Translate

miércoles, 24 de septiembre de 2014

El señor augusto

Era un lugar humilde, de casas de labranza; los campos, de llanura de rubias rastrojeras, viñal pedregoso y ralos alcaceres. Todos los horizontes estaban cerrados por un círculo de sierras peladas, sin umbrías ni pastura para los ganados que habían de trashumar.
Era un pueblo de quietud y silencio. Los lugareños salían por la mañana a sus pejugales; y la vieja espadaña de su iglesia y las ventanas y puertas de las casas les miraban desde lejos, y esa mirada de las piedras llegaba hasta un pueblo blanco, risueño, ceñido de huertas ¿e mucho verdor y abundancia.
Y al lugar humilde vino un hombre, que traía amplio sombrero, pantalón de pana crujidora, chaqueta recia y tralla pasada por los hombros. Era del Mediodía de Francia, y hablaba un castellano tan gangoso y roto como si padeciese un mal de garganta; pero su salud era hasta insolente; grande, encendido, rebultado de poderosas espaldas cargadas de... fuerza y grosura, un verdadero cíclope al lado de estos aldeanos españoles, enjutos, cetrinos, hundidos de ojos, de pecho y de vientre, callados, temerosos y con un rebaño de criaturas harapientas, que se quedaban contemplando al extranjero y aun-le seguían 'haciéndole visajes de burla. Pero el francés lo resistía todo con mucho comedimiento. Las madres y los viejos y las gentes trashogueras, viendo aquel hombre tan enorme que aplastaba los cantos de las callejas, volverse si oía alguna chanza de los rapaces y preguntarles el sentido de la grosería, y, luego de meditarlo, pasar a celebrarla y reirla sosegadamente, se sintieron arrepentidos e impusieron respeto para el recién llegado.
Si los sábados surgía en el hostal alguna contienda entre labriegos, arrieros y trajinantes, que se juntaban para sus tratos y holganzas, el señor Augusto -que así se nombraba el francés, salía de los pesebres, donde se estaba frecuentemente mirando las bestias, y hacía paz; y luego bebían todos un azumbre de vino áspero, rojo y denso como la sangre. Los ojillos, de vidrios azules, del señor Augusto, se humedecían y fulguraban. Y el resultado era siempre algún cambio o venta de mulas, que el forastero desem-barcaba en la ciudad cercana.
El señor Augusto también gustaba y entendía del campo. Y muchos lugareños le llevaron a sus bancales, y recibieron enseñanza para su remedio. Decíales el señor Augusto que necesitaban estiércol, una hila quincenal de agua, que podría derivarse del alumbramiento artesiano que él había hecho, y otra bestia para la labranza que aventajase al asno tristón y flaco, lleno de mataduras y roñas; y arrancar el viñedo y sustituirlo por almendros, pues el terreno los llevaría mejor que las vides.
-¡Señor Augusto, señor Augusto, lo que habemos menester nosotros son dineros!
-¡Mon Dieu, dinegos!. Y el señor Augusto mostraba pesadumbre, pasmo y enojo de la poquedad de aquellos ánimos. -"¡Dinegos! ¡Et bien!"... No era él rico, pero tampoco era menester serlo; y él lo dejaría.
Los campesinos se rascaban las trasquiladas cabezas; miraban a la tierra, miraban al cielo; se descansaban ya en un pie, ya en el otro, y sonreían con desconfianza. Mas, pronto quedaban mara-villados, porque recibían los árboles, los costales de guano y la mula. El señor Augusto golpeaba con mucho halago las flacas espaldas de los labriegos, y las ancas y la panza de la bestia haciéndola andar y ladearse y probar su fortaleza y casi su gallardía. Y el señor Augusto no se quedaba con intereses de los dineros dejados; ni los pedía. No.
Más tarde, lo que hacía era quedarse con la finca mejorada, con la bestia ya domada y avezada a la mansa faena campesina y hasta con el hombre, que había de trabajar en servidumbre la tierra que antes fuera suya.
Y los campos se hicieron ricos y frondosos. Y el señor Augusto se adueñó de todos los ánimos del lugar y de casi todas sus casas y haciendas, y tenía espuertas llenas de monedas y billetes mugrientos.
En el hostal, en los portales, al retorno de la faena, se murmuraba menudamente de la gran ventura del francés; pero los malos pensamientos de los aldeanos quedaban reprimidos por la sonrisilla torcida y socarrona del señor Augusto y algunas palmaditas de protección en sus espaldas. Y las gentes se resignaban y le respetaban.


Una mañana de abril, grande, diáfana, tibia de júbilo de sol y azul, olorosa de sembrados húmedos, quitó el señor Augusto el tendal de lona del cabriolé, enganchó su gordo caballo, y salió del lugar.
Miraba el señor Augusto los verdes bancales, los árboles que ya rebrotaban muy viciosos, la serranía del confín que se perfilaba clara y dulcemente, y todo amparado por un cielo de tanta pureza y alegría, que redundaba felicidad en las almas y daba como la sensación y la esperanza de una vida eterna y gozosa.
El señor Augusto tenía un cabriolé nuevecito y vistoso; hacía sol y sus tierras prometían abundancia; y el señor Augusto musitaba en patios una canción picaresca, y participaba del regocijo de la mañana pensando en el préstamo vencido a un labriego del cercano pueblo, cuya plaza halló muy bulliciosa, pues era día de mercado.
Bajo los anchos nogales colgaban dos cerdos recién desollados; voceaban los buhoneros; un juglar de hogaño, flaco, miserable, decía adivinanzas y donaires; un mendigo oracionero cantaba los milagros de las benditas ánimas; los chicos de la escuela gritaban, en coro, los mandamientos de la Santa Madre Iglesia; la campana de la parroquia tañía a misa; dos palomos blancos picaban, saltando, entre los cuévanos de hortalizas; y los caños de la fuente caían estruendosos, llenos de resplandores.
El señor Augusto atravesó la plaza; recibiendo la salutación de todos, que también aquí se le conocía por su mucha riqueza; y pronto llegó a la casa de su deudor. Tenía una entrada honda y ruda, y el dueño, hombre huesudo, moreno y calvo, estaba pesando un quintal de patatas, rodeado de campesinos. En el umbral, lleno de sol, dormitaba un viejo mastín, consintiendo por pereza y mansedumbre que un muchacho le soplase en las arrugas de los ojos, y le abriese y le mirase las quijadas.
Se sentó el señor Augusto encima de un arca esperando que acabasen de pesar y entenderse; y mientras todo lo huroneaban sus ojitos de vidrio azul, empezó a percibir una tosecica y un llorar de niña enferma, y palalabras de mujer entristecida, que, de rato en rato, pasaba templando una taza humeante.
El lugareño dejaba frecuentemente su negocio, y también se entraba y se le oía hablar conmovido y ansioso.
Llegaron dos hombres mal avenidos por una cuenta de ganados, a que aquél se la esclareciese, y como no estaba, el señor Augusto se les ofreció; aceptaron ellos; el francés sentenció prudentemente el pleito; y al recibir las gracias notó una buena alegría en el corazón que no era semejante a la sentida allá, en el pueblo de sus empresas. Después, vinieron otros que, descubriéndose, sometían a su censura sus compras y contiendas; y también les satisfizo, gustando un desconocido sosiego. Y cuando el lugareño quiso pasarlo a un retirado aposento donde tratar del préstamo, el señor Augusto le pidió que antes le dijese si padecía alguna desgracia, pues de ella sospechaba por su tristeza y ver cuidados como de enfermo. Entonces respondió el otro que tenía una hija con mal de pecho; y el francés mostró, sin advertirlo él mismo, tan grande solicitud, que el padre le llevó a la alcoba.
La niña enferma era rubia como el ámbar y se quejaba como un corderito. No quería que le pusieran el unto y los algodones calientes que dispuso una curandera aldeana; y el señor Augusto, sonriendo enternecidamente, dijo que él había de ponérselos de modo que no le doliese ni quemasen.
Conmoviéronse los padres; y la pequeña, de tan asombrada, consintió. Y el señor Augusto la curó con toda la suavidad posible de sus enormes manos.
Otra vez quiso el padre que hablasen y acabasen lo del préstamo. Y el forastero replicó que después, porque había de salir. Marchóse; y a poco vino trayendo la más alta y lujosa muñeca que halló en las cajas de los buhoneros. La enfermita la besó ciñéndole el craso cuello con sus bracitos que al francés le parecieron blancos y trémulos como las alas de un pichón. Los padres le llenaban de bendiciones exclamando: "¡Qué será que desde que usted pisó nuestros portales ha entrado por los mismos la felicidad de esta casa, la salud de la nena y la gracia del Señor! ¡Pues todos, en el pueblo, no se cansan de alabar su hidalguía!"
El señor Augusto sintió en lo más hondo de su vida esa dulzura que tienen los que lloran de contento. Húmedos estaban sus ojos, pero aun no lloraban. ¿Es que empezaba a llorarle el alma? ¡Y todo el bien hecho no le costaba sino los seis reales de la muñeca y los plazos que otorgó al necesitado!
Al despedirse se abrazaron; la mujer le dió un cesto de olorosas manzanas de cuelga, y hasta el viejo mastín humedeció con su lengua, ancha y caliente, los recios zapatos del extranjero...


Declinaba la tarde cuando el francés volvía a su lugar. La fragancia de las manzanas, puestas en el fondo del cochecito, le traía pensamientos de gratitud y sencillez; abríase su alma a la generosidad, y hasta su frente, gorda y rojiza, semejaba ennoblecida, espiritualizada, reflejando la santa palidez del cielo.
Y el señor Augusto, que de la virtud sólo había probado sus buenos dejos sin haber subido a lo áspero y difícil del sacrificio, decíase muy confiadamente que el hacer el Bien era dulce y sencillo, y que había de amar a todos los hombres. Y para cerciorarse de la fineza de sus generosos propósitos recordaba a sus deudores más reacios, y también les sonreía su corazón...
En fin, el señor Augusto habíase trocado de socarrón y avaro en manso sin hipocresía y magnánimo por goce y convencimiento.
Y arribó a su casa. Había gentes rodeándola, que miraron al señor Augusto aparentando compasión, pero sus labio, murmuraban y hacían una risica torcida yy pérfida. El señor Augusto se estremeció de angustia, porque aquellas miradas y risas eran como las suyas ... de antes. Entró. Y de súbito dió un grito de locura. ¡Le habían robado todas sus espuertas de dinero y documentos de crédito? Volvióse y sorprendió el regocijo de sus deudores y los odió...
Y el señor Augusto persiguió ferozmente a los menesterosos, mientras en el hogar de la niña enferma bendecían su nombre, y las manzanas, olvidadas en la cuadra, dieron su fragancia de generosidad hasta pudrirse.
Porque mientras no coincidan los hombres habrá siempre un señor Augusto en todos los lugares de la tierra...

1907.

1.093.1 Miro (Gabriel) - 044

No hay comentarios:

Publicar un comentario