Desde
el vestíbulo pasa la suave luz de una lámpara escarchada al
aposento donde está el tullido rodeado de amigos. Hablan de
proyectos, de meriendas en heredades, de un sermón, de paseos bajo
los olmos del camino. Son viejos, como el enfermo, y tienen
fortaleza, estrépito en la risa y fuman. Cuando le ayudan a variar
de actitud o le acomodan la manta caída o arrastran su butaca de
ruedas, siente él más su impotencia y le llora angustiadamente su
alma, pero los ojos no. ¡Oh, si le vieran llorar por fuera estos
amigos viejos y alegres, que ni padecen el reuma senil!
Les
miente todas las noches diciéndoles que sus piernas, su brazo y
costado no están muertos para siempre.
-¡Eso,
desde luego! Ya verá, ya verá cuando pase el invierno -contesta,
estregándose las manos, un señor muy flaco, de perfil judío.
-¡Claro,
como los árboles! -añade el doctor Rodríguez.
Y
el registrador, varón gordo y risueño, exclama:
-¡Vaya,
al verano de los nuestros, y a botar como un muchacho!
El
tullido les mira iracundo, vuelto a su hosco silencio, porque sabe
que no le creen.
Apartados
en una vidriera, dos jovenes contemplan la noche que se pierde en un
misterio de luna. Lejos, bajo las nieblas, escintilan las luces
reunidas, medrositas, de un pueblo del valle. Se ve un llano que
desgrana lumbre de luna en el suelto pedriscal. De los húmedos
hondones emerge la alegría de verdura tierná iluminada. Y al pie de
las ventanas está el jardín desierto, desamparado en la nevada de
luz. Parece que los rosales, rígidos y sarmentosos, han florecido en
esta noche, deshojándose las rosas por arriates y senderos. Llega
del templo el soñar de las horas, tan frío, resbalándose y
fundiéndose en la paz, que parece la campana también blanca, como
labrada en hielo.
Ella,
la novia, es hija del tullido, pálida y enlutada por orfandad de
madre. Sus manos finas, manos de imagen, se unen sobre el seno como
una magnolia.
El
amante recoge en sus ojos la mirada de la mujer, y la lleva
dulcemente a la desolación de la noche; y se miran y se aman dentro
del infinito de tristeza, de silencio y de luna.
Departen,
en tanto, los contertulios del escarzo de las colmenas. Les
interrumpe la entrada de un gallardo perro de caza que se tiende
dichosamente en la alfombra verde y espesa como un alcacer.
-Estos
animales -prorrumpe entonces el señor registrador -son de más
habilidad y sabiduría que nosotros. Tenía yo una perra grande y
sagaz, como ésta...
-Mire
usted que esto es perro y no perra -le corrige un señor de ojillos
codiciosos.
-¿Qué
perro? -pregunta trabajosamente el enfermo.
-Bueno;
¡da lo mismo! -dice el registrador.
-Pero
¿qué perro? ¿Dónde está? -insiste colérico el paralítico.
-Aquí.
¿No lo ve usted? Es el de su hermano.
-¡Que
se lo lleven, que lo aten! ¡Me matarán!
-Y
el enfermó, rendido, se
hunde entre almohadas y pieles.
-¡Déjalo,
déjalo! -intercede un amigo que dormitaba.
-¡Qué
he de dejar! ¡Fuera!
Y el baldado se mira con rabia su diestra caída.
-¡Lo
echan al pobre! -dice infantil y tierna la mujer, mirando al perro,
que se aleja perezosamente.
El
enamorado se estremece de agresivo egoísmo. Odia al perro. Por
lástima, alejóse la amada de la noche y se apartó de él, porque
mirando la noche se decían sus ansias y hasta el doloroso deseo de
la carne.
La
voz del señor registrador seguía:
-Pero
yo estaba harto de animales en mi casa...
El
contertulio menudo y enjuto de perfil hebreo, sonríe.
-Estaba
harto -mantiene el otro, mirándole con gran enojo. Y regalé mi
perra.
-¡Yo
haría lo mismo si pudiese! -balbuce el tullido.
-Se
la llevaron al Encinar. Del Encinar a aquí habrá unas cinco leguas
...
-¿Dónde,
dónde ha dicho usted? -preguntó el médico.
-He
dicho al Encinar.
-Pues
no hay más de cuatro y media.
-Si
me apura usted diré que cinco y media.
-¡Es
igual! -añade otro con hastío.
-Y
en el Encinar parió mi perra. Tuvo cuatro cachorrillos. ¿Y qué
dirán que hizo? Pues agarró con los dientes uno, y como pudo me lo
trajo. Se fué y tornó con otro. Y así hasta traérmelos todos.
Poco tiempo después, tendida en el suelo, mirándonos a mi mujer, a
mi hija y a mí, particularmente a mí, se murió. Debió morir
reventada.
-Alguna
hemorragia -insinúa el doctor.
-Pero
esa hemorragia, ¿de qué iba a ser, sino de...?
-¡Claro!
-Por
eso les decía yo antes que estos animales son de más saber que
nosotros.
El
perro expulsado asoma en la estancia. Leve, cauteloso, entra más y
se echa sobre la alfombra porque todos le miran y sonríen. El
paralítico también le acoge bondadoso. Es un instante de sencillez,
de piedad, que levanta en los corazones la perra muerta hacia el
perro vivo. En el huerto, un pavo real lanza tres gritos
desgarradores que estremecen a la doncella.
Los
amantes -miran la inmensa y clara noche, poblada de fantasmas
dolientes de árboles, y piensan en los ciegos terrores de aquella
pobre ave. Lástimas exquisitas arden en el corazón del hombre.
"¡Oh, alma!" Y la enenvuelve toda su mirada. Los ojos de
la doncella, dorados y húmedos, copian la luz de la luna. El amante
exprime con los suyos la miel de la boca ansiada.
Otro
grito, un ¡ay! largo, implorador, arranca la noche a la bella ave,
que oye ladridos de mastines, espantados de sus siluetas proyectadas
en las eras.
Los
amigos se despiden del tullido. Pero de súbito suenan recios golpes
en la puerta. El perro se alza latiendo fieramente, erizado, tremante
la doble sierra de sus quijadas terribles.
La
puerta se abre, y en el fondo de blancura del plenilunio se destaca
un hombre que lleva sobre sus espaldas dobladas un féretro negro.
En
el huerto, el ave real gañe angustiada, enloquecida. La don-cella se
ampara en el pecho del novio; rechinan los dientes del paralítico;
retroceden, sobrecogidos, los amigos, y el perro se abalanza sobre el
hombre espantoso y el ataúd vacila y cae retumbando. Dañan sus
golpes como si dentro de las tablas se rompiera un cadáver.
-¿Es
aquí donde vive el señor extranjero que ha muerto? -dice desde la
calle una voz.
Y
nadie le contesta.
Después,
el registrador murmura:
no
debe ser; no es, ¿verdad?
El
funcionario arrastra la caja y desaparece. Y entonces ¡los amigos se
esfuerzan por reir, y estalla un coro de risas contrahechas,
metálicas y lúgubres.
-¡Han
oído! ¡Si vive aquí el que ha muerto
prorrumpe el doctor. Y se oye otra risa fría, afilada, desconocida.
Todos se vuelven. ¿Quién se ha reído? No lo sabe el mismo que la
hizo.
Pero
los amigos vuelven a la alegría de la vida. Tienen salud, tienen
hartura. De morir alguno de los reunidos sería el pobre amigo
postrado. ¡Oh, el pobre! ¿No han de quererle si le conocen desde
chicos? Les parece que vaya a morirse en sustitución de ellos.
Verdaderamente, fué siempre honradísimo hombre. ¡Qué tremendo, si
no hubiera entre todos este amenazado! En fin... Y se despiden del
enfermo con más cariño que nunca.
El
enfermo les mira con más aborrecimiento que nunca.
-¡Alma,
despierta!
Y
ella, trémula y blanca, gime:
-¿No
viste la Muerte?
-¡Alma,
no hay Muerte!
-Muerte
hay -e indica sus ropas de luto y a su padre doblado en la butaca.
Los
jóvenes acuden a él y le llevan tiernamente a la vidriera; pero el
paralítico no ve la noche y vuelve aterrado la mirada hacia el
portal.
-¡No
hay muerte!
Mira la noche, mira los mundos; ¡qué les importan los féretros ni
las lágrimas! Todo sigue. Mira la vida, bella ahora en sus tristezas
de nieblas y silencio; bella mañana en su sol, y hasta en el gusano
que se deleita con el jugo de una hierba pisada.
Si
los hombres lo amasen todo y ennomecieran la vida, quitarían la idea
de la muerte; ¡nunca hay muerte! ¡La alegría prende en las almas
cuando se sienten amadas, y aman y son eternas! ...
La
gran luna vierte su luz sobre toda la amada. Está inmóvil, rígida;
tiene las manos cruzadas; mira al padre y los ojos de la doncella
parecen cerrados; su palidez es tan intensa que adelgaza sus
mejillas...
Y
el amante, transfigurado, la descansa en su pecho. Ella sonríe y le
muestra al enfermo, que ya le atiende dichoso.
-¡Oh,
hijos, no hay Muerte!
Y
el hombre le susurra a la mujer:
-¡Te
vi inmóvil, como los muertos; blanca, como los muertos, y ya no me
mirabas; y yo me sentí hundir en una muerte eterna!...
1900.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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