Había
cerca del hogar una mesa blanca que trascendía a fregadura; tan
recién estropajeada estaba. Un hombre molletudo, rapado, sumergía
rebanadas de hogaza en una fuente humeante. Con gran calma, miraba la
marca de su poderosa dentadura en el pan o en los tasajos.
Este
hombre era el huésped.
Una
vieja enlutada, gredosa y flacida de mejillas, paseaba en sus brazos
un niño menudo, de meses; una figurita de cera. La mujer le
arrullaba con jadear de asmática; quejábase el niño; el hombre
gordo comía.
Sirviéronle
a Sigüenza. Y aquél le dijo:
-Si
le molesta el lloro, dígalo sin pena. ¡No se acaba nunca!
-Yo
me marcharé -rezó en valenciano y humildemente la vieja, que
entendió el aviso.
Y
salió.
-¿Está
enfermo? -preguntó el caballero.
-¡Hambre,
y hambre!
Y
el zampón, después de engullir una blandura de tocino que le manó
por la barba, arrojó una violenta palabra de enojo.
-¿Y
la madre?.
Otra
vez oyóse progresivamente el cantarcillo de la mujer fundido con el
llanto del niño.
-Habrán
de perdonar si volvemos; es que fuera está muy fosco -deslizó
medrosa la vieja.
-La
madre no puede criarlo -replicó el posadero a Sigüenza; es de las
del mal; vive con otra leprosa, y así que parió le quitaron la
criatura. Es dir, se la quitó la abuela. Bien le dijeron que nada le
haría la leche de la madre, que si había de tener lepra, lepra
tendría, más que le diese teta la reina más guapa y limpia del
mundo. Ella, que no, que no. Y la criatura no se hace a lo pobre ni
quiere leche puesta en botellas, sino chupada en pezones de carne de
verdad.
El
huésped mostraba facundia.
Y
Sigüenza supo que el niño hambriento había tenido nodriza durante
tres meses; mujer lozana, blanca, maciza, apartada del marido por
rigor de celos. Pero eran jóvenes; ganosos de goce; y ella marchóse
en busca de su hombre.
Y
aquella vieja enlutada iba mendigando a las vecinas criadoras un rato
de teta para el netezuelo.
-¿Vive
con ustedes?
-Ah,
no señor; ahí al lado; pero como nosotros no tenemos hijos y
estamos solos -aquí, entra poca gente; el pueblo es pequeño; poco
el tránsito; si uno no tuviera más que el hostal ni mal comería
siquiera, pues, como estamos tan solos, aquí pasan el día. Mi mujer
toma el crío, se lo acuesta en las siestas, lo arregla, le canta,
¡qué sabe usted!
El
llanto ¿el niño traducía ya un tal desconsuelo y padecer que
dañaba oírle.
Salió
la hostelera: joven, menuda, donosa, limpia.
La
vieja pedía misericordia al Señor. Y un mozallón, que sacaba de la
cuadra una bestia cargada de cántaros, le dijo riendo:
-¡Amórrela
a su teta, abuela!
La
vieja no devolvió esa chanza. Miróse con tristeza su pecho raso.
¡Ya di toda su vida!, parecía decirse.
También
la hostelera contempló el suyo que curveaba inquieto, gracioso y
valiente bajo el ceñido corpiño blanco. Y se le miró con enfado,
por inútil.
Acabada
la cena, salieron Sigüenza y el huésped.
Pasaban
una calle hecha, al comienzo, de tapias desiguales, esquinadas.
Prosiguen casas humildes de puertas bajas y ventanas angostas. Una de
las casas estaba caída y los escombros se amontonaban en la calleja.
Sigüenza
vió un grupo de mujeres sentadas en un umbral, en el suelo y en
sillas pequeñas de sogas.
Rezaban
el Rosario.
Quedábase
sola la voz aguda y plañidera de la devota que pasaba el abalorio
bendito. Y otra vez la general plegaria difundíase zumbando como
viento entre árboles.
Más
adelante se agrupaban también mujeres rumorosas.
Por
una calleja travesera bajaba otro barbotar piadoso. Sobresalía el
tiple de una niña; de esas niñas formalitas que rezan con tonada de
escuela.
-¡Es
muy devoto este pueblo!
-¿Lo
viene a decir por esto del Rosario? -replicó el hombre gordo. Pues
no es muy de iglesia ... pero a estas horas acostumbran el rezo. Y
como se oyen unas a otras..., pues les entran ganas.
Y
el huésped rió.
Otro
espíritu fácil a la risa que hallaba Sigüenza en lo que él tenía
por seminario sólo de dolores.
El
Eclesiástico ha dicho: "El vestido del cuerpo y la risa de los
dientes y el andar del hombre dan muestras de él."
Pensó
Sigüenza que el huésped manifestaba salud, que riega de contento el
cuerpo; quizá tendría viñar abundoso en fruto; tenía mujer moza
de tentador donaire; tenía hartura de vientre... ¡Cómo hacerse en
su ánimo surco o grieta donde brotar la planta del dolor!
¡Oh,
bien se compadecía su risa, su andar, su decir, con su condición,
con lo que era!
Mas
Sigüenza se dijo que la bienaventuranza de aquel hombre menguaría
viendo a los que sufren.
Se
lo preguntó. El huésped encontraba rara vez a un leproso. Los
leprosos no se arrastraban por las rúas; no clamaban ni se
amontonaban ni hervían como gusanos. Habitaban las más retraídas
calles; en la última del pueblo, en la más honda, se habían
espesado.
-Pero
por arriba -agregaba el dichoso, por arriba no van casi nunca.
Tampoco a la parroquia ni a la fuente. Ellos mismos se aislan. Muy
pocos tienen menester de aviso. Y aun éstos, con dos o tres veces
que uno se aparte de ellos, les sobra para comprender que deben huir
de los sanos antes que los sanos les huyan.
Entraron
en una calle negra y retorcida.
A
las puertas bulteaban algunos vecinos.
Sigüenza
iba zaguero; el huésped con las manos plegadas y echadas atrás.
Silbaba. De cuando en cuando se interrumpía para murmurar muy paso:
-Aquí
hay uno.
Y
ladeando la cabeza indicaba una casa. Y de nuevo silbaba.
-Allí,
una mujer; enfrente, un hombre y un chico. ¡Donen llástima!
Sigüenza
miraba.
El
huésped cambió el silbo por un canturrear desmalazado. Sus manos
hundiéronse en los bolsillos del pantalón.
-Allá,
otro.
-Pero,
¿cuántos hay? -preguntó Sigüenza.
-Pues
habrá ...-y adelgazando la voz fué contando: Batiste, uno; Severo,
dos; la filla de... -y así contó nombres, apodos, parentescos.
Habrá de catorce a dieciséis; maúros quedarán cuatro o cinco.
-¡Maúros!
¡Maduros! ¿Dice usted?
El
huésped disparó la risa.
-Maúros
-dijo glosando- son los más malos, más malos; los de lepra de
costras, que tienen la cara así a modo de mapas. Ya los verá. Aquí
entre todos, llegaban a cuarenta y sesenta.
La
calle se rasgaba a trechos y aparecía el inmenso negror del campo.
Lejos, una sierra manchaba el espacio estrellado.
En
el altozano cantó una ronda vigorosamente. Dábase acompañamiento
de palmadas. Entre la algazara resonaba una guitarra, grave y
temblorosa.
Dulcemente
se esparcían las voces en la calle honda. Los que estaban a las
puertas escuchaban quietos y en silencio el bullaje del pueblo alto.
Había
empezado el baile. Golpeaban locamente las castañuelas.
-¡Son
de brío para la diversión! -dijo Sigüenza.
-Pues
había de ver esto durante las fiestas... Hizo una pausa y añadió:
-Si
le parece podíamos ir subiendo... ¡Es de lo alegre, es de lo alegre
este pueblo! ...
¡Y
Sigüenza que lo fingió sin más voz que el quejido! ¡Todos
arrastrando miserias y tribulaciones por calles y encrucijadas! ¡Y
desearlo en tal trance era impulso de amor, era amar a los tristes!
Pero
el sufrir tan sólo oprime y corroe un haz de hombres. Los otros
ríen, sufren, se aman, se aborrecen, viven el vivir de todos. A él
se asoman los leprosos y se apartan lacerándose si piensan en sí
mismos, envidiando si imaginan a los sanos.
Su
envidia es de exquisito suplicio. No tienen un débil claror de
esperanza de gustar lo envidiado.
...¡Ven
con sus ojos y gimen como el eunuco
que
abraza la doncella y suspira! ...
Los
que jacareaban salieron al campo. Iban a la fuente.
Estaba
el pueblo tranquilo. Subían ráfagas de cantares tamizados por la
distancia.
La
mesonera exigió del marido que suavizase la reciedumbre de su voz,
porque en el zaguán la vieja y el niño dormían. Y refirió, con
atropellamiento de jubilosa, que una vecina había aplacado el hambre
del rapaz.
-Un
pecho duro como una cántara se tragó el muy tunante. Ya mamujeaba
de harto ... ¡Vean, vean con qué regalo duerme!
Sigüenza
no pudo alcanzar por qué no fué la madre del niño esta mujer sana
y amorosa.
Con
presura entró un hombre.
-¿Está
don Ramón? -preguntó agobioso.
-¡Rosetaaa!
...
Del
fondo del vestíbulo brotó una mujer rubia, ancha y pecosa.
-¿Está
don Ramón? La mesonera gritó:
-No
puc diro; tal volta no; siñora.
-¡Que
no! -repuso espantado el hombre.
Roseta
perdióse en una escalera enyesada.
Arriba
pisaron con andar firme y menudo.
-¿Está
o no? -voceó desde la entrada el huésped.
Luego,
volviéndose al recién venido interesóse por conocer la andanza que
así le traía:
Y
el otro, adusto, violento, contó que su hijo estaba enfermo desde la
noche anterior; y al retornar ahora de la labor lejana, lo halló
quemante más que una brasa y respirando como un perseguido ...
Y
su mujer lloraba hasta enloquecerle...
-¿Está
o no? -bramó arrojándose a la escalera.
-Aquí,
no, siñor, no -dijo la pecosa desde arriba.
El
hombre fuése hablando tremendamente.
-Es
que ya es bastante, ya -comentó el posadero. Venga de hijos, venga
de hijos y cuando llegan a los seis o siete meses, todos a morir. ¡Ya
van seis! ¡No crea! ¡Con la falta que tiene de uno talludo para
faenar en el campo, y así, o ha de estarse solo o pagarse un jornal!
Salió
a la puerta. Y seguidamente dijo:
-Ya
venía don Ramón ... Se marchan juntos.
La
abuela despertó con azoramiento de una profunda cabezada.
-Don
Ramón es el médico -prosiguió el hostelero hablando con Sigüenza;
aloja aquí; es soltero, muy serio; un hombre de lo bueno, de lo
bueno, sea dicho mejorando ...
...
Los que holgaran en la fuente venían voceando coplas.
En
la agria cuesta terminó el gritar. Pero a poco, sonó vertiginosa la
guitarra y plenas voces se alzaron. La pendiente daba oscilaciones de
cansancio al canto.
La
luz del hostal resbaló por las caras de los cantores, todas
estiradas con el visaje del grito.
Se
alejaron hendiendo el silencio.
Después
de una buena pieza se oyeron pasos remisos en la calle, y el médico
entró.
Era
joven, alto y enjuto; y blanco y copioso su cabello. Tenía ojos
anchos, quietos y azules. Mostraba abandono de sí mismo y pesar. Su
cabeza cana le singularizaba gratamente; parecía una delicada figura
del siglo XVIII, vestida a nuestra pobre usanza.
-Qué,
¿y el chico? -demandó el mesonero.
-Mal,
muy mal; muere como sus hermanitos.
Su
habla era lenta y modesta. Saludó y perdióse en la escalera blanca.
La
vieja secreteó con la mujer del huésped; le entregó el niño y
marchóse.
Sigüenza
paseaba obedeciendo las paralelas de las baldosas,
Fuera,
cantó el sereno la hora.
Una
sombra muy negra y larga se destacó en la noche. Llegóse a la
puerta de la posada y en el umbral se postró.
-Ahí
está la madre, la leprosa -le anunció el huésped a Sigüenza.
-¿Y
no entra?
-¡Claro
que no entra como no se le mande! Ahora verá.
Y
volviéndose con toda la majestad posible en su asanchado cuerpo la
invitó a que pasase.
Entró
la mujer. Mujer alta y osuda. Su faz tenía la color y el brillo del
acero. Apenas se le marcaban las cejas y sus ojos estaban sepultados.
Un pañuelo negro ocultaba su cráneo. Entre los pliegues de un
delantal pringoso escondía sus manos. Sus pies chafados, grandes,
torcidos, andaban como si el uno subiera siempre y el otro se
atollase. Fatigaba su paso.
Inmóvil,
rígida, estuvo contemplando la carita pálida y azulina de su hijo.
Después,
tendiendo el flaco busto y arrastrándose, se acercó a la mujer del
huésped.
En
sus ansias olvidó recatar sus manos.
Sigüenza
vió dos brazos secos, descarnados, que remataban en garras
mutiladas. La gafedad iba royendo aquellos dedos, crispados siempre
en actitud rampante.
Derribábase
su cuerpo. Doblóse... y su cabeza tocó carne del hijo.
Estaba
muy quieta la mesonera y sonriente. En el marido la risa era muda y
bondadosa.
Todo
sosegado. Extendiéndose ruido apacible de suspirar, de llanto, como
el dulce y misterioso murmurio de una lejana fontanilla.
Hacíalo
la leprosa, gimiendo y hablando sobre la frente del niño dormido.
De
súbito, una gran voz lastimera aulló en la puerta:
-¡Besándolo;
está besándolo!
Y
la vieja pasó atropellándose, dando clamores pavorosos.
La
lazarina, con miedo de infame, de envilecida, hundióse en las
sombras de un ángulo.
La
placidez del huésped convirtióse en talante feroz de ira. Dió unos
trancos enormes y su mano corta y peluda oprimió un hombro de su
mujer.
¡Oh!
¿Estaba ciega, estaba muerta para no sentir el Veso de tanta
podedumbre? ¡Encima de ella; toda encima de ella!
La
hermosa mañera le miró espantada. Y metálicamente, felina, le
acusó de su torpeza por no separársela.
Los
dos se culparon con los ojos. Y sus corazones se arrepintieron de
haber sido generosos con la miserable.
-¿Qué,
no ha visto, qué, no ha visto? -le dijo él con angustia a Sigüenza.
¡Ha estado sobre ella!
Sobre
su hembra limpia, bella, donosa, la carne dañada, la carne inmunda.
La
carne inmunda se estremecía en las tinieblas. Sus manos, otra vez
ocultas en el delantal, se retorcían con dolor.
-¡Lo
besabas, lo besabas! -repitióle su madre. Y había lástima y rabia
en sus pupilas y en su palabra.
La
leprosa se irguió. Y loca, transida, tambaleándose horriblemente,
salió y perdióse en la noche...
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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