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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del vivir - Cap. XI lector

Lector: esto que sigue ahora no es epílogo, ni apéndice, ni nada. Aquí lo escribo porque son cosas que supe cuando ya estaban escritas las anteriores páginas. Nómbralo o titúlalo como te plazca, que no hallo razón para encabezarlo con letra alguna.
Un año después de aquellos días estivales que Sigüenza pasara en Parcent, ya terminando agosto del 903, a nuestro conocido viandante, sin saber cómo, se le presenta coyuntura de tcrnar a la región leprosa. Sigüenza tiende cariñosamente su mirada por el paisaje trazado en este libro. Mas Sigüenza no siente predisposición de hablar de la lujuria de aquellos viñedos, de la suavidad y gracia de sus colinas, del reposo y soledad de los caseríos. Y no es porque vea lo mismo que ya vió: el paisaje no se repite nunca a los ojos.
En Ondara, Sigüenza se hospeda en acomodada casa; el edificio es flamante, pintado todo; su menaje muy curioso, reluciente, distribuído con inflexible simetría, abunda en frescas mecedoras y orondos sillones de curada espadaña; pero el comedor es chiquitín, angustioso. Una casa grande, nueva, ¿por qué ha de tener este comedor pequeño? Sigüenza carece de tenacidad para seguir la misma idea o imaginación largo tiempo; se contenta con la corteza y forma de las cosas; pero como se halla en el exiguo aposento y la noche es seca, calmosa y ardiente, le acompaña, soliviantándole, una obsesión menuda: la de la pequeñez del comedor. Por fortuna, le divierte la entrada del alcalde, del notario de Ondara y del jefe político o cacique, sujeto acreditado de poderío y vasta hacienda.
El notario no es rechoncho, no va rapado, tampoco lleva gruesos anteojos, bigote gris de cepillo, ni viste ropas negras anticuadas con orilla de seda en el pantalón, mangas y solapa. Este notario rompe la tradición de la figura del escriba lugareño. Es mozo, casi melenudo, pálido, y su traje tiene bizarro corte de ciudad. Es lástima que así sea.
Estos señores han sabido que Sigüenza visitó Parcent, no porque el forastero haya escrito el más leve artículo ni porque luzca personalidad; sábenlo, sencillamente, porque lo ha dicho el dueño de la casa.
-Pues estamos ahora en toda la comarca tratando una cuestión importantísima con referencia a la lepra -explica el jefe.
-Sí, señor, sí -afirma rotundo el que aloja a Sigüenza.
Y el cacique prosigue:
-De si se debe o río levantar el lazareto o sanatorio ahí en Laguart. ¿A usted le parece que eso puede tener efecto?
-¡Claro es que puede tenerlo! -exclama Sigüenza. Pero el notario añade:
-Pues no debe ser; no debe tolerarse.
-No, señor, no -niega conciso el amo de la casa.
El alcalde no dice nada. Generalmente los alcaldes dicen todos lo mismo.
Sigüenza no se atreve a pensar si ese silencio es majestuoso, si entraña hondura filosófica.
-Nosotros hemos ido a Valencia, y nuestro médico ha discutido allí con todo el mundo y no cejaremos un punto. Yo le aseguro que no cejaremos. Nuestros enemigos han de verse negros para emplazar el sanatorio. Se lo aseguro.
Y la energía, la fiereza atropella al arrentado cacique; le encrespa la palabra.
-¿Usted se ha fijado en estas huertas, en los naranjos y viñas, tan cuidado y hermoso todo... en tantos rius-raus?
El interesante notario interrumpe:
-Pues puede darlo por perdido, si hacen el hospital donde quie-ren...
-¡Oh, sí, señor, sí! -ratifica el que todos sabemos, diciendo lo mismo que el alcalde. El cual prosigue silencioso.
¿Habrá leído a Maeterlinck? No, no lo ha leído; y esta pregunta es poco seria, casi indigna de Sigüenza.
-¿No comprende -reanuda el jefe- que todo el país sería ya centro leproso? Aquí acudirían enfermos de todas partes. Las aguas que nacen, que vienen todas, se puede decir, de Laguart, llevarían un peligro, una amenaza constante para la comarca. La noticia se derramaría en el extranjero, alarmaría a los ingleses, y ¡adiós nuestras cosechas de pasas y naranja! ¡El pan de todos, la riqueza de este marquesado! ¡Como no nos las comiéramos nosotros!
-Eso, sí, señor -dice riendo el lacónico, y mira al alcalde, que ha sonreído correctamente.
-Vamos a ver -continúa el jefe. ¿No es preferible buscar un sitio solitario, de poco cultivo, para que el perjuicio fuera menor? En él bien podían levantar un hospital y cien si quisieran. Nosotros no evadimos la parte que nos corresponda pagar. Seríamos los primeros en contribuir. O si no, otra cosa: que no hagan ninguno; cada pueblo, que cuide de sus enfermos, de sus leprosos. Aun esto es mejor, porque pueden hallarse más atendidos..., ¿no le parece?
Sigüenza queda convencido. Aquel hombre habla como, higie-nista, como filántropo, como repúblico. Tiene razón sobrada.
Después los visitantes se marchan. Irán a la farmacia, al casino, a otra casa donde el cacique disertará igualmente, repitiendo con fuego su oración; y mañana volverá a recitarla, y pasado; siempre lo mismo, sin cansancio. La visión pavorosa de montañas de naranjas y pasas pudriéndose en silos y almacenes no le deja. ¡La pobre riqueza de todo el marquesado!


...La rambla está seca, blanca y muda. Acabada la puente, tan gallarda, tan flamante, no faenan braceros; dejaron de quejumbrar en la hondonada los ejes de carretas, de golpear los picos, de coplear los muchachos que acercan piedra, cemento, y amasan en las lechadas de humeante cal. La puente está hecha; el camino, liso, nuevecito, se desliza por la roja tierra. Todo está callado; el sol lo envuelve, y la piedra nueva chispea y brillan las cristalizaciones del yeso.
¡Cómo apesadumbra la transformación en los lugares que se vieron mucho y amaron! Esto impresiona tristemente como el hallar de nuevo a quien se quiere, entre gente advenediza y extraña que detiene nuestra palabra y nuestros ojos.
...Las viejas oliveras siguen agarradas a la cobriza basa de Parcent. Fluye la fuente con suave rumor que adormece. En la pila musgosa, el agua borbotea, tiembla, ondula, haciendo facetas cegadoras de lumbre.
Bajo, se copia el sol en un aguazal limpio. Posa serenamente en su orilla un gentil caballito del diablo, ataviado de rojo, firmes e irisadoras sus alitas de tul. Sus ojazos, repletos de malicias, descubren a un muchacho que, retraído en la fuente, le cela quietísimo y fragua cogerle.
Atraviesa Sigüenza la calzada, y el elegante insecto brilla en el azul y se pierde.
El muchacho mira con rabia al viajero; pero no le arroja injuria, ni pella de barro, ni fruta de higuera que cerca, entre espeso pámpano, se parece, muy turgente, halagando con la promesa de sus raíces mieles cuando la sazón le ponga blancas pinceladas.
Dios, sólo Dios, conoce el generoso sacrificio del chico.
...En el vestíbulo del hostal, el médico joven y canoso oye atento a un señor de ojitos dorados y movedizos, de encendidos pómulos y barba negra y aguda. Los posaderos, de pie, escuchan callados, como don Ramón.
-¡Sigüenza! ¡Señor de Sigüensa! -alborotan.
Pronto las gaseosas de botica hierven en los recios vasos. Y todos refrigeran.
-Aquí, don Hermenegildo -dice el huésped indicando a este nuevo personaje, nos estaba hablando de lo del hospital.
-¡Pero en la comarca unicamente se habla de este asunto!
-¡Y qué remedio! -replica don Hermenegildo. ¿Que, usted cree que puede quedar como está?
-Según.
-¡Cómo según! El hospital se hará por encima de todo. ¿Vamos a plegarnos de brazos tranquilamente ante la desgracia? Se hará; yo lo garantizo.
Y nervioso, con mirada de iluminado, de apóstol, pinta el empla-zamiento del edificio; el camino, ancho y cómodo, está acabado; aguas delgadas y dulces regocijan y lozanean el paisaje, dejándole su música traviesa y la frescura fecunda.
Allí, los leprosos vivirán acompañándose, juntos, asociados, aunque compadeciéndose esto con la separación escrupulosa, regular, higiénica; cuidarán, por recreo, de hortalizas y flores; plantarán viveros de álamos y olmos para después hacer deliciosas alamedas; en fin: trabajarán descansa-damente; su vivir ya no será receloso y de huída...
Y como Sigüenza quiere simpatizar eón este esforzado varón, se apresura a explicarle que si él ha dicho antes "según", fué por lo que oyera en un pueblo vecino. No era nada cruel y contrario a sus levantados deseos, lo de trasladar la Leprosería a paraje más raso, solitario e inculto para que el daño material no fuera tanto. Y más sabio y hasta más humanitario considera aquello de atender cada pueblo a sus enfermos.
Don Hermenegildo queda perplejo, cortado, parpadeante.
Luego, con voz sumisa, expone: que parcialmente no se conse-guiría extirpar el mal; es preciso la unión, la suma de esfuerzos y elementos. El cuidado particular podría aminorar los casos de lepra, pero ésta quedaría endémica.
-¿Y dónde, dónde ha oído usted esto? ¿Se puede saber?
-¡Oh! Sí; en Ondara.
Don Hermenegildo sonríe, en silencio; por último, serio y altivo, dice:
-En Ondara no tienen ahora ni un caso de lepra.
Una plática larga y sugestiva hace don Hermenegildo del temperamento y de las costumbres de los leprosos. Conoce, como nadie, las llagas y contracciones de su carne y el dolor de sus almas.
El señor don Hermenegildo Poquet no es figura de artificio, colocada aquí por antojo; no lo finjo. Existe en Parcent; hijo de un antiguo médico del lugar, que trató cariñosamente a los afligidos de la lepra, aprendió de este hombre generoso a serlo, a despreciar los peligros del fiero mal pegadizo, a penetrar en esas vidas miserables. Los leprosos, que al enfermar parecen adquirir también recelos y vergüenzas de infamados, sólo con el señor Poquet hablan y se muestran confiadamente. Reciben su visita y depositan en él sus ansias y quejas. Son santas confesiones. Y cuando la lepra les acaba, en su agonía le llaman. Y don Hermenegildo y el sacerdote, o don Hermenegildo y los hermanos de mal del moribundo le ayudan, le acompañan y consuelan, diciéndole de un vivir eterno en la sociedad de almas amorosas; alií, todo resplandece de hermosura; y los que sufrieron males asquerosos que espantaron, son llenos de gloria y majestad; los ángeles les dedican alabanzas, los santos les besan admirándoles, y el Señor les prefiere...
Entonces, la mirada del que expira pasa fugaz por la de los leprosos que le rodean, húmeda y piadosa, porque no mueren; y luego sube, queda en alto, dichosa, al fin. Y en este momento se estremece el mísero y concide con el sabio, invocando a la muerte:
"¡Oh, muerte... tú eres el único rayo de esperanza que nos alumbra en la vida! ¡Libertadora y salvadora nuestra, ven y rompe, de una vez para siempre, para siempre, los hierros de mi espíritu!" (P. Mariana).


El señor Poquet muestra a Sigüenza un libro lujoso donde se historia la lepra regional; cómo apareció en Parcent y va brotando; cuántos y quiénes la padecieron y tienen; sus retratos; entre éstos el de un párroco del pueblo, varón excelso y abnegado y heroico que contagióse entregándose a los enfermos, dando alivio a la desolación de sus espíritus; el de Severo; el de Batiste... Sigüenza les reconoce, aunque los lazarinos visten ropas domingueras, las cuales parécenle estrechas, menguadas; acaso porque son las mismas que lucieron cuando estaban sanos, limpios y alegres y galanteaban en la plaza y junto a las fenestras de las mozas... Y ahora están hinchados...
Se duele el viajero de que cuando estuvo en Parcent, hace un año, no pudiera lograr un acompañante tan precioso y útil como don Hermenegildo. Hallábase ausente.
Aquellas rápidas visitas con los dañados hubieran sido entretenidas. En vez de atisbos y leves impresiones de sus almas, hubiera alcanzado cumplida noticia de su vivir.
-Yo he de dejarles muy pronto; quizás antes de una hora. Pero si usted quiere -solicita del señor Poquet- podríamos ver a esa leprosa joven, que canta tan bella y áinargamente; esa que habita en una masía en las afueras.
-Ya no puede cantar -replica don Hermenegildo. Es un caso de leonitis; su cabeza es de monstruo, de león horrendo; además, no se dejaría ver; hasta de mí se oculta; la única que hace eso.
Y después añade:
-Aprovecharemos este tiempo que nos concede viendo a otro, a Batiste.
Y seguidamente pide al hostelero que avise al lazarino la visita de ellos.
Luego, Poquet y Sigüenza salen; y llegan ante la vieja puertecita de la manida del inmundo. Pasan a un zaguán estrecho y hondo como un corredor.
En las tinieblas se mueve vacilante un bulto.
-Sal más, Batiste; sal aquí, a la luz. Enséñanos el pie y la pierna que prefieras, ¿quieres?
La voz sibilante contesta muy opaca:
-Da igual. ¡Los dos están buenos! -Debe haber sonreído.
Avanza Batiste, y Sigüenza se pega al muro húmedo que se desconcha y cae el yeso, fino como harina, apenas un dedo lo huella levemente.
Batiste se afana, se retuerce, para que su ropa y su carroña no toquen a Sigüenza. La idea del peligro atemoriza, de pronto, al viajero. Entonces se comprende todo lo grandioso y extraordinario que es el ánimo de don Hermenegildo. Y, momentáneamente, Sigüenza desconfía, acometido de un pensamiento ruin:
¿Este señor Poquet será también leproso y por eso, libre ya de la amenaza del contagio, hace lo que hace? No, Poquet está sano.
Y el forastero se avergüenza y se arrepiente de su mezquindad.
Los pies de Batiste están horadados por úlceras secas. Se le ve más hueso que carne. Sus piernas costrosas se descarnan como astilladas por los golpes de hacha basta, de filo mellado y roto. Hay en los muladares miembros de brutos a medio devorar con menos horridez que los de Batiste.
-¿Siente usted los dolores muy fuertes, muy fuertes?
-Eso antes. A lo primero del mal se sufre más que ahora. También se me pusieron las llagas en las ancas, y no podía sentarme ni acostarme; pasaba los meses, de día y de noche, contra una pared.
Sigüenza anhela salir a la calle; bañarse de luz y orearse; no quiere, no puede mirar más a Batiste; le fatiga su miseria, le enferma, le espanta.
Batiste vuelve a sus tinieblas. Él no puede fatigarse.
Entran en una casa muy limpia. Es de una leprosa; mujer de treinta años; alta, gruesa; padece gafedad.
Don Hermenegildo le habla en valenciano; y ella se desata y quita los vendajes de las manos. Sus pobres manos son cuadradas; apenas le quedan dedos.
Es bella la mirada de sus ojos oblicuos, estirados por el mal. Lenta, torpe, penosa de habla, como si sus mandíbulas se le encajasen, cuenta que ella es la única cíe siete hermanos que fueron. Todos murieron leprosos. Es sola en el mundo.
-¡Sola! ¿Qué, yo no soy nadie? -dice el señor Poquet con humanidad y tristeza.
-¡Don Hermenegildo!
Y la leprosa vuelve la espalda, porque está llorando.


Regresan a la posada. Y cuando el viajero comienza a estrechar la diestra de sus amigos, entra sonriente, iniciando descubrirse, el señor vicario. Es muy joven, enjuto, descolorido; se muestran crecidas y azuladas las pinchitas de su barba y labio.
-Vengo, doctor, a darle muy felices vísperas. ¿No son mañana sus días?
Y enjuga su frente y su cuello con un vasto pañuelo listado de verde y morado.
El médico ensancha sus ojos zarcos, y modestamente manifiesta no acordarse del santo de su nombre.

1903.

1.093.1 Miro (Gabriel) - 044

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