitudes y dar su fuerza a industria de señores Icigreros. Pero él, sólo pensaba entusiasmado en el arco estruendoso de espumas irisadas por el sol como inmenso velo nupcial colgado en el abismo.
El otro amigo no buscaba ni trazaba arbitrio alguno en aquel paraje. No se había propuesto nada.
Junto al molino repararon en cinco ánades que picoteaban granzas, harija, hosecicos de oliva majada; y esto lo hacían perezosamente, descansando sus buches en la tierra; pero al ver a los hombres se asombraron mucho y se alzaron mirando a todos lados, y dieron grande estrépito.
Y como el natural contentamiento facilita los más pequeños amores, los dos amigos contemplaron enternecidos los patos, y sonrieron.
Los ánades, gordos, muy despacio y cabeceando, como señores canónigos saliendo del coro, se fueron apartando del molino; contempláronse en el río, y se estuvieron murmurando con aspereza, mirando siempre recelosos a la gente de tan nueva catadura.
Entonces se llegó a los amigos un hombre risueño; cuajábanse sus ojos de luz húmeda; le sudaban los carrillos como si se les fundiera la grosura. Era de los beneficiados con el canal del río. Su cara era un incendio de sangre y alegría; también estaba muy alegre, pero sin importarle la ternura y dulcedumbre de la mañana.
Con voz blanda y espesa, como si se deshiciera una rica pasta en su boca, dijo:
-¿Los han visto? No los hay mejor cebados en toda la provincia. De aquí me los mandan para mi mesa, y yo mismo, yo mismo tengo un grandísimo cocinero, yo mismo hago los pasteles de hígado, pero incomparablemente más exquisitos que los preparados en Amiens y en Tolosa. Créame: estos patos son tan tiernos como un seso; yo no les iba a decir una cosa por otra...
Los dos amigos le respondieron que sí que lo creían.
-¡Si ustedes los probasen, madre mía!
Y la saliva brilló en toda la boca de aquel hombre, trémula como la dee un lujurioso cerca de la hembra codiciada.
El ingeniero y el romántico -así les diremos para diferenciarlos- le miraban atraídos por su voz, rellena de guisos suculentos y olorosos. Y el romántico pretendió desasirse de bajas tentaciones, y se volvió para atender a las aves.
Ya habían bajado a las aguas, menos una, que quedó llena de incertidumbre en lo enjuto. Parecía su cabeza de terciopelo verde, y a veces vislumbraba o se quedaba negra.
Era el ánade más pesado y filosófico de todo el averío.
Y lo contempló para amarlo en armónica onda de amor, que nacía desde la hierbecita que hollaban las patas membranosas, pasaba por el río, atravesaba la arboleda, el cielo, los horizontes luminosos, y este arco iris de amor y caridad envolvía otros campos hasta posarse, acaso en otras humildades...; mas sus ojos se detuvieron demasiado en la opulenta pechuga del animalito.
-¡Hay que saberlos comer!
Y el gastrónomo adelantóse. Hizo cauta y diestra maniobra. Se precipitó y sonó un graznido como si removieran hierros roñosos y materiales de fábrica. Y el hombre vino a los amigos con el pato en sus brazos.
-Tiéntele aquí abajo.
Las manos del romántico sintieron un temblor caliente de vida asustada.
-¿Qué le parece, si lo añadiéramos a los gazpachos? La olla es inmensa: ya tiene dos perdices, una gallina y un pollo. ¿Lo añadimos?
El romántico no contestó.
-¿Lo ha comido usted en gazpacho? Es la delicia de las delicias. Con su espuma podrían alimentarse seis hambrientos. ¿No lo ha catado nunca?
No lo había catado. Y balbució tímidamente:
-¿Es que no bastará con las perdices y todo lo que ha dicho?
-¡Qué mezcla de gustos de carnes!... ¿Qué? ¿Va? -continuó tentado el glotón.
¿Pero por qué le pedían a él la sentencia?
Y vió los ojitos del ánade, que le miraban suplicándole gracia; y volvióse al ingeniero para transferirle la resolución; pero el ingeniero estaba leyendo en su manual de notas y cálculos, ajeno a la contienda mantenicia entre el estómago y el corazón de su amigo. Y éste no quiso saber más del pato ni de sí, y apartóse para entregarse a la fortaleza y magnanimidad del paisaje; pero encima de su corazón le aleteaba angustiadamente el pato.
...Muy alto el sol y en quietud los campos, sonó la gran voz del señor de los pasteles llamándole.
Acudió el romántico casi con entusiasmo. Tenía hambre. Voz de la carne le prometía gozar y... la escuchaba. Notábase fuerte y sensual.
En el portal del molino estaba la mesa. El fresco olor de harina reciente se perdía en el vaho de las viandas. Las tortas ázimas eran enormes como las muelas que rodaban allá en lo hondo con grave ruido. Y mirar y oler las tarinas de aves guisadas, hartaba.
Mucho tiempo estuvieron comiendo sin decir palabra.
Después de un breve descanso, el hombre risueño preguntó al romántico:
-¿Qué me dice del pato?
-¿Luego murió el pato?
-No, señor; lo matamos, y usted engulló la mitad de su pecho.
-¡Yo! Lo comí por perdiz. ¡Inútil sacrificio! Lo juro. Y el glotón reía devorando un muslo como un mazo de mortero.
...Por la tarde recorrieron el trazado del canal. Sus sombras se acostaban prolongándose sobre el río y la otra ribera.
Cruzaban el azul, ya pálido, avecitas que volvían a la querencia de sus árboles. Humeaba una niebla castísima. La laguna era cielo caído y los tamarindos fuertemente inflamados por sol de ocaso encendían macizos de hogueras en el bello sueño de las aguas. Un autillo dió un grito de lástima desde el remoto olivar de una sierra; y palpitaba en la quietud del crepúsculo un coro de insectos.
Sentíase una mística tristeza; y el hombre de los pasteles lanzaba, de tiempo en tiempo, el estampido de su carcajada, que manifestaba honradez.
¿Pero es que no piensa en el pato, en nuestra víctima?, se dijo el romántico; en cambio, él veía su doliente espectro caminando a su lado, con el cuello retorcido y sangrante, y creciendo, agigantándose corno la sombra de un avestruz monstruoso. ¿Es que sólo había pecado su corazón y el ánade fué víctima únicamente suya, porque sola su alma había sido la elegida para defenderlo de la voracidad?
Y quedó contemplando el lago. Se apagaron dulcemente los árboles de oro. Ellos se marcharían, se olvidarían de todo. Y las aguas y los tamarindos continuarían ofreciendo su belleza en la soledad.
-Poco les queda de vida. Nuestro canal les quitará el agua.
-¿Han de morir?
-Sí, señor. ¿A qué hemos venido sino a estudiar su muerte?
Frío húmedo se levantó de las aguas; en los olivos gimió otra vez el autillo, y entre dos espesuras de tamarindos cruzó lenta y triste una garza de plata.
Acabó el día campesino, comenzado alegremente por un hombre que se creyó bueno y amable porque compadecía, según el psalmista...

Sol claro, plasentero
Nuue lo fase escuro,
De un día entero
Non es onbre seguro,


escribió el judío Sem Tob. 

1908. 

1.093.1 Miro (Gabriel) - 044

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