Lector:
esto que sigue ahora no es epílogo, ni apéndice, ni nada. Aquí lo
escribo porque son cosas que supe cuando ya estaban escritas las
anteriores páginas. Nómbralo o titúlalo como te plazca, que no
hallo razón para encabezarlo con letra alguna.
Un
año después de aquellos días estivales que Sigüenza pasara en
Parcent, ya terminando agosto del 903, a nuestro conocido viandante,
sin saber cómo, se le presenta coyuntura de tcrnar a la región
leprosa. Sigüenza tiende cariñosamente su mirada por el paisaje
trazado en este libro. Mas Sigüenza no siente predisposición de
hablar de la lujuria de aquellos viñedos, de la suavidad y gracia de
sus colinas, del reposo y soledad de los caseríos. Y no es porque
vea lo mismo que ya vió: el paisaje no se repite nunca a los ojos.
En
Ondara, Sigüenza se hospeda en acomodada casa; el edificio es
flamante, pintado todo; su menaje muy curioso, reluciente,
distribuído con inflexible simetría, abunda en frescas mecedoras y
orondos sillones de curada espadaña; pero el comedor es chiquitín,
angustioso. Una casa grande, nueva, ¿por qué ha de tener este
comedor pequeño? Sigüenza carece de tenacidad para seguir la misma
idea o imaginación largo tiempo; se contenta con la corteza y forma
de las cosas; pero como se halla en el exiguo aposento y la noche es
seca, calmosa y ardiente, le acompaña, soliviantándole, una
obsesión menuda: la de la pequeñez del comedor. Por fortuna, le
divierte la entrada del alcalde, del notario de Ondara y del jefe
político o cacique, sujeto acreditado de poderío y vasta hacienda.
El
notario no es rechoncho, no va rapado, tampoco lleva gruesos
anteojos, bigote gris de cepillo, ni viste ropas negras anticuadas
con orilla de seda en el pantalón, mangas y solapa. Este notario
rompe la tradición de la figura del escriba lugareño. Es mozo, casi
melenudo, pálido, y su traje tiene bizarro corte de ciudad. Es
lástima que así sea.
Estos
señores han sabido que Sigüenza visitó Parcent, no porque el
forastero haya escrito el más leve artículo ni porque luzca
personalidad; sábenlo, sencillamente, porque lo ha dicho el dueño
de la casa.
-Pues
estamos ahora en toda la comarca tratando una cuestión
importantísima con referencia a la lepra -explica el jefe.
-Sí,
señor, sí -afirma rotundo el que aloja a Sigüenza.
Y
el cacique prosigue:
-De
si se debe o río levantar el lazareto o sanatorio ahí en Laguart.
¿A usted le parece que eso puede tener efecto?
-¡Claro
es que puede tenerlo! -exclama Sigüenza. Pero el notario añade:
-Pues
no debe ser; no debe tolerarse.
-No,
señor, no -niega conciso el amo de la casa.
El
alcalde no dice nada. Generalmente los alcaldes dicen todos lo mismo.
Sigüenza
no se atreve a pensar si ese silencio es majestuoso, si entraña
hondura filosófica.
-Nosotros
hemos ido a Valencia, y nuestro médico ha discutido allí con todo
el mundo y no cejaremos un punto. Yo le aseguro que no cejaremos.
Nuestros enemigos han de verse negros para emplazar el sanatorio. Se
lo aseguro.
Y
la energía, la fiereza atropella al arrentado cacique; le encrespa
la palabra.
-¿Usted
se ha fijado en estas huertas, en los naranjos y viñas, tan cuidado
y hermoso todo... en tantos rius-raus?
El
interesante notario interrumpe:
-Pues
puede darlo por perdido, si hacen el hospital donde quie-ren...
-¡Oh,
sí, señor, sí! -ratifica el que todos sabemos, diciendo lo mismo
que el alcalde. El cual prosigue silencioso.
¿Habrá
leído a Maeterlinck? No, no lo ha leído; y esta pregunta es poco
seria, casi indigna de Sigüenza.
-¿No
comprende -reanuda el jefe- que todo el país sería ya centro
leproso? Aquí acudirían enfermos de todas partes. Las aguas que
nacen, que vienen todas, se puede decir, de Laguart, llevarían un
peligro, una amenaza constante para la comarca. La noticia se
derramaría en el extranjero, alarmaría a los ingleses, y ¡adiós
nuestras cosechas de pasas y naranja! ¡El pan de todos, la riqueza
de este marquesado! ¡Como no nos las comiéramos nosotros!
-Eso,
sí, señor -dice riendo el lacónico, y mira al alcalde, que ha
sonreído correctamente.
-Vamos
a ver -continúa el jefe. ¿No es preferible buscar un sitio
solitario, de poco cultivo, para que el perjuicio fuera menor? En él
bien podían levantar un hospital y cien si quisieran. Nosotros no
evadimos la parte que nos corresponda pagar. Seríamos los primeros
en contribuir. O si no, otra cosa: que no hagan ninguno; cada pueblo,
que cuide de sus enfermos, de sus leprosos. Aun esto es mejor, porque
pueden hallarse más atendidos..., ¿no le parece?
Sigüenza
queda convencido. Aquel hombre habla como, higie-nista, como
filántropo, como repúblico. Tiene razón sobrada.
Después
los visitantes se marchan. Irán a la farmacia, al casino, a otra
casa donde el cacique disertará igualmente, repitiendo con fuego su
oración; y mañana volverá a recitarla, y pasado; siempre lo mismo,
sin cansancio. La visión pavorosa de montañas de naranjas y pasas
pudriéndose en silos y almacenes no le deja. ¡La pobre riqueza de
todo el marquesado!
...La
rambla está seca, blanca y muda. Acabada la puente, tan gallarda,
tan flamante, no faenan braceros; dejaron de quejumbrar en la
hondonada los ejes de carretas, de golpear los picos, de coplear los
muchachos que acercan piedra, cemento, y amasan en las lechadas de
humeante cal. La puente está hecha; el camino, liso, nuevecito, se
desliza por la roja tierra. Todo está callado; el sol lo envuelve, y
la piedra nueva chispea y brillan las cristalizaciones del yeso.
¡Cómo
apesadumbra la transformación en los lugares que se vieron mucho y
amaron! Esto impresiona tristemente como el hallar de nuevo a quien
se quiere, entre gente advenediza y extraña que detiene nuestra
palabra y nuestros ojos.
...Las
viejas oliveras siguen agarradas a la cobriza basa de Parcent. Fluye
la fuente con suave rumor que adormece. En la pila musgosa, el agua
borbotea, tiembla, ondula, haciendo facetas cegadoras de lumbre.
Bajo,
se copia el sol en un aguazal limpio. Posa serenamente en su orilla
un gentil caballito del diablo, ataviado de rojo, firmes e irisadoras
sus alitas de tul. Sus ojazos, repletos de malicias, descubren a un
muchacho que, retraído en la fuente, le cela quietísimo y fragua
cogerle.
Atraviesa
Sigüenza la calzada, y el elegante insecto brilla en el azul y se
pierde.
El
muchacho mira con rabia al viajero; pero no le arroja injuria, ni
pella de barro, ni fruta de higuera que cerca, entre espeso pámpano,
se parece, muy turgente, halagando con la promesa de sus raíces
mieles cuando la sazón le ponga blancas pinceladas.
Dios,
sólo Dios, conoce el generoso sacrificio del chico.
...En
el vestíbulo del hostal, el médico joven y canoso oye atento a un
señor de ojitos dorados y movedizos, de encendidos pómulos y barba
negra y aguda. Los posaderos, de pie, escuchan callados, como don
Ramón.
-¡Sigüenza!
¡Señor de Sigüensa! -alborotan.
Pronto
las gaseosas de botica hierven en los recios vasos. Y todos
refrigeran.
-Aquí,
don Hermenegildo -dice el huésped indicando a este nuevo personaje,
nos estaba hablando de lo del hospital.
-¡Pero
en la comarca unicamente se habla de este asunto!
-¡Y
qué remedio! -replica don Hermenegildo. ¿Que, usted cree que puede
quedar como está?
-Según.
-¡Cómo
según! El hospital se hará por encima de todo. ¿Vamos a plegarnos
de brazos tranquilamente ante la desgracia? Se hará; yo lo
garantizo.
Y
nervioso, con mirada de iluminado, de apóstol, pinta el
empla-zamiento del edificio; el camino, ancho y cómodo, está
acabado; aguas delgadas y dulces regocijan y lozanean el paisaje,
dejándole su música traviesa y la frescura fecunda.
Allí,
los leprosos vivirán acompañándose, juntos, asociados, aunque
compadeciéndose esto con la separación escrupulosa, regular,
higiénica; cuidarán, por recreo, de hortalizas y flores; plantarán
viveros de álamos y olmos para después hacer deliciosas alamedas;
en fin: trabajarán descansa-damente; su vivir ya no será receloso y
de huída...
Y
como Sigüenza quiere simpatizar eón este esforzado varón, se
apresura a explicarle que si él ha dicho antes "según",
fué por lo que oyera en un pueblo vecino. No era nada cruel y
contrario a sus levantados deseos, lo de trasladar la Leprosería a
paraje más raso, solitario e inculto para que el daño material no
fuera tanto. Y más sabio y hasta más humanitario considera aquello
de atender cada pueblo a sus enfermos.
Don
Hermenegildo queda perplejo, cortado, parpadeante.
Luego,
con voz sumisa, expone: que parcialmente no se conse-guiría extirpar
el mal; es preciso la unión, la suma de esfuerzos y elementos. El
cuidado particular podría aminorar los casos de lepra, pero ésta
quedaría endémica.
-¿Y
dónde, dónde ha oído usted esto? ¿Se puede saber?
-¡Oh!
Sí; en Ondara.
Don
Hermenegildo sonríe, en silencio; por último, serio y altivo, dice:
-En
Ondara no tienen ahora ni un caso de lepra.
Una
plática larga y sugestiva hace don Hermenegildo del temperamento y
de las costumbres de los leprosos. Conoce, como nadie, las llagas y
contracciones de su carne y el dolor de sus almas.
El
señor don Hermenegildo Poquet no es figura de artificio, colocada
aquí por antojo; no lo finjo. Existe en Parcent; hijo de un antiguo
médico del lugar, que trató cariñosamente a los afligidos de la
lepra, aprendió de este hombre generoso a serlo, a despreciar los
peligros del fiero mal pegadizo, a penetrar en esas vidas miserables.
Los leprosos, que al enfermar parecen adquirir también recelos y
vergüenzas de infamados, sólo con el señor Poquet hablan y se
muestran confiadamente. Reciben su visita y depositan en él sus
ansias y quejas. Son santas confesiones. Y cuando la lepra les acaba,
en su agonía le llaman. Y don Hermenegildo y el sacerdote, o don
Hermenegildo y los hermanos de mal del moribundo le ayudan, le
acompañan y consuelan, diciéndole de un vivir eterno en la sociedad
de almas amorosas; alií, todo resplandece de hermosura; y los que
sufrieron males asquerosos que espantaron, son llenos de gloria y
majestad; los ángeles les dedican alabanzas, los santos les besan
admirándoles, y el Señor les prefiere...
Entonces,
la mirada del que expira pasa fugaz por la de los leprosos que le
rodean, húmeda y piadosa, porque no mueren; y luego sube, queda en
alto, dichosa, al fin. Y en este momento se estremece el mísero y
concide con el sabio, invocando a la muerte:
"¡Oh,
muerte... tú eres el único rayo de esperanza que nos alumbra en la
vida! ¡Libertadora y salvadora nuestra, ven y rompe, de una vez para
siempre, para siempre, los hierros de mi espíritu!" (P.
Mariana).
El
señor Poquet muestra a Sigüenza un libro lujoso donde se historia
la lepra regional; cómo apareció en Parcent y va brotando; cuántos
y quiénes la padecieron y tienen; sus retratos; entre éstos el de
un párroco del pueblo, varón excelso y abnegado y heroico que
contagióse entregándose a los enfermos, dando alivio a la
desolación de sus espíritus; el de Severo; el de Batiste...
Sigüenza les reconoce, aunque los lazarinos visten ropas
domingueras, las cuales parécenle estrechas, menguadas; acaso porque
son las mismas que lucieron cuando estaban sanos, limpios y alegres y
galanteaban en la plaza y junto a las fenestras de las mozas... Y
ahora están hinchados...
Se
duele el viajero de que cuando estuvo en Parcent, hace un año, no
pudiera lograr un acompañante tan precioso y útil como don
Hermenegildo. Hallábase ausente.
Aquellas
rápidas visitas con los dañados hubieran sido entretenidas. En vez
de atisbos y leves impresiones de sus almas, hubiera alcanzado
cumplida noticia de su vivir.
-Yo
he de dejarles muy pronto; quizás antes de una hora. Pero si usted
quiere -solicita del señor Poquet- podríamos ver a esa leprosa
joven, que canta tan bella y áinargamente; esa que habita en una
masía en las afueras.
-Ya
no puede cantar -replica don Hermenegildo. Es un caso de leonitis; su
cabeza es de monstruo, de león horrendo; además, no se dejaría
ver; hasta de mí se oculta; la única que hace eso.
Y
después añade:
-Aprovecharemos
este tiempo que nos concede viendo a otro, a Batiste.
Y
seguidamente pide al hostelero que avise al lazarino la visita de
ellos.
Luego,
Poquet y Sigüenza salen; y llegan ante la vieja puertecita de la
manida del inmundo. Pasan a un zaguán estrecho y hondo como un
corredor.
En
las tinieblas se mueve vacilante un bulto.
-Sal
más, Batiste; sal aquí, a la luz. Enséñanos el pie y la pierna
que prefieras, ¿quieres?
La
voz sibilante contesta muy opaca:
-Da
igual. ¡Los dos están buenos! -Debe haber sonreído.
Avanza
Batiste, y Sigüenza se pega al muro húmedo que se desconcha y cae
el yeso, fino como harina, apenas un dedo lo huella levemente.
Batiste
se afana, se retuerce, para que su ropa y su carroña no toquen a
Sigüenza. La idea del peligro atemoriza, de pronto, al viajero.
Entonces se comprende todo lo grandioso y extraordinario que es el
ánimo de don Hermenegildo. Y, momentáneamente, Sigüenza desconfía,
acometido de un pensamiento ruin:
¿Este
señor Poquet será también leproso y por eso, libre ya de la
amenaza del contagio, hace lo que hace? No, Poquet está sano.
Y
el forastero se avergüenza y se arrepiente de su mezquindad.
Los
pies de Batiste están horadados por úlceras secas. Se le ve más
hueso que carne. Sus piernas costrosas se descarnan como astilladas
por los golpes de hacha basta, de filo mellado y roto. Hay en los
muladares miembros de brutos a medio devorar con menos horridez que
los de Batiste.
-¿Siente
usted los dolores muy fuertes, muy fuertes?
-Eso
antes. A lo primero del mal se sufre más que ahora. También se me
pusieron las llagas en las ancas, y no podía sentarme ni acostarme;
pasaba los meses, de día y de noche, contra una pared.
Sigüenza
anhela salir a la calle; bañarse de luz y orearse; no quiere, no
puede mirar más a Batiste; le fatiga su miseria, le enferma, le
espanta.
Batiste
vuelve a sus tinieblas. Él no puede fatigarse.
Entran
en una casa muy limpia. Es de una leprosa; mujer de treinta años;
alta, gruesa; padece gafedad.
Don
Hermenegildo le habla en valenciano; y ella se desata y quita los
vendajes de las manos. Sus pobres manos son cuadradas; apenas le
quedan dedos.
Es
bella la mirada de sus ojos oblicuos, estirados por el mal. Lenta,
torpe, penosa de habla, como si sus mandíbulas se le encajasen,
cuenta que ella es la única cíe siete hermanos que fueron. Todos
murieron leprosos. Es sola en el mundo.
-¡Sola!
¿Qué, yo no soy nadie? -dice el señor Poquet con humanidad y
tristeza.
-¡Don
Hermenegildo!
Y
la leprosa vuelve la espalda, porque está llorando.
Regresan
a la posada. Y cuando el viajero comienza a estrechar la diestra de
sus amigos, entra sonriente, iniciando descubrirse, el señor
vicario. Es muy joven, enjuto, descolorido; se muestran crecidas y
azuladas las pinchitas de su barba y labio.
-Vengo,
doctor, a darle muy felices vísperas. ¿No son mañana sus días?
Y
enjuga su frente y su cuello con un vasto pañuelo listado de verde y
morado.
El
médico ensancha sus ojos zarcos, y modestamente manifiesta no
acordarse del santo de su nombre.
1903.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
No hay comentarios:
Publicar un comentario