Martín
era un floricultor maravilloso. Sabía lo más escondido de la vida
de las flores, la trama y el sueño de los bulbos, la peregrina
circulación de los jugos de todas y los nombres latinos y bárbaros
-casi bien pronunciados- de muchas. Sabía que plantando un menudo
trozo de hoja daba nacimiento a una nueva criatura vegetal viable,
completa,
como sucedía con las Gloxinias y singularmente con algunas Begonias,
como la Begonia Rex. Platicaba con las matas persuadiéndolas si
necesitaban de injerto para lozanear y embellecer la estirpe; y como
se cuenta del buen San Francisco, Martín paseaba por su humilde
huerto, y viendo una florecica inclinada a la tierra, lacia, mohina,
triste, acercábase a la planta y dándole con sus dedos un gracioso
y delicado capirotazo, solía decirle: "¡Ya sé lo que tienes!"
Y en seguida la bañaba con mucho regalo, con mucha suavidad y le
sacaba algún insectivo que le estaba chupando feroz-mente la miel de
su seno.
Conviene
hacer confesión que Martín no era precisamente un San Francisco.
Martín no amaba las flores, sino sus flores; las cuidaba
paternalmente; no sosegaba mirándolas; y luego, las vendía. Lo
mismo hace el ganadero con sus reses y el recovero con sus averíos.
Bueno; de todos modos, aunque un hombre se mantenga granjeando de sus
rosales y de sus clavellinas, siempre resulta su figura más
conmovedora que la del negociante de cerdos.
Claro
que no es menester que el cultivo de los jardines enmuellezca y
afemine el ánimo y otras cosas. Martín, no; no se afeminaba, antes
era hombre recio, fosco y dado a ideas revolucionarias y designios
socialistas. Hablaba de transformaciones de los pueblos; y tenía un
pliegue en la frente como el glorioso emperador. Cuando leía una
hoja incendiaria y decía sus pensamientos de repúblico, delante de
su familia y amigos, todos, más que escucharle le contemplaban el
pliegue. Su mujer se pasmaba. ¿De dónde le acudían esos peligrósos
odios y aficiones siendo tan paciente con el Echinocactus Ottonis y
tan dulce y sumiso con el dueño de la casa? Porque Martín habitaba
casa ajena, la de un funcionario ultramarinero -me parece que oidor,
quien vino de aquellas tierras remotas con un pedacito de vellocino
de oro enredado en el fondo de su faltriquera y un mal de ijada.
Era
el señor magistrado alto, seco, con larga americana cruzada,
sombrero muy hundido y bastón de concha de vivas transparencias.
Escogió una templada ciudad; mercó una casa en paraje sosegado,
añadióle huerto, y admitió en las habitaciones bajas al matrimonio
Martín para que le asistiera a él y a su esposa, una desabrida
señora vieja y flaca, dándole por sus servicios techo y libertad
para vender flores y alquilar macetas y ramajes a fondas, ceremonias,
fiestas y agasajos políticos y familiares.
El
ex magistrado estaba tan contento de su jardinero que, algunas
mafianas, escapándose de las rígidas faldas de la esposa, bajaba al
huerto, y mientras Martín regaba el lilium candidum, el tigrinum el
superbum, el chalcedonicum o el tropoelum majus (total, una
alborozada mata de capuchinas), él le contaba grave y anchamente
cualquiera rareza de la flora de Indias, y a veces, toda una
contienda jurídica.
Martín
también estaba muy contento, y ganaba muy buenos dineros con su
jardín, cada día más famoso y solicitado.
Sucedió
que en la ciudad se fervorizaron los ánimos porque había renovación
de concejales.
Una
noche se congregaron los socialistas. Y habló Martín. Dijo que era
preciso "comenzar la batalla y que la primera jornada, el primer
encuentro y trinchera estaba en las urnas municipales".
Pues
en seguida le proclamaron candidato.
Y
al amanecer, delante de la rosa alba y de las mimosas púdica, casta
sensitiva, viva, Martín sonreía enternecido y acaso balbució: "¡Si
supiérais que quien os da de beber y os muelle la tierra está casi
sentándose en el Cabildo!"
¡Era
un San Francisco que platicaba con las flores!
...Y
se sentó en el Cabildo.
Dijéronselo,
en el Casino, al señor oidor.
-¿Martín,
mi jardinero, concejal?
-El
mismo.
¡Imagine, imagine si podrá servirle de poco! ¡Y concejal
socialista de los terribles!
-¿Socialista,
socialista y todo?... ¡La ola... la ola siniestra que avanza,
avanza!... ¡He criado un cuervo!...
Y
el magistrado, sin rematar su frase, marchóse; enfurecido y
temeroso.
Cuando
la señora lo supo, también gritó:
-¡Un
cuervo, un cuervo hemos criado que nos sacará los ojos!
-Hija,
lo mismo he pensado yo; pero no ha de ocurrir, que el enemigo no
seguirá bajo nuestros techos.
Llamó
a Martín para decírselo, y la ola presentósele
sin blusa ni alpargatas, sino toda de negro, el traje de paño de su
casamiento, que siempre estuvo guardado en la vieja arca.
-¿Pero
es, que me echa usted? -exclamó Martín angustiándose.
-Es
usted concejal, y lo único que hago es invitarle a que se busque
casa.
Después
le rodearon sus compañeros. Y como el caudillo mostrase duda,
flaquezas, apocamiento mirando sus begonias xebrina y sanguínea, la
campanula ranunculus, el heliotropium peravianum, un tonelero viejo y
tuerto, antiguo sargento, gritó lo mismo que el capitán Bravida al
héroe de Tarascón:
-¡Martín,
es preciso partir!
Y
Tartarín partió.
La
casa del señor concejal era honda y sombría.
La
mujer y los chicos estaban flacos, pajizos y mustios, no tenían
huerto, y no había ganancia.
Martín,
baldío, con el entrecejo cavado por el filo de sus pensamientos, y
su traje de bodas envejecido pasaba calles y plazas, recibiendo el
saludo de algún socialista gozoso. Llegaba a un jardincito
municipal. Acercábasele el custodio, destocado y humilde, con
sonrisita pellizcada por la malicia, escuchaba los nombres latinos de
plantas que le decía el concejal.
Dos
guardias se allegaban, esperando sus mandatos. Y cuando Martín se
iba, ellos le saludaban con rendimiento y socarronería.
-¿Qué
te dijo, qué te dijo el señor concejal?
El
jardinero se rascaba el cráneo, después una nalga, y encendiendo
la punta del cigarro, murmuraba regocijadamente:
-¡Todo
es hambre!
1901.
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