Se
olía y aspiraba en la mañana una templada miel. Ya tenían los
almendros hoja nueva y almendrucos con pelusa de nido; la piel gris
de las rígidas higueras se abría, y el grueso pámpano reventaba; y
lo más nudoso y negro de las cepas abuelas se alborozaba con sus
netezuelos los brotes. Eran rojas las tierras, y así semejaban más
calientes. El río estrecho y centelleante de sol aparentaba dar de
su fondo fuego de oro y era limpia espada que traspasaba la rambla
con dichosas heridas de frescura. Venía el agua somera sin ruido y
apenas estremecida por los cantos y guijas de la madre. Estaban
rubias y mullidas las márgenes de tamarindos arbusteños; y en lo
postrero de la vista, las aguas espaciadas hacían una tranquila y
pálida laguna. De dentro, los tamarindos, ya árboles, asomaban sus
cimas anchas y doradas como el trigo en las eras o islas románticas;
y enteramente lo copiaban las aguas.
Cerca
del río tronaba un viejo molino harinero. Delante del portal había
un alto álamo de trémula blancura; y en aquellos campos
primaverales el árbol grande y blanco parecía arrancado de un
paisaje de nieve.
Vinieron
de la ciudad a esta ribera dos amigos. Entonces, descansaban,
sumergiéndose en el dichoso gremio de la dulzura matinal de
primavera. De lo alto del aire o de lo hondo de la tierra pasaba a
instantes la templanza un estremecimiento, un aleteo rápido y leve
de frío, pero frío de invierno huído, ya lejos.
Luego
resultaba más grueso y dulce el abrigo del sol. Era buén tiempo
rizado, conmovido por frescura sana y seca; el buen tiempo, el
deseado por el enfermo amado de nuestra alma que murió en el
invierno. Ahora estaría con nosotros, bajo la gracia de los cielos,
y después, en la santa quietud de los tibios crepúsculos, cuando
empieza a balbucir en la verdura, hija de la lluvia, un élitro de
son argentino. Lo busca tiernamente nuestra mirada; pero su cántico
tembloroso resuena en toda la soledad; y el lírico insecto parece
oculto en todos los rodales de matas...
Y
no volvemos la espalda al recuerdo del enfermo que ya no está con
nosotros, no le olvidamos, y la madurez de la mañana aumenta la
salud y ésta nos genera y renueva alegría. Tenían salud aquellos
amigos y era olor de salud el de los árboles verdes, el de las
espigas granadas y el de la harina y el de la humedad de río...
Tenían alegría, alegría que parece brotar de todos nuestros poros
en finos manantiales y llega al penetral del corazón y allí
remansa y se clarifica. ¡Grande y fuerte beatitud de la naturaleza!
La voz del sabio se oye en las inmensidades: "Vuélvete, alma
mía, éntrate a tu reposo, porque te ha hecho bien el Señor.”
En
aquella mañana inicial de primavera los dos amigos paseaban junto a
la orilla del humilde río, recreándoles puerilmente la huída de
las ranas que saltaban, reluciendo al sol, desde el limo de las
rrárpenes, y al caer y zambullirse se oía en la paz de las aguas
quebrarse un cristal. Y por eso, uno de los amigos sonreía
buenamente.
"Amable
es el hombre que se compadece", había leído en los Psálmos.
Pues el compadecerse sea de todo, de lo magnífico y de lo menudo,
que esto no enmuellece ni disipa el ánimo, y sin menoscabarlo, lo
adelgaza y apura y lo hace muy sencillo.
De
los dos amigos, uno era famoso ingeniero, que estudiaba el
recogimiento y prisión del río en canal, para después precipitarlo
torrencialmente desde las altitudes y dar su fuerza a industria de
señores Icigreros. Pero él, sólo pensaba entusiasmado en el arco
estruendoso de espumas irisadas por el sol como inmenso velo nupcial
colgado en el abismo.
El
otro amigo no buscaba ni trazaba arbitrio alguno en aquel paraje. No
se había propuesto nada.
Junto
al molino repararon en cinco ánades que picoteaban granzas, harija,
hosecicos de oliva majada; y esto lo hacían perezosamente,
descansando sus buches en la tierra; pero al ver a los hombres se
asombraron mucho y se alzaron mirando a todos lados, y dieron grande
estrépito.
Y
como el natural contentamiento facilita los más pequeños amores,
los dos amigos contemplaron enternecidos los patos, y sonrieron.
Los
ánades, gordos, muy despacio y cabeceando, como señores canónigos
saliendo del coro, se fueron apartando del molino; contempláronse en
el río, y se estuvieron murmurando con aspereza, mirando siempre
recelosos a la gente de tan nueva catadura.
Entonces
se llegó a los amigos un hombre risueño; cuajábanse sus ojos de
luz húmeda; le sudaban los carrillos como si se les fundiera la
grosura. Era de los beneficiados con el canal del río. Su cara era
un incendio de sangre y alegría; también estaba muy alegre, pero
sin importarle la ternura y dulcedumbre de la mañana.
Con
voz blanda y espesa, como si se deshiciera una rica pasta en su boca,
dijo:
-¿Los
han visto? No los hay mejor cebados en toda la provincia. De aquí me
los mandan para mi mesa, y yo mismo, yo mismo tengo un grandísimo
cocinero, yo mismo hago los pasteles de hígado, pero
incomparablemente más exquisitos que los preparados en Amiens y en
Tolosa. Créame: estos patos son tan tiernos como un seso; yo no les
iba a decir una cosa por otra...
Los
dos amigos le respondieron que sí que lo creían.
-¡Si
ustedes los probasen, madre mía!
Y
la saliva brilló en toda la boca de aquel hombre, trémula como la
dee un lujurioso cerca de la hembra codiciada.
El
ingeniero y el romántico -así les diremos para diferenciarlos- le
miraban atraídos por su voz, rellena de guisos suculentos y
olorosos. Y el romántico pretendió desasirse de bajas tentaciones,
y se volvió para atender a las aves.
Ya
habían bajado a las aguas, menos una, que quedó llena de
incertidumbre en lo enjuto. Parecía su cabeza de terciopelo verde, y
a veces vislumbraba o se quedaba negra.
Era
el ánade más pesado y filosófico de todo el averío.
Y
lo contempló para amarlo en armónica onda de amor, que nacía desde
la hierbecita que hollaban las patas membranosas, pasaba por el río,
atravesaba la arboleda, el cielo, los horizontes luminosos, y este
arco iris de amor y caridad envolvía otros campos hasta posarse,
acaso en otras humildades...; mas sus ojos se detuvieron demasiado en
la opulenta pechuga del animalito.
-¡Hay
que saberlos comer!
Y
el gastrónomo adelantóse. Hizo cauta y diestra maniobra. Se
precipitó y sonó un graznido como si removieran hierros roñosos y
materiales de fábrica. Y el hombre vino a los amigos con el pato en
sus brazos.
-Tiéntele
aquí abajo.
Las
manos del romántico sintieron un temblor caliente de vida asustada.
-¿Qué
le parece, si lo añadiéramos
a los gazpachos? La olla es inmensa: ya tiene dos perdices, una
gallina y un pollo. ¿Lo añadimos?
El
romántico no contestó.
-¿Lo
ha comido usted en gazpacho? Es la delicia de las delicias. Con su
espuma podrían alimentarse seis hambrientos. ¿No lo ha catado
nunca?
No
lo había catado. Y balbució tímidamente:
-¿Es
que no bastará con las perdices y todo lo que ha dicho?
-¡Qué
mezcla de gustos de carnes!... ¿Qué? ¿Va? -continuó tentado el
glotón.
¿Pero
por qué le pedían a él la sentencia?
Y
vió los ojitos del ánade, que le miraban suplicándole gracia; y
volvióse al ingeniero para transferirle la resolución; pero el
ingeniero estaba leyendo en su manual de notas y cálculos, ajeno a
la contienda mantenicia entre el estómago y el corazón de su amigo.
Y éste no quiso saber más del pato ni de sí, y apartóse para
entregarse a la fortaleza y magnanimidad del paisaje; pero encima de
su corazón le aleteaba angustiadamente el pato.
...Muy
alto el sol y en quietud los campos, sonó la gran voz del señor de
los pasteles llamándole.
Acudió
el romántico casi con entusiasmo. Tenía hambre. Voz de la carne le
prometía gozar y... la escuchaba. Notábase fuerte y sensual.
En
el portal del molino estaba la mesa. El fresco olor de harina
reciente se perdía en el vaho de las viandas. Las tortas ázimas
eran enormes como las muelas que rodaban allá en lo hondo con grave
ruido. Y mirar y oler las tarinas de aves guisadas, hartaba.
Mucho
tiempo estuvieron comiendo sin decir palabra.
Después
de un breve descanso, el hombre risueño preguntó al romántico:
-¿Qué
me dice del pato?
-¿Luego
murió el pato?
-No,
señor; lo matamos, y usted engulló la mitad de su pecho.
-¡Yo!
Lo comí por perdiz. ¡Inútil sacrificio! Lo juro. Y el glotón reía
devorando un muslo como un mazo de mortero.
...Por
la tarde recorrieron el trazado del canal. Sus sombras se acostaban
prolongándose sobre el río y la otra ribera.
Cruzaban
el azul, ya pálido, avecitas que volvían a la querencia de sus
árboles. Humeaba una niebla castísima. La laguna era cielo caído y
los tamarindos fuertemente inflamados por sol de ocaso encendían
macizos de hogueras en el bello sueño de las aguas. Un autillo dió
un grito de lástima desde el remoto olivar de una sierra; y
palpitaba en la quietud del crepúsculo un coro de insectos.
Sentíase
una mística tristeza; y el hombre de los pasteles lanzaba, de tiempo
en tiempo, el estampido de su carcajada, que manifestaba honradez.
¿Pero
es que no piensa en el pato, en nuestra víctima?, se dijo el
romántico; en cambio, él veía su doliente espectro caminando a su
lado, con el cuello retorcido y sangrante, y creciendo, agigantándose
corno la sombra de un avestruz monstruoso. ¿Es que sólo había
pecado su corazón y el ánade fué víctima únicamente suya, porque
sola su alma había sido la elegida para defenderlo de la voracidad?
Y
quedó contemplando el lago. Se apagaron dulcemente los árboles de
oro. Ellos se marcharían, se olvidarían de todo. Y las aguas y los
tamarindos continuarían ofreciendo su belleza en la soledad.
-Poco
les queda de vida. Nuestro canal les quitará el agua.
-¿Han
de morir?
-Sí,
señor. ¿A qué hemos venido sino a estudiar su muerte?
Frío
húmedo se levantó de las aguas; en los olivos gimió otra vez el
autillo, y entre dos espesuras de tamarindos cruzó lenta y triste
una garza de plata.
Acabó
el día campesino, comenzado alegremente por un hombre que se creyó
bueno y amable porque compadecía, según el psalmista...
Sol
claro, plasentero
Nuue
lo fase escuro,
De
un día entero
Non
es onbre seguro,
escribió
el judío Sem Tob.
1908.
1908.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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