Translate

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del vivir - Cap. VI

Era de mañana.
Otra vez caminaba Sigüenza.
En la pasada noche había entendido del jefe de la ronda el anuncio de que ojearían el Carrascal al día siguiente.
Pues él, Sigüenza, también subía al Carrascal. ¡Un día de monte, de silencio augusto y deleitoso! Vería trepar, aquellas hormiguitas de los hombres; trepar y descender; hundirse en fondos y asomar por collados -brotes o vástagos de la sierra- buscando las plantas del tabaco.
Sigüenza no las cultiva; tampoco deudo suyo las tiene. No siente enemigas por Compañías; no entiende de monopolios ni achaques económicos, pero considera muy miserable que arranquen esas plantas por codicia de unos cuantos hombres. Dejémoslo.
La sierra, tan suave de contornos que desde lejos imita la silueta de un buen señor, gordo, vestido de gris, tumbado, panza en alto, la sierra tiene hondonadas hoscas; rodales tupidos de encinas arbusteñas; láminas de roca muy juntas, espesas y agudas, como hojas de inmensos libros fosilizados por los siglos; lisuras de color de sangre. Y hay peñones que se amontonan y amenazan desgajarse y hundirse en las umbrías de las cañadas donde el viento tañe su canción en los pinos; y hay vocecitas misteriosas, apresuradas, de algún manantial delgado que se arrastra bajo los enebrales. Tras un escarpe calvo se tiende un bancal conquistado al monte por la azada; en él se abraza la vid medrosa de la altitud, y los algarrobos mueven sus frondas muy despacio, serios, recelosos. En turgencias suaves y graciosas del peñascal tornasolea el oro de hojas secas, tostadas y resbaladizas; en parajes umbrosos se espesa la hierba corta, tierna. Y vuelve el monte a abrirse en barrancos, a despedazarse en masas de peñas, a presentar suavidades doradas, tersuras sangrientas, verdes alcatifas, desolaciones grises y cantosas... Rueda un guijarro; su chocar aumenta; empuja a otras piedras que eran dichosas en su inmovilidad y altura; y se van hundiendo, se van sepultando. Muchas veces se oye desde muy hondo así como el quejido de la piedra caída. Y todo, a lo lejos, parece un buen señor rollizo, panza en alto, vestido de gris, con manchas verdinegras, aterciopeladas, de pinos y carrascas.
-Este pobre asno, ¡cómo resuella! -pensaba Sigüenza al subir la montaña.
Y dejó esta aflicción para atender a la que infundía el arriero, fatigoso, sudoriento.
Pero no, no le cedió su asiento de enjalmas.
Necesitaba amordazar la conciencia, que continuaba gritándole: "Mira al hombre, mira al asno, mírate a ti..." "¡Oh, basta, basta ya, voz implacable!"
Y para divertirla le dijo al rústico admirándose mucho:
-¡Cuidado si es usted fuerte! Eso, eso es subir, eso. ¿Y cómo puede resistir tanto? La verdad..., yo, estaría acabando y, en cambio, usted..., usted...
-Está uno puesto -contestó jadeante el peón. Y gallardeóse.
Cerca erguíase una peña tajada, alta, cenizosa. Los fuertes troncos de viejas hiedras han subido por las grises asperezas sin hoja, desnudos, violentos, retorcidos, trenzándose con saña; pero arriba han coronado la piedra de hojarasca rozagante; colgaban ramitas tiernas, gayas, nuevas; ondeaban mugrones con atavío de hojas negrales y acorazonadas.
A la dulce sombra de esta tocada roca echóse Sigüenza; cerca y supino, el guía, con el sombrero sobre la frente y las manos cruzadas bajo la nuca. Apartado, el jumento, pastando entre mirada y mirada al hondo. Allí pardean Murla, Alcalalí, Parcent, Jalón... Sus casitas hacinadas recuerdan esas pequeñas piezas de barro tierno que se secan en la solana de los tejares.
La rambla rasga dos veces el llano.
Miraba Sigüenza esas blancas máculas -dos trozos de papel caídos sobre el viñal. Y la rambla se le antojó un ser apesarado con la condenación eterna de arrastrarse, seca en estío, cubierta de aguas gruesas, sucias, en días invernales, por la campaña solitaria.
Cosas, lugares, paisaje, miran, expresan grandemente. Acaso ese mirar y esa expresión irradian del alma que los contempla... Mas no; tienen la suya. Los paisajes, aunque sean pomposos, espléndidos, muestran siempre así ... como una mueca -mueca, no, un gesto, un suavísimo gesto de tristeza ...¡Campos y serranía, tan poderosos, tan inmensos, y la mano del labriego los desune, los cambia, los sujeta; y el arado los desgarra con herida lenta y sutilísima; el azadón los despedaza; los rompe el barreno... Y ellos, sin voluntad, generosos, resignados... Los oscurece la noche y quedan quietísimos: las frondas en sus abrazos, las aguas en su correr forzado por el abierto suelo... Y los alumbra la mañana y continúan pasivos, con los mismos enlaces de ramas, con la misma distribución de verdores, iguales cruzamientos de arroyos y sequedades pedregosas... Viven bellamente la calma. Lluvias o recios vientos los rompen, los asuelan. Y ellos grandes, quietos, resignados, esperando, esperando siempre. No se ven amados del hombre; no es comprendida su soledad... ¿Cómo las almas no se dejan inundar de las dulzuras de los campos y serranías?
La pompa infinita de la viña llamó la mirada de Sigüenza. Viéndola representóse el agrio paisaje ya pelado, raído de lampazos por el frío. Los leprosos, solos, siempre solos, miraban la inmensidad gris, parda, rojiza, aguardando con ansia la gemación primaveral de las plantas dormidas. Ellas son el alivio de sus ojos, el único que reciben.
Sigüenza volvióse a su acompañante para que le ayudase a trazar con sus noticias la vida de los hombres del mal. El guía roncaba; mugía; su boca, torcida y babeante, le idiotizaba.
Allá, roznaba el jumento, mirando al valle inundado de sol.
Hacia oriente, detrás de las últimas sierras, esfumadas, picudas y ondulantes, que fingen arrugas del cielo, cuelga una lisa cortina azul: es el Mediterráneo.


-¿Y nos vamos a pasar todo el día aquí? -dijo somnoliento el rústico, sin subir los párpados.
-Sí, lo pasarán, que por eso llevan matalotaje -le manifestó Sigüenza, con aquello de que comería en su mismo plato y bebería por donde él bebiere- Y coma, coma usted antes -es fama que le contestó este otro Sancho, que yo con más holgura comeré después, solo y sin miramientos.
Hablando, hablando, preguntó el caballero al lugareño el precio de sus servicios en tan extraordinario día.
-Por eso no habrá riña, no señor, no habrá riña -repuso aquél sin mirarle.
Bajo, en la ladera, se movían hombrecitos.
-¿Serán éstos los de la Tabacalera?
-Pues... por eso del precio no hemos de reñir, no, señor -repitió el indígena pensando que el caballero se distraía con docilidad y presteza odiosas.
Leyó Sigüenza en aquel ánimo y conservó un avieso silencio.
El arriero, ya con la comezón de la desconfianza, añadió atropellándose:
-¿Será mucho, será mucho pedir dos pesetas?
Pausa cruel del otro, que después murmuró:
-Bueno; eso es el jornal de usted; lo que se paga por un hombre; pero ¿y el burro?
-El burro -repuso el guía, el burro lo mismo que un hombre.
De nuevo conversaron. Ahora de aquellas manchitas que se ocultaban y asombraban por las haldas cenicientas y pedregosas.
No atendía el lugareño. El enojo turbaba su ánimo.
Cuatro pesetas pedidas, cuatro pesetas otorgadas, sin un asomo de duda ni protesta. Luego bien pudo exigir seis, y aun ocho... y se hubieran acordado tan prontamente.
¿Qué, no era nada subir hasta renquear por aquella sierra quemante, resbaladiza?
Y el guía dedicó una mirada torcida a Sigüenza, mientras pensó: -¡Miren que para lo que está haciendo! Sigüenza estuvo muy cerca de ser odiado.
Pero esta malquerencia se desvió para caer en un alacrán enorme, fiero, rubio, como el bálago, que apareció al rodar una monda piedra impulsada por un pie del sórdido.
Brillaba el escorpión como un primoroso broche de oro; su cola irguióse comba y amenazadora.
Gozoso y rápido se había separado el rústico, e inclinándose y alzándose andaba por las peñas; hundía sus bastas manos en grietas y huecos matosos, dando indicio de que buscaba cosa de menester y provecho.
Este hombre aborrecía feroz y fríamente a los alacranes. Lo infirió Siguenza, más tarde, del linaje de suplicio que aplicó al que fué descubierto en la regaladora sombra de la piedra pelada.
Ni le aplastó con guijarro, ni le atravesó con la seca vara que empuñaba, ni acudió a la invención de rodearlo de brasas para que el mismo alacrán, enloquecido, se diera la muerte pasándose con su saeta ponzoñosa.
¿Qué pensaba, qué apercibía aquel arriero?, se interrogó Sigüenza, ganoso de conocer el tormento, bien que prometiéndose enternecerse cuando se llegara su cumplimiento y hasta interceder piadosamente por la víctima.
Desapareció el guía por un breñal.
Sigüenza quedó solo. No, solo no, que allí estaba el áureo armazón de zancas inquietándole, ocupándole toda su alma.
¿Cómo no corría a obligarle que huyese? Sí; ¿cómo no lo salvaba? ¿Qué sequedad y dureza de pecho eran aquéllas?
Y apeteciendo un motivo que le distraiese de su discurso (ya punzador), miró al jumento. El jumento estaba, cómo si fuera hecho de argamasa, inmóvil; lánguido el cuello; abatidas las orejas. ¿A qué santo esa aflicción? -protestó Sigüenza con los nervios crispados. ¿Qué remordimientos le atenazaban? ¿Qué lucha interna le consumía? ¡Ah, hipócrita, indigno de ser asno, porque el asno es animal muy serio que jamás usa de falacias y ficciones! ¡Mustiarse! ¡Mirar con amargor el valle! ¿De quién se dolía?
La bestia dobló su largo cuello, le apuntó con las orejas y estuvo contemplándole calmosamente.
...¡Y el otro sin volver! Y la mitad del alma clamaba: "¡Sálvalo, sálvalo!" "¡Señor, ya habrá tiempo!" -replicaba la otra media. Y aquélla insistía: "¡Sálvalo, sálvalo!"
Una piedrecita que tirase a la víctima haríala huir.
¡Precisaba tirar la piedra!
Y la tiró; pero tan desmayadamente que no alcanzó al animalito.
¡Sintió alivio, pero momentáneo! ¡Cómo! "¿Otra piedra debo arrojarle, otra?"
¡Y ese guía aborrecible, cómo tardaba tanto!
¡Qué sufrimiento tan agudo y necio! Y todo venía de ennoblecer los seres y cosas más ínfimas y humildes y concederles consideraciones de humanos, o lo que tal vez era más cierto y aflictivo, de bastardearse él, de envilecerse, no sofocando esos chispazos de crueldad que en todas las almas se producen. Crueldad. ¿Qué importa el motivo? ¿Mueve, excita el deseo del daño por el placer del daño? Pues aunque la víctima sea un gusano, el que lo hiere es un miserable.
Así se decía Sigüenza, sin que por esto acorriese, avisase al amenazado escorpión.
Gritó el rústico, oculto entre rocas.
¡Al fin! ... Pero ... aun podía salvarlo.
...El guía reapareció, gozoso, diabólico, concorvante como un dios montaraz.
Sigüenza llevóse la diestra al pecho para arrancarse otro alacrán que le bullía, como una uña venenosa en cada zanca.
¡Ya no podía hacer nada por él!
El verdugo estaba delante.
Además, bicho más sandio y cachazudo no vió en su vida. Pudo escapar perfectamente. Debió escapar. Había quedado sin sombra de refugio de piedra; habría advertido los gritos y cabriolas del hombre-enemigo ... Y sin embargo, permaneció en su indolencia de soñador. Ni moverse. Tan sólo, de cuando en cuando, había levantado alguna de aquellas patas angulosas, como si cambiase de postura o montara una pierna sobre otra para aguardar los acontecimientos con más comodidad y regalo.
Bueno; ahora veríamos. Allí estaba su enemigo descortezando nerviosa-mente unas raíces esféricas, blancas y jugosas.
-Parecen cebollas -murmuró Sigüenza.
-Pues cebollas, cebollas son; cebollas albarranas.
-Ha podido escapar y ni se ha movido.
Los bulbos crujían blandamente y manaban.
-Ahora. verá si se mueve.
Y el guía dió a probar a la victima un copo de aquella carne blanca.
Levantóse agresivo el astil del alacrán y bravíamente hincóse en la cebolla. Pero de pronto, se apartó y se retrajo con torsión de atormentado.
El arriero sonreía; en cada arruga de su cara se hacía una sonrisa de deleite. Sus ojos, de mantenerlos fijos en el escorpión, lagrimeaban.
Tenazmente iba acercando el fruto blanco al broche vivo de oro, que lo acometía con fortaleza y se replegaba de dolor.
Y el hombre le aplicaba la raíz, y el animal la pinchaba y huía.
Al fin, no pudo desclavarse de la carne zumosa.
-Parece que se estira, que se pone de pie, como una persona, ¿verdad? -gritó regocijadamente el verdugo, ¡pues lo hace del sufrir!
Sigüenza se despreciaba, se baldonaba, sin apartar los ojos del suplicio.
Y el alacrán fué azuleándose; simuló una madeja de venas. Se amorató; se oscureció; se puso pavonado. Después negro; más negro; hinchóse; murió.
-Con esto pasa más que con nada del mundo -dijo el guía mirándolo colgante de la cebolla borde. Le dura la vida hasta ponerse negro; ya ve si echa colores y tarda en echarlos; ¡entre tanto, piense lo que sentirá!
Después de un instante de silencio, siguió:
-Si yo pudiera, no quedaría raza de ellos. Uno me picó aquí -y señaló el calcañar izquierdo. ¡Granuja!
-Debe de ser su picada mala -dijo llanamente Sigüenza.
-Su picada es mala, pero peor fué lo que me desbarató.
Contempló un momento a su víctima y la aplastó contra una peña.
-Peor fué lo que me desbarató -repitió exaltándose. Yo no soy ladrón, pero yo robaba en una viña de mi hermano, y robaba porque aquella tierra debía ser mía, y muy mía, que yo no soy ladrón. Y yo pisoteaba, y arrancaba cepas; y nadie sabía quién era el que lo quitaba y aplastaba todo. ¡Qué habían de cogerme a mí! Pero una tarde, junto a un margen, sentí que me pasaba el pie un agujón de fuego. Yo rabié de dolor; grité, sin saber que gritaba. Me vieron. Vinieron a mí. En la heredad siempre estaban mirando y mirando ... Yo ahora, ya ha visto lo que les hago. Ese veneno de la cebolla albarrana es peor para ellos que si los tostase vivos; ¡yo lo sé!; llevo mataos muchos.
Y aquel hombre rió fuertemente. Dañaba y mataba por venganza. ¡Sigüenza, ni aun por venganza había permitido el suplicio!
Nada; no había visto ni una mata de tabaco
Y el aseado viejo, en tanto, que hablaba con Sigüenza, quitóse el sombrero y se acarició blandamente su cabello copioso y ondeante.
Un almendro les daba sombra.
-¡Pero si por aquí no debe haber ni una hoja de esa planta! -aventuró Sigüenza.
El viejo hizo una sonrisa pequeñita; las arrugas de sus ojos, que le pasaban de los pómulos, se oscurecieron y se complicaron; y misterioso y dulzón, dijo:
-Hay confidencias ...
¡Qué bien pronunció esta frase! Mejor no la dijera el más desvanecido diplomático.
Sigüenza contempló a los de la ronda. Estaban abrasados, extenuados por buscar unas matas. Lo hacían forzados de un jornal miserable. ¡Los pobres! Pero, los pobres, ¿por qué mostraban -encendida la mirada, deseosa de la planta, y al verla se regocijaban y la arrancaban hasta brutalmente?
¿No era esto malquerer, perjudicar, con voluntad inmensa, con voluntad horra de toda fuerza del hambre, libre de todo mandato odioso?
...En la altura, un hombre voceó.
¡La confidencia resultaba infalible!
Fueron a una cañada. Hacíase una gradería humilde de bancales de viñas. Remataba en un escarpe. Bajaba un hombre arrastrándose.
-¿Qué, qué...? -pidiéronle todos.
Se oía con miedo el latido de su corazón; le llovía el sudor por la frente y le cegaba.
-Sí que hay. Las he visto asomándome desde lo más alto. Sí que hay..., pero las guarda uno que debeser el dueño; está echado entre aquello negro -e indicó las manchas de un enebral frondoso.
Manifestaba fiereza, vanidad. Le placía su hallazgo... Y a Sigüenza ... también. ¡Si para ver a esos hombres buscando las pobres plantas, subió a la sierra!
...El último escalón de viña, el más encumbrado entrábase en una garganta del peñascal, y en este abrigaño, entre almendros nuevos, lisos como varas, vivían recatadamente plantas anchas, amarillentas, enfermas; eran pocas; no llegarían a seis.
Anduvieron algunos pasos los de la ronda,
Repentinamente quedaron inmóviles.
Un cuerpo horrible había surgido de los enebros.
-¡Es Batiste, el leproso! -exclamó Sigüenza.
El sol aparentaba fundir costras y llagas. Una desgarradura de la pringosa camisa enseñaba un trozo de pecho: blanco, cretáceo, hinchado; parecía carne quitada a un cadáver.
Batiste sonrió.
Y el limpio viejo le invitó a separarse, porque necesitaba desenterrar las matas.
-Son mías; son mías -dijo el silbo de la destrozada laringe. Y el leproso echóse en la tierra tranquilo ya, confiado en que los hombres sus hermanos no le dañarían, porque estaba leproso y vivía en amargor perdurable.
-¡Son mías; son mías!
Todos callaron.
Pero se impacientaban. En sus almas se encontraban la lástima y la rabia.
Un pájaro cantó primorosamente.
-Sí, ya sé que son suyas; pero yo he de cumplir. Era el jefe; necesitaba ejemplarizar; era responsable... Arriesgaba el pan de sus hijos... Eso, eso; el pan de sus hijos... Pues antes era' el pan de sus hijos que el tabaco, que el vicio de aquel monstruo.
Y alzó la voz:
-Apártese. Vosotros: despachad.
Se grifó Batiste. Espantoso, amenazador, púsose delante de las plantas.
Pronto cayó su furia. Sonreía de nuevo. Su boca era otra llaga.
-Esto es mío; estas matas son mías -repitió en lengua valentina. Yo planto tabaco para fumarlo yo solo. Yo paso mirando el humo como si tuviese compaña. Y no puedo mercarlo. ¡Dejadme; mirad cómo estoy! ...
Y otra vez iba a recostarse en la tierra, porque no esperaba más que la paz y el amor de los hombres.
Pero el viejo rollizo y atildado no pudo otorgarle la paz.
No podía; el ejemplo; la responsabilidad; el pan, el pan de sus hijos.
Y dos hombres se adelantaron...
Revolvióse el leproso; sus pies golpearon el bancal; avanzó con fiereza; siniestros los ojos, temblorosos, colgantes los labios. Y su voz, silbo y bramido a un tiempo, rodó por la sierra:
-¡¡Lladres, lladres... Al que venga le cupo!!
Su boca hervía en saliva.

1.093.1 Miro (Gabriel) - 044

No hay comentarios:

Publicar un comentario