No
siempre el beso legítimo es de miel y vida para la boca besada Yo sé
que a veces tiene amargor y muerte...
-¿Cuándo,
cuándo sucede esa desventura tan grande por un beso? -prorrumpieron
las gentiles doncellas que vinieron aquella tarde otoñal al huerto
de tía Isabel.
Y
la hermosa señora de cabellos de plata y continente de reina, sonrió
con melancolía
Y
todas descansaron en el vetusto banco del cedro.
Dejaron
en medio a tía Isabel, que habló de esta manera:
-De
libros muy antiguos sacaron la substancia de una conseja muy linda.
Érase una mujer que desde niña, casi recién nacida, fué avezada
al zumo de serpientes, y hasta se afirma que la alimentaron- y
criaron con sangre de tan espantosos animales. Y lo que para todos
era tósigo y muerte, fué para ella salud y vida. Creció y se hizo
lozana y hermosísima, aunque en sus ojos no sé qué brillaba de
siniestro y bravío.
Un
mancebo gallardo y audaz prendóse de esta mujer, y ella también le
quiso locamente. Y se casaron. Sus bodas tuvieron todo el fausto y
regocijo de su rango, porque eran los dos príncipes muy poderosos en
la India. Llegada la noche, se recogieron los desposados en su
cámara, resplandeciente de pedrería, y aromada, no con juncieras,
como hacían nuestras dueñas y madres, sino con braserillos donde se
quemaban las gomas y perfumes más deleitosos de Oriente. Y sucedió
que al otorgarse lo que pide amor, besáronse; pero ella, impulsada
de la fiereza que le dejó en la sangre el licor de serpiente, mordió
en los labios del mancebo. Y el esposo se llagó de ponzoña y murió
hinchado maldiciendo a la amada y retorciéndose como los reptiles.
Y
el cuento es acabado,
sea
Dios siempre loado...
¿Quedásteis
adolecidas del novio o de la novia? Quizás la conseja no es sólo de
entretenimiento, sino también de enseñanza que aun no podéis
descubrir. Habéis
oído la historia del beso de la esposa; os guardo, para otra tarde,
el beso del esposo...
Ellas
se le acercaron, y haciéndole mil caricias le pidieron que lo
contara entonces.
Delante
del banco había una fuente musgosa; brotaba el agua del roto cuello
de un cisne de piedra, y al verterse sonaba un coloquio cristalino de
gotas. Las tórtolas quejumbraban en el cedro, que, bañado de sol
poniente, era como un inmenso candelabro de oro...
La
noble dama, la solitaria de aquellos jardines, rechazada de los
graves y rigorosos hermanos por locuras de amor, contempló a las
doncellas y dijo:
-En
una ciudad no muy lejos de aquí, vivía un matrimonio de ilustre
casa y grandísimo celo religioso. Dos hijos varones estudiaban en un
colegio de Padres de la Compañía; y de él salieron para ingresar
en Academias militares. Nació también una hija, que la crió la
madre en recogimiento monjil.
Ya
mayorcita, la niña, no pisaba la calle sin la custodia de sus
padres. Los cuales siempre estaban con semblante de pesar, que siendo
en ellos de naturaleza, lo aumentaba entonces el andar escasos de
renta. No tenían a otro pasatiempo ni extraordinario que sentar, los
jueves, a su mesa a un caballero célibe y noble, de los mismos años
y costumbres del padre, del cual era antiguo amigo y casi pariente.
Además, era muy letrado y cristiano, y en aquella casa se le
consultaba y ola como un libro precioso.
La
hija fué mujer; pero de una hermosura y gracia que embriagaba los
corazones, como los vinos rancios y los aromas fuertes. Y esta
belleza avivó de recelos y cuidados el ánimo piadoso de la madre.
Lo que más le inquietaba era pensar en el casamiento de la doncella;
así lo confesó al sabio amigo, acabada la comida de un jueves,
añadiendo lastimeramente: "¿No hay muchos ejemplos de mujeres
hermosas que fueron desdichadas?" "Los hay -afirmó el
amigo. ¡Mujeres desdichadas que llevaron la perdición al hombre!"
Y nombró desde la antojadiza Helena hasta algunas damas de Madrid y
del extranjero, muy principales, divertidas y andariegas, y a todas
les dedicó palabras de las Sagradas Escrituras: "La mujer, mas
amarga que la muerte; lazo de cazadores; red su corazón; prisiones
sus manos." Que de todo entendía aquel doctísimo varón. A la
pobrecita Eva y a la taimada sierpe, lis citaba mucho. Y, por las
noches, la madre padecía sueños horrendos de mujeres, mitad
humanas, mitad serpientes, cuyas cabezas hermosísimas se parecían a
la de su hija ... Y pasó el tiempo sin que se alterase aquel hogar
monástico. Pero un jueves el comensal les comunicó sus propósitos
de alejarse para reponer su fortuna, también quebrantada. Le
conferían cargo de autoridad y ganancia en Nueva España y quizás
consintiera. Y aceptó, y un domingo de Pascua florida lo fué de
sufrimiento y lágrimas para sus amigos.
...Vinieron
cartas del ausente llenas de amor para la familia amiga y de quejas
del frío de su soledad y de narraciones muy elegantes y
emocionadoras de aquellas tierras remotas. Todo lo leía la hija, y
aspiraba conmovidamente el intenso perfume de lo nuevo y lejano.
Llegó también una fotografía donde estaba él entre árboles
centenarios y rodeado de indígenas de ferocísimo gesto y negra
desnudez. La figura del europeo aparecía gallarda, pálida; su barca
ya canosa y su avanzada frente recibían toda la claridad que
penetraba por la floresta; aquel hombre resaltaba como un símbolo
del heroísmo y nobleza de una raza. "¡Yo lo encuentro hasta
bizarro y hermoso!" -exclamó entusiasmado el amigo. Y para la
hija, que entonces compendiaba a los hombres en el grupo
fotográfico, fue el más galán de todos los nacidos. Algo le
escribió el padre de la amorosísima expresión que sintiera la
joven al mirar el retrato. Y la siguiente carta dio sorpresa y gusto
al matrimonio, porque en ella el expatriado confesaba un secreto que
mantuvo siempre en su alma: el del amor a la hija. Decía luego su
tristeza por la distancia que les separaba y por la otra distancia
aún más amarga de sus edades. Cinco años llevaba cautivo de su
empleo; y otros cinco le quedaban de residencia en tan extraño
país. Había cumplido los cincuenta; de modo que al retorno se
hallaría en los umbrales de la vejez. ¡Había de hacer dolorosa
renuncia del único y más sagrado precio de su vida! La madre,
alborozada con la idea de tan conveniente y tranquilo refugio para la
hija, habló con ella y le rogó y pudo persuadirla a casamiento. Ya
las cartas vinieron para ésta; y era tan arrebatado lo escrito que
la novia sentía castísimos anhelos de caricias de aquel hombre, y
llegó a fingírselo fuerte y gallardo.
-¡Ay,
tía Isabel! ¿Y lo era de verdad? -interrumpieron las gentiles
sobrinas.
Tía
Isabel sonrió.
-¡Todo
lo sabréis! Los novios de mi cuento se desposaron en la separación,
por poderes. Helada y triste le pareció la ceremonia a la doncella;
pero así fué preciso, porque a él le angustiaba la espera de su
regreso, y a los padres de la novia el pensamiento de que su hija
emprendiese tan largo viaje. La primera carta que recibió la esposa
del esposo le abrasó el pecho como si el corazón se hubiera vuelto
en temblorosa llama, encendió sus mejillas y estremeció
dichosamente todas sus entrañas. Acababa con estas promesas: "Iré
muy rico; y he de decirte como Salomón: nuestro lecho será de
sándalo y florido, y en él tus besos, más sabrosos y dulces que el
vino y la miel." Y la esposa besó estas palabras, y aquella
noche lloró en su lecho de virgen.
¿Lloráis
también vosotras? Tres años llevaba de casada y pasá-base los días
contando los de los dos años siguientes como si fueran los azabaches
de su rosario. ¡Cuántas veces!... Y una tarde de septiembre, tarde
de oro como ésta, la madre penetró gozosamente en la estancia de la
esposa, casi pidiéndole albricias como se usaba en lo antiguo... La
hija se levantó palideciendo y trémula: ¿Sería él?... No; no era
él, sino un enviado suyo, un compatriota que regresaba y le traía
dones y obsequios preciosos. Entró el mensajero. Viéndolo, sintió
ella los dulces rubores de la esposa. "¡Por qué Dios mío, si
era otro, otro!" Joven, blanco, rubio, el llegado parecía un
príncipe de conseja, que viniese a librarla del penoso encantamiento
de su doncellez... Hablábale del ausente, y a ella le parecía que
hablaba de sí mismo. Prometía que el marido vendría antes de dos
años; y la virgen se preguntaba: "¡Alma mía! ¿No vino ya el
amado?" Mientras estuvo este hombre en la ciudad, ella cuidó de
su atavío, y tuvo alegría. Pero el Príncipe partió, y entonces
apuró la esposa el, vaso de hiel del adiós a la felicidad, deshecho
como una niebla. Ya sola, ya triste, se preguntó si había pecado,
si cometió adulterio en su corazón. ¡Casada y amante sin saber aún
del amor legítimo ni del prohibido! Y lloraba más de tristeza que
de arrepentimiento. Pero como, según dijo un filósofo que yo he
leído, "nada se adhiere al corazón que haga siempre llorar o
siempre amar", fué la esposa mitigándose de su pena y luego
pasó al goce por el anuncio del pronto arribo del marido. Faltaba un
mes. Y ella y sus padres fueron a un puerto de Andalucía para
recibirle... Extenuada de ansiedad, pisó el muelle la desventurada
mujer. Todos los encendidos requie-bros de las cartas acudían
entonces a su alma. "¡Oh, nuestro lecho será de sándalo y
florido; y allí tus besos más sabrosos y dulces que el vino y que
la miel!" Y ella gustaba sus mismos labios y desfallecía
anticipándose fingidamente la dicha.
Entró
en las serenas aguas del puerto el negro vapor, despacio, rendido...
Muchas
manos agitaron pañuelos. "¿Y él?" Él llegó. La esposa
pálida, angustiándose, muriéndose, recibió en su frente un beso
breve, enjuto entre blancura de barba patriarcal de un anciano flaco,
doblado, que balbució: “¡Oh, mi Isabel!"
-¡Isabel,
Isabel! -exclamaron las doncellas rodeando a la señora.
...Tía
Isabel sonrió llorando.
1906
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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