Artistas
y eclesiásticos, copleros y filósofos han labrado la biología y
estampa del buen cavador.
Sus
manos crían cortezas de tierra y substancias humanas; sus uñas
hieden a difunto; su mirada tiene la voracidad y la lumbre fría de
los pardales ominosos; su carne está siempre lívida y sudada; sus
entrañas, secas.
Hasta
creemos que se divierte partiendo cráneos de la fosa común.
Y
sí que los quiebra o los raja, sin querer, algunas veces. El fosal
tiene el vientre gordo, hinchado de cadáveres. No caben más. Allí
se amontona y aprieta la vida pasada de un siglo del pueblo. ¡Hay
que agrandar el cementerio! Y salta un hueso astillado. Fuera está
el paisaje libre, ancho, feraz. La hazada se hundiría gozosamente en
el témpero dócil, salieldo fresca y olorosa. El mundo se le ofrece
al sepulturero como un arca infita para guardar esos pobres hombres
que se mueren, que no son como él.
No
son como él. Los dioses, los sabios, los héroes, los místicos
presienten la inmortalidad; el sepulturero es el único que puede
sentirla. En otro tiempo también pudieron regodearse con ella los
verdugos. Los funerarios, no. Las funerarios son mozos mediocres de
la muerte. Los capellanes, tampoco; mantienen su liturgia para los
que viven. El sepulturero se queda solo con los muertos. Ha de
parecerle que le pertenecen y le necesitan; de modo que a él nunca
le será permitido ser difunto. Carece de la idea y de la emoción
del sepulturero... No las recibirá de sus camaradas, de los otros
sepultureros, porque son eso, camaradas. Inmortales. La divinidad
crea la vida y se queda en el cielo. El sepulturero acomoda y
encierra la muerte y se queda en la tierra.
...Parte
los cráneos de la fosa común. En tanto; los graves varones de la
ciudad tramitan expedientes para adquirir los terrenos que faltan.
Quizá reconoce el buen cavador la calavera de un compadre suyo; pero
no la toma en su mano como el príncipe desventurado, sino que la
vuelve al fondo con la punta rota de su alpargata.
Decimos:
¡Es abominable su pan! Y
nos acordamos y todo de Carón, que arrancaba de la boca de los
difuntos el óbolo para pagar el escote de la barca.
Dadle
un salario por su jornada, y ya no codiciará muertos "pasados",
muertos de veinticuatro horas. Vestidle una blusa limpia, larga, y os
parecerá un albañil. Que se cubra con gorra galoneada, de uniforme,
y se trocará en un empleado, en un mozo de bibliotecas. Es el
sepultureró de las grandes necrópolis modernas. Oficinas
municipales: los cadáveres son legajos; los sepultureros,
ordenanzas. Ya tiene plural. Y nuestro sepulturero ha de ser uno.
Aunque sus cuali-dades de malventura se hallen en los otros, es uno
el hombre de los silencios, el que oye todos sus pasos en la
resonancia de las tumbas y todos los latidos de su sangre, de su
única vida, en la desolación. Nos complacemos en su repugnancia y
horror. No penetrando ni coincidi.eiido en la idea de la muerte, nos
organizamos el espectáculo de los muertos. Y el sepulturero es obra
de nosotros. Ya queremos mirarla para maldecirla.
Dos
hermanitos mayores juegan con otro más menudo. ¿Qué harían para
no aburrirse? Y se quedan pensando y maquinando; hasta que deciden
hacerle miedo a la criatura. Buscan una toca de la abuela, toman un
gabán del padre, y visten un perchero. El chiquito se retuerce y
llora espantado de la fantasma. Los grandes se regocijan. Pero han de
acallarle. Y le dicen: "¡Si es la toca de la abuela!" Y se
ríen. "¡No hace nada!" Y la miran. ¡La han puesto ellos!
Y lo gritan para escucharlo de sí mismos. "¡Es el abrigo viejo
del padre!" Y se apartan un poco. "¡Pero si es un
perchero!" Lo miran más. Y huyen todos, gritando empavorecidos.
No
hay categorías de fosadores o sepultureros, sino linajes.
En
las aldeas, menos el párroco, y si hubiere maestro, menos el maestro
también, todos son labradores, todos cavan su pegujal; de modo que
todos podrían ser sepultureros. Y no lo son. Su hazada es
hereditaria; su casa, la señalada entre todas. Si su mujer amasa y
enciende el horno, ¿su leña no será de los ataúdes podridos que
estaba cremando el marido? Si la hija sale el domingo con una flor
prendida en los cabellos, ¿de qué sepultura habrá hurtado el padre
la flor? Y su risa, su grito, su vicio, su frutal, su mastín y su
cántaro, todo participa de la faena de sus manos.
...Está
regando o cavando los barbechos del alcalde. Enfrente destaca el
ejido; sigue el abrevadero, la cuesta; y arriba, la aldea, con ropas
tendidas. Asoman dos olmos patriarcales, el campanario con la veleta
doblada; después, un caminito sin nadie; un cercado; en cada cantón
un ciprés, y en medio una cruz pobre, lisa, muy negra sobre el azul.
Más lejos, los olivares del rico de la comarca.
Bajan
unos rapaces cogiendo sapos de las acequias, buscando nidos,
mordiendo la merienda. Y de improviso se tornan corriendo a la aldea.
Es que han visto al hombre que no tiene miedo a los muertos.
Resucitados,
voces de ánimas en pena, lumbres lívidas que siguen a los
caminantes, cuando llegan, de noche, por la parte del campo-santo,
todas las consejas aldeanas de aparecidos, todos los sustos que
agobian a los chicos y enfrían la piel de los grandes se paran, se
someten delante del corazón del hombre que está cavando un bancal,
y un día le avisan, y él se carga el azadón sobre su hombro y
anda, perfilándose siniestramente su figura en el júbilo del
paisaje, aunque camine como todos los labriegos cansados. Y entra en
su casa y alcanza una llave oxidada y sale y sigue el caminito,
siempre solitario, y llega al cercado de la cruz. El gemido de la
puerta se oye en toda la tarde. Luego suenan unos golpes blandos y
frescos en el herbazal bravío. Zumban las moscas bobas de las
lápidas. Un pájaro sube de un nicho roto a la aguja de un ciprés.
Por el cielo de los olivares pasan los grajos. Y en la aldea doblan
las campanas...
En
aquella mañana, nuestra ciudad, clara y sencilla, estaba toda
comunicada y gozosa de amar. Olía a puerto y a distancia. Y si
alguna mujer dejaba en el aire un camino de aromas, todavía
sentíamos más la maravilla lla de lo lejano, la emoción de los
viajes. Estábamos contentos; confiábamos en nosotros. Pero entonces
un hombre paisó a nuestro lado, y nos miró rápidamente. Sin
embargo, esa mirada quedóse mucho tiempo en nuestros ojos. Y ese
hombre era como otro hombre. ¿Dónde le habíamos visto? Y empezamos
a devanar, nuestras memorias... Habían bajado las nieblas y las
nubes encima de la ciudad. Las piedras y los huertos estaban húmedos,
parecían viejos, y de lo íntimo les salía un vaho de juventud de
verano. Y olíamos nuestras ropas recias, y nos daban una suave
promesa de bienestar, de abriqo antes del frío. Ya se acercaba el
invierno. Se acercaba, y de súbito, como una paloma huída, venía
una onda dulce y cálida de ambiente de colmena; pero luego la
rasgaba el aletazo del viento de otoño, viento mojado de lluvia de
tardes cortas, Y las campanas, las campanas de todas las iglesias
iban cabeceando, pisándose, interrumpiéndose, las finas, las
recias, quebrando el tañido a la mitad y esparciéndolo entre el
humo del nublado... Las campanas penetraban en todos los hogares...
Todos Santos, vigilia de las Ánimas... Las abuelitas de luto, de
ojos empañados y frente de losa, vacían la panilla en un vaso, en
una taza, en un lebrillo o en un grial. Cuentan sus difuntos: el
marido, un hijo chiquito, del que ya no quedan retratos; la hija
grande, vestida de novia; la hermana viuda, la que fué tan
desgraciada.
Y
por cada alma van encendiendo una mariposa. La llamita crece; en
seguida mengua, crepitando; luego, arde parada. Hasta el portal baja
el olor de luces de aceite.
Y
la viejecita se sienta en la sala, entornada, y duerme, suspira, reza
y duerme... Sale la familia muy galana. Ya no trae luto más que la
abuela. Llevan crisantemos, una corona y cirios. Siempre olvidan
alambre o clavos para colgar las ofrendas; pero se los pedirán al
sepulturero.
Truenan
los carruajes, todos con flores para los difuntos. Des-pués, la
ciudad se queda sola con las campanas y las viejecitas de las luces.
El
cementerio es una verbena. Gritan los mercaderes, bulle la mocedad.
Algunos buscan al sepulturero; nosotros también. ¿Dónde estará
ese hombre? Se nos ha olvidado la tumba de un amigo ...
¿Dónde
estará el buen cavador?
Aburrido
y cansado, se ha salido a la entrada de la verja. Trae ropas nuevas.
Tiene hoy un corro de amigos. Aguardan que él les cuente; le
preguntan de su oficio y le dan de fumar. Se sienta en un peldaño;
se le dobla la espalda; deja colgando sus manos de cortezas sobre sus
rodillas.
Acuden
familias de los difuntos. Nosotros le preguntamos por el amigo
muerto.
El
sepulturero se rasca el cráneo, que suena con ruido de leña.
Era
jovencito, afeitado, pálido... Y le contamos cómo era nuestro amigo
cuando vivía.
Entonces
el hombre aciago levanta los ojos y nos mira sonriendo. Nada más
conoce los cadáveres... Y nos estremecemos.
Ésa
es la misma mirada del hombre que ha pasado junto a nosotros en la
ciudad. ¡Esa mirada nos ha visto muertos!
Le
recordamos más. Ya resaltó enteramente su figura en nuestra
memoria... Fué en el entierro del olvidado... Toda la noche de su
agonía estuvo lloviendo. Y él sollozaba. Cuando espiró creíamos
que no era la lluvia, sino el silencio lo que había quedado
resonando...
Al
día siguiente, el cementerio estaba enlodado. Los cipreses aun
goteaban muy limpios, tiernos y olorosos.
El
panteón familiar era de los antiguos; roído, abandonado; los
sillares zumaban. Apareció el sepulturero. Venía despacio, con una
niña larga, amarilla; su delantal, corto, remendado; sus botas, muy
grandes. Merendaba pan moreno y longaniza.
Miró
la caja; se hurgó el quijal con un esparto verde, y dijo, pisando la
losa de la sepultura:
-Aquí
no podrá ser. Todos los vasares están, en colmo. Al último, un
viejo, lo dejamos en lo hondo sin tapiarlo.
Y
como porfiásemos, agarró las argollas de la piedra. Y al remo-verla
apareció toda la fosa inundada. Tuvimos un grito de horror ... Las
aguas habían subido el cadáver del viejo, volcándolo,
hinchándolo. Nos miraba con las órbitas vacías, quejándose de
dos muertes...
Acudieron
mujeres, mujeres-comadres de cementerio, que leen epitafios de nichos
y comentan la vida de los enterrados.
Estuvieron
contemplando el difunto ahogado. Y, luego de horro-rizarse también,
como reparasen en la niña, que merendaba aso-mada a la tumba, se
llegaron más al sepulturero. ¿Es que ya estaba buena la rapaza? ¿No
fué de las tercianas?...
Y
el hombre aciago acarició con el esparto la hundida nuca de la hija.
Sí; mejor estaba. Pero como las fiebres la dejaron canija, y en la
casa apenas quería catar alimento, pues la sacaba a divertirse. Y
desde que la traía
con él que medraba la criatura... ¡Ya la veían comer!...
La
niña miraba el cadáver hinchado de las aguas, y engullía pan y
longaniza; mucho pan; y sólo rosigaba la longaniza para que le
durase...
1910.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
No hay comentarios:
Publicar un comentario