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miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del vivir - Cap. II

Había cerca del hogar una mesa blanca que trascendía a fregadura; tan recién estropajeada estaba. Un hombre molletudo, rapado, sumergía rebanadas de hogaza en una fuente humeante. Con gran calma, miraba la marca de su poderosa dentadura en el pan o en los tasajos.
Este hombre era el huésped.
Una vieja enlutada, gredosa y flacida de mejillas, paseaba en sus brazos un niño menudo, de meses; una figurita de cera. La mujer le arrullaba con jadear de asmática; quejábase el niño; el hombre gordo comía.
Sirviéronle a Sigüenza. Y aquél le dijo:
-Si le molesta el lloro, dígalo sin pena. ¡No se acaba nunca!
-Yo me marcharé -rezó en valenciano y humildemente la vieja, que entendió el aviso.
Y salió.
-¿Está enfermo? -preguntó el caballero.
-¡Hambre, y hambre!
Y el zampón, después de engullir una blandura de tocino que le manó por la barba, arrojó una violenta palabra de enojo.
-¿Y la madre?.
Otra vez oyóse progresivamente el cantarcillo de la mujer fundido con el llanto del niño.
-Habrán de perdonar si volvemos; es que fuera está muy fosco -deslizó medrosa la vieja.
-La madre no puede criarlo -replicó el posadero a Sigüenza; es de las del mal; vive con otra leprosa, y así que parió le quitaron la criatura. Es dir, se la quitó la abuela. Bien le dijeron que nada le haría la leche de la madre, que si había de tener lepra, lepra tendría, más que le diese teta la reina más guapa y limpia del mundo. Ella, que no, que no. Y la criatura no se hace a lo pobre ni quiere leche puesta en botellas, sino chupada en pezones de carne de verdad.
El huésped mostraba facundia.
Y Sigüenza supo que el niño hambriento había tenido nodriza durante tres meses; mujer lozana, blanca, maciza, apartada del marido por rigor de celos. Pero eran jóvenes; ganosos de goce; y ella marchóse en busca de su hombre.
Y aquella vieja enlutada iba mendigando a las vecinas criadoras un rato de teta para el netezuelo.
-¿Vive con ustedes?
-Ah, no señor; ahí al lado; pero como nosotros no tenemos hijos y estamos solos -aquí, entra poca gente; el pueblo es pequeño; poco el tránsito; si uno no tuviera más que el hostal ni mal comería siquiera, pues, como estamos tan solos, aquí pasan el día. Mi mujer toma el crío, se lo acuesta en las siestas, lo arregla, le canta, ¡qué sabe usted!
El llanto ¿el niño traducía ya un tal desconsuelo y padecer que dañaba oírle.
Salió la hostelera: joven, menuda, donosa, limpia.
La vieja pedía misericordia al Señor. Y un mozallón, que sacaba de la cuadra una bestia cargada de cántaros, le dijo riendo:
-¡Amórrela a su teta, abuela!
La vieja no devolvió esa chanza. Miróse con tristeza su pecho raso. ¡Ya di toda su vida!, parecía decirse.
También la hostelera contempló el suyo que curveaba inquieto, gracioso y valiente bajo el ceñido corpiño blanco. Y se le miró con enfado, por inútil.
Acabada la cena, salieron Sigüenza y el huésped.
Pasaban una calle hecha, al comienzo, de tapias desiguales, esquinadas. Prosiguen casas humildes de puertas bajas y ventanas angostas. Una de las casas estaba caída y los escombros se amontonaban en la calleja.
Sigüenza vió un grupo de mujeres sentadas en un umbral, en el suelo y en sillas pequeñas de sogas.
Rezaban el Rosario.
Quedábase sola la voz aguda y plañidera de la devota que pasaba el abalorio bendito. Y otra vez la general plegaria difundíase zumbando como viento entre árboles.
Más adelante se agrupaban también mujeres rumorosas.
Por una calleja travesera bajaba otro barbotar piadoso. Sobresalía el tiple de una niña; de esas niñas formalitas que rezan con tonada de escuela.
-¡Es muy devoto este pueblo!
-¿Lo viene a decir por esto del Rosario? -replicó el hombre gordo. Pues no es muy de iglesia ... pero a estas horas acostumbran el rezo. Y como se oyen unas a otras..., pues les entran ganas.
Y el huésped rió.
Otro espíritu fácil a la risa que hallaba Sigüenza en lo que él tenía por seminario sólo de dolores.
El Eclesiástico ha dicho: "El vestido del cuerpo y la risa de los dientes y el andar del hombre dan muestras de él."
Pensó Sigüenza que el huésped manifestaba salud, que riega de contento el cuerpo; quizá tendría viñar abundoso en fruto; tenía mujer moza de tentador donaire; tenía hartura de vientre... ¡Cómo hacerse en su ánimo surco o grieta donde brotar la planta del dolor!
¡Oh, bien se compadecía su risa, su andar, su decir, con su condición, con lo que era!
Mas Sigüenza se dijo que la bienaventuranza de aquel hombre menguaría viendo a los que sufren.
Se lo preguntó. El huésped encontraba rara vez a un leproso. Los leprosos no se arrastraban por las rúas; no clamaban ni se amontonaban ni hervían como gusanos. Habitaban las más retraídas calles; en la última del pueblo, en la más honda, se habían espesado.
-Pero por arriba -agregaba el dichoso, por arriba no van casi nunca. Tampoco a la parroquia ni a la fuente. Ellos mismos se aislan. Muy pocos tienen menester de aviso. Y aun éstos, con dos o tres veces que uno se aparte de ellos, les sobra para comprender que deben huir de los sanos antes que los sanos les huyan.
Entraron en una calle negra y retorcida.
A las puertas bulteaban algunos vecinos.
Sigüenza iba zaguero; el huésped con las manos plegadas y echadas atrás. Silbaba. De cuando en cuando se interrumpía para murmurar muy paso:
-Aquí hay uno.
Y ladeando la cabeza indicaba una casa. Y de nuevo silbaba.
-Allí, una mujer; enfrente, un hombre y un chico. ¡Donen llástima!
Sigüenza miraba.
El huésped cambió el silbo por un canturrear desmalazado. Sus manos hundiéronse en los bolsillos del pantalón.
-Allá, otro.
-Pero, ¿cuántos hay? -preguntó Sigüenza.
-Pues habrá ...-y adelgazando la voz fué contando: Batiste, uno; Severo, dos; la filla de... -y así contó nombres, apodos, parentescos. Habrá de catorce a dieciséis; maúros quedarán cuatro o cinco.
-¡Maúros! ¡Maduros! ¿Dice usted?
El huésped disparó la risa.
-Maúros -dijo glosando- son los más malos, más malos; los de lepra de costras, que tienen la cara así a modo de mapas. Ya los verá. Aquí entre todos, llegaban a cuarenta y sesenta.
La calle se rasgaba a trechos y aparecía el inmenso negror del campo. Lejos, una sierra manchaba el espacio estrellado.
En el altozano cantó una ronda vigorosamente. Dábase acompañamiento de palmadas. Entre la algazara resonaba una guitarra, grave y temblorosa.
Dulcemente se esparcían las voces en la calle honda. Los que estaban a las puertas escuchaban quietos y en silencio el bullaje del pueblo alto.
Había empezado el baile. Golpeaban locamente las castañuelas.
-¡Son de brío para la diversión! -dijo Sigüenza.
-Pues había de ver esto durante las fiestas... Hizo una pausa y añadió:
-Si le parece podíamos ir subiendo... ¡Es de lo alegre, es de lo alegre este pueblo! ...
¡Y Sigüenza que lo fingió sin más voz que el quejido! ¡Todos arrastrando miserias y tribulaciones por calles y encrucijadas! ¡Y desearlo en tal trance era impulso de amor, era amar a los tristes!
Pero el sufrir tan sólo oprime y corroe un haz de hombres. Los otros ríen, sufren, se aman, se aborrecen, viven el vivir de todos. A él se asoman los leprosos y se apartan lacerándose si piensan en sí mismos, envidiando si imaginan a los sanos.
Su envidia es de exquisito suplicio. No tienen un débil claror de esperanza de gustar lo envidiado.

...¡Ven con sus ojos y gimen como el eunuco
que abraza la doncella y suspira! ...

Los que jacareaban salieron al campo. Iban a la fuente.
Estaba el pueblo tranquilo. Subían ráfagas de cantares tamizados por la distancia.
La mesonera exigió del marido que suavizase la reciedumbre de su voz, porque en el zaguán la vieja y el niño dormían. Y refirió, con atropellamiento de jubilosa, que una vecina había aplacado el hambre del rapaz.
-Un pecho duro como una cántara se tragó el muy tunante. Ya mamujeaba de harto ... ¡Vean, vean con qué regalo duerme!
Sigüenza no pudo alcanzar por qué no fué la madre del niño esta mujer sana y amorosa.
Con presura entró un hombre.
-¿Está don Ramón? -preguntó agobioso.
-¡Rosetaaa! ...
Del fondo del vestíbulo brotó una mujer rubia, ancha y pecosa.
-¿Está don Ramón? La mesonera gritó:
-No puc diro; tal volta no; siñora.
-¡Que no! -repuso espantado el hombre.
Roseta perdióse en una escalera enyesada.
Arriba pisaron con andar firme y menudo.
-¿Está o no? -voceó desde la entrada el huésped.
Luego, volviéndose al recién venido interesóse por conocer la andanza que así le traía:
Y el otro, adusto, violento, contó que su hijo estaba enfermo desde la noche anterior; y al retornar ahora de la labor lejana, lo halló quemante más que una brasa y respirando como un perseguido ...
Y su mujer lloraba hasta enloquecerle...
-¿Está o no? -bramó arrojándose a la escalera.
-Aquí, no, siñor, no -dijo la pecosa desde arriba.
El hombre fuése hablando tremendamente.
-Es que ya es bastante, ya -comentó el posadero. Venga de hijos, venga de hijos y cuando llegan a los seis o siete meses, todos a morir. ¡Ya van seis! ¡No crea! ¡Con la falta que tiene de uno talludo para faenar en el campo, y así, o ha de estarse solo o pagarse un jornal!
Salió a la puerta. Y seguidamente dijo:
-Ya venía don Ramón ... Se marchan juntos.
La abuela despertó con azoramiento de una profunda cabezada.
-Don Ramón es el médico -prosiguió el hostelero hablando con Sigüenza; aloja aquí; es soltero, muy serio; un hombre de lo bueno, de lo bueno, sea dicho mejorando ...
... Los que holgaran en la fuente venían voceando coplas.
En la agria cuesta terminó el gritar. Pero a poco, sonó vertiginosa la guitarra y plenas voces se alzaron. La pendiente daba oscilaciones de cansancio al canto.
La luz del hostal resbaló por las caras de los cantores, todas estiradas con el visaje del grito.
Se alejaron hendiendo el silencio.
Después de una buena pieza se oyeron pasos remisos en la calle, y el médico entró.
Era joven, alto y enjuto; y blanco y copioso su cabello. Tenía ojos anchos, quietos y azules. Mostraba abandono de sí mismo y pesar. Su cabeza cana le singularizaba gratamente; parecía una delicada figura del siglo XVIII, vestida a nuestra pobre usanza.
-Qué, ¿y el chico? -demandó el mesonero.
-Mal, muy mal; muere como sus hermanitos.
Su habla era lenta y modesta. Saludó y perdióse en la escalera blanca.
La vieja secreteó con la mujer del huésped; le entregó el niño y marchóse.
Sigüenza paseaba obedeciendo las paralelas de las baldosas,
Fuera, cantó el sereno la hora.
Una sombra muy negra y larga se destacó en la noche. Llegóse a la puerta de la posada y en el umbral se postró.
-Ahí está la madre, la leprosa -le anunció el huésped a Sigüenza.
-¿Y no entra?
-¡Claro que no entra como no se le mande! Ahora verá.
Y volviéndose con toda la majestad posible en su asanchado cuerpo la invitó a que pasase.
Entró la mujer. Mujer alta y osuda. Su faz tenía la color y el brillo del acero. Apenas se le marcaban las cejas y sus ojos estaban sepultados. Un pañuelo negro ocultaba su cráneo. Entre los pliegues de un delantal pringoso escondía sus manos. Sus pies chafados, grandes, torcidos, andaban como si el uno subiera siempre y el otro se atollase. Fatigaba su paso.
Inmóvil, rígida, estuvo contemplando la carita pálida y azulina de su hijo.
Después, tendiendo el flaco busto y arrastrándose, se acercó a la mujer del huésped.
En sus ansias olvidó recatar sus manos.
Sigüenza vió dos brazos secos, descarnados, que remataban en garras mutiladas. La gafedad iba royendo aquellos dedos, crispados siempre en actitud rampante.
Derribábase su cuerpo. Doblóse... y su cabeza tocó carne del hijo.
Estaba muy quieta la mesonera y sonriente. En el marido la risa era muda y bondadosa.
Todo sosegado. Extendiéndose ruido apacible de suspirar, de llanto, como el dulce y misterioso murmurio de una lejana fontanilla.
Hacíalo la leprosa, gimiendo y hablando sobre la frente del niño dormido.
De súbito, una gran voz lastimera aulló en la puerta:
-¡Besándolo; está besándolo!
Y la vieja pasó atropellándose, dando clamores pavorosos.
La lazarina, con miedo de infame, de envilecida, hundióse en las sombras de un ángulo.
La placidez del huésped convirtióse en talante feroz de ira. Dió unos trancos enormes y su mano corta y peluda oprimió un hombro de su mujer.
¡Oh! ¿Estaba ciega, estaba muerta para no sentir el Veso de tanta podedumbre? ¡Encima de ella; toda encima de ella!
La hermosa mañera le miró espantada. Y metálicamente, felina, le acusó de su torpeza por no separársela.
Los dos se culparon con los ojos. Y sus corazones se arrepintieron de haber sido generosos con la miserable.
-¿Qué, no ha visto, qué, no ha visto? -le dijo él con angustia a Sigüenza. ¡Ha estado sobre ella!
Sobre su hembra limpia, bella, donosa, la carne dañada, la carne inmunda.
La carne inmunda se estremecía en las tinieblas. Sus manos, otra vez ocultas en el delantal, se retorcían con dolor.
-¡Lo besabas, lo besabas! -repitióle su madre. Y había lástima y rabia en sus pupilas y en su palabra.
La leprosa se irguió. Y loca, transida, tambaleándose horriblemente, salió y perdióse en la noche...

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