Era
de mañana.
Otra
vez caminaba Sigüenza.
En
la pasada noche había entendido del jefe de la ronda el anuncio de
que ojearían el Carrascal al día siguiente.
Pues
él, Sigüenza, también subía al Carrascal. ¡Un día de monte, de
silencio augusto y deleitoso! Vería trepar, aquellas hormiguitas de
los hombres; trepar y descender; hundirse en fondos y asomar por
collados -brotes o vástagos de la sierra- buscando las plantas del
tabaco.
Sigüenza
no las cultiva; tampoco deudo suyo las tiene. No siente enemigas por
Compañías; no entiende de monopolios ni achaques económicos, pero
considera muy miserable que arranquen esas plantas por codicia de
unos cuantos hombres. Dejémoslo.
La
sierra, tan suave de contornos que desde lejos imita la silueta de un
buen señor, gordo, vestido de gris, tumbado, panza en alto, la
sierra tiene hondonadas hoscas; rodales tupidos de encinas
arbusteñas; láminas de roca muy juntas, espesas y agudas, como
hojas de inmensos libros fosilizados por los siglos; lisuras de color
de sangre. Y hay peñones que se amontonan y amenazan desgajarse y
hundirse en las umbrías de las cañadas donde el viento tañe su
canción en los pinos; y hay vocecitas misteriosas, apresuradas, de
algún manantial delgado que se arrastra bajo los enebrales. Tras un
escarpe calvo se tiende un bancal conquistado al monte por la azada;
en él se abraza la vid medrosa de la altitud, y los algarrobos
mueven sus frondas muy despacio, serios, recelosos. En turgencias
suaves y graciosas del peñascal tornasolea el oro de hojas secas,
tostadas y resbaladizas; en parajes umbrosos se espesa la hierba
corta, tierna. Y vuelve el monte a abrirse en barrancos, a
despedazarse en masas de peñas, a presentar suavidades doradas,
tersuras sangrientas, verdes alcatifas, desolaciones grises y
cantosas... Rueda un guijarro; su chocar aumenta; empuja a otras
piedras que eran dichosas en su inmovilidad y altura; y se van
hundiendo, se van sepultando. Muchas veces se oye desde muy hondo así
como el quejido de la piedra caída. Y todo, a lo lejos, parece un
buen señor rollizo, panza en alto, vestido de gris, con manchas
verdinegras, aterciopeladas, de pinos y carrascas.
-Este
pobre asno, ¡cómo resuella! -pensaba Sigüenza al subir la montaña.
Y
dejó esta aflicción para atender a la que infundía el arriero,
fatigoso, sudoriento.
Pero
no, no le cedió su asiento de enjalmas.
Necesitaba
amordazar la conciencia, que continuaba gritándole: "Mira al
hombre, mira al asno, mírate a ti..." "¡Oh, basta, basta
ya, voz implacable!"
Y
para divertirla le dijo al rústico admirándose mucho:
-¡Cuidado
si es usted fuerte! Eso, eso es subir, eso. ¿Y cómo puede resistir
tanto? La verdad..., yo, estaría acabando y, en cambio, usted...,
usted...
-Está
uno puesto -contestó jadeante el peón. Y gallardeóse.
Cerca
erguíase una peña tajada, alta, cenizosa. Los fuertes troncos de
viejas hiedras han subido por las grises asperezas sin hoja,
desnudos, violentos, retorcidos, trenzándose con saña; pero arriba
han coronado la piedra de hojarasca rozagante; colgaban ramitas
tiernas, gayas, nuevas; ondeaban mugrones con atavío de hojas
negrales y acorazonadas.
A
la dulce sombra de esta tocada roca echóse Sigüenza; cerca y
supino, el guía, con el sombrero sobre la frente y las manos
cruzadas bajo la nuca. Apartado, el jumento, pastando entre mirada y
mirada al hondo. Allí pardean Murla, Alcalalí, Parcent, Jalón...
Sus casitas hacinadas recuerdan esas pequeñas piezas de barro tierno
que se secan en la solana de los tejares.
La
rambla rasga dos veces el llano.
Miraba
Sigüenza esas blancas máculas -dos trozos de papel caídos sobre el
viñal. Y la rambla se le antojó un ser apesarado con la condenación
eterna de arrastrarse, seca en estío, cubierta de aguas gruesas,
sucias, en días invernales, por la campaña solitaria.
Cosas,
lugares, paisaje, miran, expresan grandemente. Acaso ese mirar y esa
expresión irradian del alma que los contempla... Mas no; tienen la
suya. Los paisajes, aunque sean pomposos, espléndidos, muestran
siempre así ... como una mueca -mueca, no, un gesto, un suavísimo
gesto de tristeza ...¡Campos y serranía, tan poderosos, tan
inmensos, y la mano del labriego los desune, los cambia, los sujeta;
y el arado los desgarra con herida lenta y sutilísima; el azadón
los despedaza; los rompe el barreno... Y ellos, sin voluntad,
generosos, resignados... Los oscurece la noche y quedan quietísimos:
las frondas en sus abrazos, las aguas en su correr forzado por el
abierto suelo... Y los alumbra la mañana y continúan pasivos, con
los mismos enlaces de ramas, con la misma distribución de verdores,
iguales cruzamientos de arroyos y sequedades pedregosas... Viven
bellamente la calma. Lluvias o recios vientos los rompen, los
asuelan. Y ellos grandes, quietos, resignados, esperando, esperando
siempre. No se ven amados del hombre; no es comprendida su soledad...
¿Cómo las almas no se dejan inundar de las dulzuras de los campos y
serranías?
La
pompa infinita de la viña llamó la mirada de Sigüenza. Viéndola
representóse el agrio paisaje ya pelado, raído de lampazos por el
frío. Los leprosos, solos, siempre solos, miraban la inmensidad
gris, parda, rojiza, aguardando con ansia la gemación primaveral de
las plantas dormidas. Ellas son el alivio de sus ojos, el único que
reciben.
Sigüenza
volvióse a su acompañante para que le ayudase a trazar con sus
noticias la vida de los hombres del mal. El guía roncaba; mugía; su
boca, torcida y babeante, le idiotizaba.
Allá,
roznaba el jumento, mirando al valle inundado de sol.
Hacia
oriente, detrás de las últimas sierras, esfumadas, picudas y
ondulantes, que fingen arrugas del cielo, cuelga una lisa cortina
azul: es el Mediterráneo.
-¿Y
nos vamos a pasar todo el día aquí? -dijo somnoliento el rústico,
sin subir los párpados.
-Sí,
lo pasarán, que por eso llevan matalotaje -le manifestó Sigüenza,
con aquello de que comería en su mismo plato y bebería por donde él
bebiere- Y coma, coma usted antes -es fama que le contestó este otro
Sancho, que yo con más holgura comeré después, solo y sin
miramientos.
Hablando,
hablando, preguntó el caballero al lugareño el precio de sus
servicios en tan extraordinario día.
-Por
eso no habrá riña, no señor, no habrá riña -repuso aquél sin
mirarle.
Bajo,
en la ladera, se movían hombrecitos.
-¿Serán
éstos los de la Tabacalera?
-Pues... por eso del precio no hemos de reñir, no, señor -repitió el
indígena pensando que el caballero se distraía con docilidad y
presteza odiosas.
Leyó
Sigüenza en aquel ánimo y conservó un avieso silencio.
El
arriero, ya con la comezón de la desconfianza, añadió
atropellándose:
-¿Será
mucho, será mucho pedir dos pesetas?
Pausa
cruel del otro, que después murmuró:
-Bueno;
eso es el jornal de usted; lo que se paga por un hombre; pero ¿y el
burro?
-El
burro -repuso el guía, el burro lo mismo que un hombre.
De
nuevo conversaron. Ahora de aquellas manchitas que se ocultaban y
asombraban por las haldas cenicientas y pedregosas.
No
atendía el lugareño. El enojo turbaba su ánimo.
Cuatro
pesetas pedidas, cuatro pesetas otorgadas, sin un asomo de duda ni
protesta. Luego bien pudo exigir seis, y aun ocho... y se hubieran
acordado tan prontamente.
¿Qué,
no era nada subir hasta renquear por aquella sierra quemante,
resbaladiza?
Y
el guía dedicó una mirada torcida a Sigüenza, mientras pensó:
-¡Miren que para lo que está haciendo! Sigüenza estuvo muy cerca
de ser odiado.
Pero
esta malquerencia se desvió para caer en un alacrán enorme, fiero,
rubio, como el bálago, que apareció al rodar una monda piedra
impulsada por un pie del sórdido.
Brillaba
el escorpión como un primoroso broche de oro; su cola irguióse
comba y amenazadora.
Gozoso
y rápido se había separado el rústico, e inclinándose y alzándose
andaba por las peñas; hundía sus bastas manos en grietas y huecos
matosos, dando indicio de que buscaba cosa de menester y provecho.
Este
hombre aborrecía feroz y fríamente a los alacranes. Lo infirió
Siguenza, más tarde, del linaje de suplicio que aplicó al que fué
descubierto en la regaladora sombra de la piedra pelada.
Ni
le aplastó con guijarro, ni le atravesó con la seca vara que
empuñaba, ni acudió a la invención de rodearlo de brasas para que
el mismo alacrán, enloquecido, se diera la muerte pasándose con su
saeta ponzoñosa.
¿Qué
pensaba, qué apercibía aquel arriero?, se interrogó Sigüenza,
ganoso de conocer el tormento, bien que prometiéndose enternecerse
cuando se llegara su cumplimiento y hasta interceder piadosamente por
la víctima.
Desapareció
el guía por un breñal.
Sigüenza
quedó solo. No, solo no, que allí estaba el áureo armazón de
zancas inquietándole, ocupándole toda su alma.
¿Cómo
no corría a obligarle que huyese? Sí; ¿cómo no lo salvaba? ¿Qué
sequedad y dureza de pecho eran aquéllas?
Y
apeteciendo un motivo que le distraiese de su discurso (ya punzador),
miró al jumento. El jumento estaba, cómo si fuera hecho de
argamasa, inmóvil; lánguido el cuello; abatidas las orejas. ¿A qué
santo esa aflicción? -protestó Sigüenza con los nervios crispados.
¿Qué remordimientos le atenazaban? ¿Qué lucha interna le
consumía? ¡Ah, hipócrita, indigno de ser asno, porque el asno es
animal muy serio que jamás usa de falacias y ficciones! ¡Mustiarse!
¡Mirar con amargor el valle! ¿De quién se dolía?
La
bestia dobló su largo cuello, le apuntó con las orejas y estuvo
contemplándole calmosamente.
...¡Y
el otro sin volver! Y la mitad del alma clamaba: "¡Sálvalo,
sálvalo!" "¡Señor, ya habrá tiempo!" -replicaba la
otra media. Y aquélla insistía: "¡Sálvalo, sálvalo!"
Una
piedrecita que tirase a la víctima haríala huir.
¡Precisaba
tirar la piedra!
Y
la tiró; pero tan desmayadamente que no alcanzó al animalito.
¡Sintió
alivio, pero momentáneo! ¡Cómo! "¿Otra piedra debo
arrojarle, otra?"
¡Y
ese guía aborrecible, cómo tardaba tanto!
¡Qué
sufrimiento tan agudo y necio! Y todo venía de ennoblecer los seres
y cosas más ínfimas y humildes y concederles consideraciones de
humanos, o lo que tal vez era más cierto y aflictivo, de
bastardearse él, de envilecerse, no sofocando esos chispazos de
crueldad que en todas las almas se producen. Crueldad. ¿Qué importa
el motivo? ¿Mueve, excita el deseo del daño por el placer del daño?
Pues aunque la víctima sea un gusano, el que lo hiere es un
miserable.
Así
se decía Sigüenza, sin que por esto acorriese, avisase al amenazado
escorpión.
Gritó
el rústico, oculto entre rocas.
¡Al
fin! ... Pero ... aun podía salvarlo.
...El guía reapareció, gozoso, diabólico, concorvante como un dios
montaraz.
Sigüenza
llevóse la diestra al pecho para arrancarse otro alacrán que le
bullía, como una uña venenosa en cada zanca.
¡Ya
no podía hacer nada por él!
El
verdugo estaba delante.
Además,
bicho más sandio y cachazudo no vió en su vida. Pudo escapar
perfectamente. Debió escapar. Había quedado sin sombra de refugio
de piedra; habría advertido los gritos y cabriolas del
hombre-enemigo ... Y sin embargo, permaneció en su indolencia de
soñador. Ni moverse. Tan sólo, de cuando en cuando, había
levantado alguna de aquellas patas angulosas, como si cambiase de
postura o montara una pierna sobre otra para aguardar los
acontecimientos con más comodidad y regalo.
Bueno;
ahora veríamos. Allí estaba su enemigo descortezando nerviosa-mente
unas raíces esféricas, blancas y jugosas.
-Parecen
cebollas -murmuró Sigüenza.
-Pues
cebollas, cebollas son; cebollas albarranas.
-Ha
podido escapar y ni se ha movido.
Los
bulbos crujían blandamente y manaban.
-Ahora.
verá si se mueve.
Y
el guía dió a probar a la victima un copo de aquella carne blanca.
Levantóse
agresivo el astil del alacrán y bravíamente hincóse en la cebolla.
Pero de pronto, se apartó y se retrajo con torsión de atormentado.
El
arriero sonreía; en cada arruga de su cara se hacía una sonrisa de
deleite. Sus ojos, de mantenerlos fijos en el escorpión,
lagrimeaban.
Tenazmente
iba acercando el fruto blanco al broche vivo de oro, que lo acometía
con fortaleza y se replegaba de dolor.
Y
el hombre le aplicaba la raíz, y el animal la pinchaba y huía.
Al
fin, no pudo desclavarse de la carne zumosa.
-Parece
que se estira, que se pone de pie, como una persona, ¿verdad? -gritó
regocijadamente el verdugo, ¡pues lo hace del sufrir!
Sigüenza
se despreciaba, se baldonaba, sin apartar los ojos del suplicio.
Y
el alacrán fué azuleándose; simuló una madeja de venas. Se
amorató; se oscureció; se puso pavonado. Después negro; más
negro; hinchóse; murió.
-Con
esto pasa más que con nada del mundo -dijo el guía mirándolo
colgante de la cebolla borde. Le dura la vida hasta ponerse negro; ya
ve si echa colores y tarda en echarlos; ¡entre tanto, piense lo que
sentirá!
Después
de un instante de silencio, siguió:
-Si
yo pudiera, no quedaría raza de ellos. Uno me picó aquí -y señaló
el calcañar izquierdo. ¡Granuja!
-Debe
de ser su picada mala -dijo llanamente Sigüenza.
-Su
picada es mala, pero peor fué lo que me desbarató.
Contempló
un momento a su víctima y la aplastó contra una peña.
-Peor
fué lo que me desbarató -repitió exaltándose. Yo no soy ladrón,
pero yo robaba en una viña de mi hermano, y robaba porque aquella
tierra debía ser mía, y muy mía, que yo no soy ladrón. Y yo
pisoteaba, y arrancaba cepas; y nadie sabía quién era el que lo
quitaba y aplastaba todo. ¡Qué habían de cogerme a mí! Pero una
tarde, junto a un margen, sentí que me pasaba el pie un agujón de
fuego. Yo rabié de dolor; grité, sin saber que gritaba. Me vieron.
Vinieron a mí. En la heredad siempre estaban mirando y mirando ...
Yo ahora, ya ha visto lo que les hago. Ese veneno de la cebolla
albarrana es peor para ellos que si los tostase vivos; ¡yo lo sé!;
llevo mataos muchos.
Y
aquel hombre rió fuertemente. Dañaba y mataba por venganza.
¡Sigüenza, ni aun por venganza había permitido el suplicio!
Nada;
no había visto ni una mata de tabaco
Y
el aseado viejo, en tanto, que hablaba con Sigüenza, quitóse el
sombrero y se acarició blandamente su cabello copioso y ondeante.
Un
almendro les daba sombra.
-¡Pero
si por aquí no debe haber ni una hoja de esa planta! -aventuró
Sigüenza.
El
viejo hizo una sonrisa pequeñita; las arrugas de sus ojos, que le
pasaban de los pómulos, se oscurecieron y se complicaron; y
misterioso y dulzón, dijo:
-Hay
confidencias ...
¡Qué
bien pronunció esta frase! Mejor no la dijera el más desvanecido
diplomático.
Sigüenza
contempló a los de la ronda. Estaban abrasados, extenuados por
buscar unas matas. Lo hacían forzados de un jornal miserable. ¡Los
pobres! Pero, los pobres, ¿por qué mostraban -encendida la mirada,
deseosa de la planta, y al verla se regocijaban y la arrancaban
hasta brutalmente?
¿No
era esto malquerer, perjudicar, con voluntad inmensa, con voluntad
horra de toda fuerza del hambre, libre de todo mandato odioso?
...En
la altura, un hombre voceó.
¡La
confidencia resultaba infalible!
Fueron
a una cañada. Hacíase una gradería humilde de bancales de viñas.
Remataba en un escarpe. Bajaba un hombre arrastrándose.
-¿Qué,
qué...? -pidiéronle todos.
Se
oía con miedo el latido de su corazón; le llovía el sudor por la
frente y le cegaba.
-Sí
que hay. Las he visto asomándome desde lo más alto. Sí que hay..., pero las guarda uno que debeser el dueño; está echado entre
aquello negro -e indicó las manchas de un enebral frondoso.
Manifestaba
fiereza, vanidad. Le placía su hallazgo... Y a Sigüenza ...
también. ¡Si para ver a esos hombres buscando las pobres plantas,
subió a la sierra!
...El
último escalón de viña, el más encumbrado entrábase en una
garganta del peñascal, y en este abrigaño, entre almendros nuevos,
lisos como varas, vivían recatadamente plantas anchas, amarillentas,
enfermas; eran pocas; no llegarían a seis.
Anduvieron
algunos pasos los de la ronda,
Repentinamente
quedaron inmóviles.
Un
cuerpo horrible había surgido de los enebros.
-¡Es
Batiste, el leproso! -exclamó Sigüenza.
El
sol aparentaba fundir costras y llagas. Una desgarradura de la
pringosa camisa enseñaba un trozo de pecho: blanco, cretáceo,
hinchado; parecía carne quitada a un cadáver.
Batiste
sonrió.
Y
el limpio viejo le invitó a separarse, porque necesitaba
desenterrar las matas.
-Son
mías; son mías -dijo el silbo de la destrozada laringe. Y el
leproso echóse en la tierra tranquilo ya, confiado en que los
hombres sus hermanos no le dañarían, porque estaba leproso y vivía
en amargor perdurable.
-¡Son
mías; son mías!
Todos
callaron.
Pero
se impacientaban. En sus almas se encontraban la lástima y la rabia.
Un
pájaro cantó primorosamente.
-Sí,
ya sé que son suyas; pero yo he de cumplir. Era el jefe; necesitaba
ejemplarizar; era responsable... Arriesgaba el pan de sus hijos...
Eso, eso; el pan de sus hijos... Pues antes era' el pan de sus hijos
que el tabaco, que el vicio de aquel monstruo.
Y
alzó la voz:
-Apártese.
Vosotros: despachad.
Se
grifó Batiste. Espantoso, amenazador, púsose delante de las
plantas.
Pronto
cayó su furia. Sonreía de nuevo. Su boca era otra llaga.
-Esto
es mío; estas matas son mías -repitió en lengua valentina. Yo
planto tabaco para fumarlo yo solo. Yo paso mirando el humo como si
tuviese compaña. Y no puedo mercarlo. ¡Dejadme; mirad cómo estoy!
...
Y
otra vez iba a recostarse en la tierra, porque no esperaba más que
la paz y el amor de los hombres.
Pero
el viejo rollizo y atildado no pudo otorgarle la paz.
No
podía; el ejemplo; la responsabilidad; el pan, el pan de sus hijos.
Y
dos hombres se adelantaron...
Revolvióse
el leproso; sus pies golpearon el bancal; avanzó con fiereza;
siniestros los ojos, temblorosos, colgantes los labios. Y su voz,
silbo y bramido a un tiempo, rodó por la sierra:
-¡¡Lladres,
lladres... Al que venga le cupo!!
Su
boca hervía en saliva.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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