Era
un lugar humilde, de casas de labranza; los campos, de llanura de
rubias rastrojeras, viñal pedregoso y ralos alcaceres. Todos los
horizontes estaban cerrados por un círculo de sierras peladas, sin
umbrías ni pastura para los ganados que habían de trashumar.
Era
un pueblo de quietud y silencio. Los lugareños salían por la mañana
a sus pejugales; y la vieja espadaña de su iglesia y las ventanas y
puertas de las casas les miraban desde lejos, y esa mirada de las
piedras llegaba hasta un pueblo blanco, risueño, ceñido de huertas
¿e mucho verdor y abundancia.
Y
al lugar humilde vino un hombre, que traía amplio sombrero, pantalón
de pana crujidora, chaqueta recia y tralla pasada por los hombros.
Era del Mediodía de Francia, y hablaba un castellano tan gangoso y
roto como si padeciese un mal de garganta; pero su salud era hasta
insolente; grande, encendido, rebultado de poderosas espaldas
cargadas de... fuerza y grosura, un verdadero cíclope al lado de
estos aldeanos españoles, enjutos, cetrinos, hundidos de ojos, de
pecho y de vientre, callados, temerosos y con un rebaño de criaturas
harapientas, que se quedaban contemplando al extranjero y aun-le
seguían 'haciéndole visajes de burla. Pero el francés lo resistía
todo con mucho comedimiento. Las madres y los viejos y las gentes
trashogueras, viendo aquel hombre tan enorme que aplastaba los cantos
de las callejas, volverse si oía alguna chanza de los rapaces y
preguntarles el sentido de la grosería, y, luego de meditarlo, pasar
a celebrarla y reirla sosegadamente, se sintieron arrepentidos e
impusieron respeto para el recién llegado.
Si
los sábados surgía en el hostal alguna contienda entre labriegos,
arrieros y trajinantes, que se juntaban para sus tratos y holganzas,
el señor Augusto -que así se nombraba el francés, salía de los
pesebres, donde se estaba frecuentemente mirando las bestias, y hacía
paz; y luego bebían todos un azumbre de vino áspero, rojo y denso
como la sangre. Los ojillos, de vidrios azules, del señor Augusto,
se humedecían y fulguraban. Y el resultado era siempre algún cambio
o venta de mulas, que el forastero desem-barcaba en la ciudad
cercana.
El
señor Augusto también gustaba y entendía del campo. Y muchos
lugareños le llevaron a sus bancales, y recibieron enseñanza para
su remedio. Decíales el señor Augusto que necesitaban estiércol,
una hila quincenal de agua, que podría derivarse del alumbramiento
artesiano que él había hecho, y otra bestia para la labranza que
aventajase al asno tristón y flaco, lleno de mataduras y roñas; y
arrancar el viñedo y sustituirlo por almendros, pues el terreno los
llevaría mejor que las vides.
-¡Señor
Augusto, señor Augusto, lo que habemos menester nosotros son
dineros!
-¡Mon
Dieu, dinegos!. Y el señor Augusto mostraba pesadumbre, pasmo y
enojo de la poquedad de aquellos ánimos. -"¡Dinegos! ¡Et
bien!"... No era él rico, pero tampoco era menester serlo; y él
lo dejaría.
Los
campesinos se rascaban las trasquiladas cabezas; miraban a la tierra,
miraban al cielo; se descansaban ya en un pie, ya en el otro, y
sonreían con desconfianza. Mas, pronto quedaban mara-villados,
porque recibían los árboles, los costales de guano y la mula. El
señor Augusto golpeaba con mucho halago las flacas espaldas de los
labriegos, y las ancas y la panza de la bestia haciéndola andar y
ladearse y probar su fortaleza y casi su gallardía. Y el señor
Augusto no se quedaba con intereses de los dineros dejados; ni los
pedía. No.
Más
tarde, lo que hacía era quedarse con la finca mejorada, con la
bestia ya domada y avezada a la mansa faena campesina y hasta con el
hombre, que había de trabajar en servidumbre la tierra que antes
fuera suya.
Y
los campos se hicieron ricos y frondosos. Y el señor Augusto se
adueñó de todos los ánimos del lugar y de casi todas sus casas y
haciendas, y tenía espuertas llenas de monedas y billetes
mugrientos.
En
el hostal, en los portales, al retorno de la faena, se murmuraba
menudamente de la gran ventura del francés; pero los malos
pensamientos de los aldeanos quedaban reprimidos por la sonrisilla
torcida y socarrona del señor Augusto y algunas palmaditas de
protección en sus espaldas. Y las gentes se resignaban y le
respetaban.
Una
mañana de abril, grande, diáfana, tibia de júbilo de sol y azul,
olorosa de sembrados húmedos, quitó el señor Augusto el tendal de
lona del cabriolé, enganchó su gordo caballo, y salió del lugar.
Miraba
el señor Augusto los verdes bancales, los árboles que ya rebrotaban
muy viciosos, la serranía del confín que se perfilaba clara y
dulcemente, y todo amparado por un cielo de tanta pureza y alegría,
que redundaba felicidad en las almas y daba como la sensación y la
esperanza de una vida eterna y gozosa.
El
señor Augusto tenía un cabriolé nuevecito y vistoso; hacía sol y
sus tierras prometían abundancia; y el señor Augusto musitaba en
patios una canción picaresca, y participaba del regocijo de la
mañana pensando en el préstamo vencido a un labriego del cercano
pueblo, cuya plaza halló muy bulliciosa, pues era día de mercado.
Bajo
los anchos nogales colgaban dos cerdos recién desollados; voceaban
los buhoneros; un juglar de hogaño, flaco, miserable, decía
adivinanzas y donaires; un mendigo oracionero cantaba los milagros de
las benditas ánimas; los chicos de la escuela gritaban, en coro, los
mandamientos de la Santa Madre Iglesia; la campana de la parroquia
tañía a misa; dos palomos blancos picaban, saltando, entre los
cuévanos de hortalizas; y los caños de la fuente caían
estruendosos, llenos de resplandores.
El
señor Augusto atravesó la plaza; recibiendo la salutación de
todos, que también aquí se le conocía por su mucha riqueza; y
pronto llegó a la casa de su deudor. Tenía una entrada honda y
ruda, y el dueño, hombre huesudo, moreno y calvo, estaba pesando un
quintal de patatas, rodeado de campesinos. En el umbral, lleno de
sol, dormitaba un viejo mastín, consintiendo por pereza y
mansedumbre que un muchacho le soplase en las arrugas de los ojos, y
le abriese y le mirase las quijadas.
Se
sentó el señor Augusto encima de un arca esperando que acabasen de
pesar y entenderse; y mientras todo lo huroneaban sus ojitos de
vidrio azul, empezó a percibir una tosecica y un llorar de niña
enferma, y palalabras de mujer entristecida, que, de rato en rato,
pasaba templando una taza humeante.
El
lugareño dejaba frecuentemente su negocio, y también se entraba y
se le oía hablar conmovido y ansioso.
Llegaron
dos hombres mal avenidos por una cuenta de ganados, a que aquél se
la esclareciese, y como no estaba, el señor Augusto se les ofreció;
aceptaron ellos; el francés sentenció prudentemente el pleito; y al
recibir las gracias notó una buena alegría en el corazón que no
era semejante a la sentida allá, en el pueblo de sus empresas.
Después, vinieron otros que, descubriéndose, sometían a su censura
sus compras y contiendas; y también les satisfizo, gustando un
desconocido sosiego. Y cuando el lugareño quiso pasarlo a un
retirado aposento donde tratar del préstamo, el señor Augusto le
pidió que antes le dijese si padecía alguna desgracia, pues de ella
sospechaba por su tristeza y ver cuidados como de enfermo. Entonces
respondió el otro que tenía una hija con mal de pecho; y el francés
mostró, sin advertirlo él mismo, tan grande solicitud, que el padre
le llevó a la alcoba.
La
niña enferma era rubia como el ámbar y se quejaba como un
corderito. No quería que le pusieran el unto y los algodones
calientes que dispuso una curandera aldeana; y el señor Augusto,
sonriendo enternecidamente, dijo que él había de ponérselos de
modo que no le doliese ni quemasen.
Conmoviéronse
los padres; y la pequeña, de tan asombrada, consintió. Y el señor
Augusto la curó con toda la suavidad posible de sus enormes manos.
Otra
vez quiso el padre que hablasen y acabasen lo del préstamo. Y el
forastero replicó que después, porque había de salir. Marchóse; y
a poco vino trayendo la más alta y lujosa muñeca que halló en las
cajas de los buhoneros. La enfermita la besó ciñéndole el craso
cuello con sus bracitos que al francés le parecieron blancos y
trémulos como las alas de un pichón. Los padres le llenaban de
bendiciones exclamando: "¡Qué será que desde que usted pisó
nuestros portales ha entrado por los mismos la felicidad de esta
casa, la salud de la nena y la gracia del Señor! ¡Pues todos, en el
pueblo, no se cansan de alabar su hidalguía!"
El
señor Augusto sintió en lo más hondo de su vida esa dulzura que
tienen los que lloran de contento. Húmedos estaban sus ojos, pero
aun no lloraban. ¿Es que empezaba a llorarle el alma? ¡Y todo el
bien hecho no le costaba sino los seis reales de la muñeca y los
plazos que otorgó al necesitado!
Al
despedirse se abrazaron; la mujer le dió un cesto de olorosas
manzanas de cuelga, y hasta el viejo mastín humedeció con su
lengua, ancha y caliente, los recios zapatos del extranjero...
Declinaba
la tarde cuando el francés volvía a su lugar. La fragancia de las
manzanas, puestas en el fondo del cochecito, le traía pensamientos
de gratitud y sencillez; abríase
su alma a la generosidad, y hasta su frente, gorda y rojiza,
semejaba ennoblecida, espiritualizada, reflejando la santa palidez
del cielo.
Y
el señor Augusto, que de la virtud sólo había probado sus buenos
dejos sin haber subido a lo áspero y difícil del sacrificio,
decíase muy confiadamente que el hacer el Bien era dulce y sencillo,
y que había de amar a todos los hombres. Y para cerciorarse de la
fineza de sus generosos propósitos recordaba a sus deudores más
reacios, y también les sonreía su corazón...
En
fin,
el señor Augusto habíase trocado de socarrón y avaro en manso sin
hipocresía y magnánimo por goce y convencimiento.
Y
arribó a su casa. Había gentes rodeándola, que miraron al señor
Augusto aparentando compasión, pero sus labio, murmuraban y hacían
una risica torcida yy pérfida. El señor Augusto se estremeció de
angustia, porque aquellas miradas y risas eran como las suyas ... de
antes. Entró. Y de súbito dió un grito de locura. ¡Le habían
robado todas sus espuertas de dinero y documentos de crédito?
Volvióse y sorprendió el regocijo de sus deudores y los odió...
Y
el señor Augusto persiguió ferozmente a los menesterosos, mientras
en el hogar de la niña enferma bendecían su nombre, y las manzanas,
olvidadas en la cuadra, dieron su fragancia de generosidad hasta
pudrirse.
Porque
mientras no coincidan los hombres habrá siempre un señor Augusto en
todos los lugares de la tierra...
1907.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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