Sigüenza
se prometió muy buena tarde. El médico le había dicho:
-¿Quiere
usted venir conmigo? Iremos a...
-Voy
donde usted vaya, donde usted me diga -cuentan que le interrumpió
Sigüenza. El otro sostuvo inmutable la palabrería del forastero, y
mirándole quietamente, reanudó:
-Iremos
a Benichembla, lugar cercano. También verá leprosos.
Cabalgaron
en sendos machos de piel fina, joyante.
Pasa
el camino entre viñares encrespados, baldíos almagreños,
rozagantes acequias y setos de zarzal.
Cuestas
livianas o pinas le fuerzan a descender lento o precipitoso por
arroyadas y barrancos de grava. En algunos se arrastra el agua panda
y lamosa. Tristes, solitarias florecen las adelfas. Chispea el sol en
las piedras, cruza un pájaro dejando caer su trino al desolado
hordo. Acaba la tarde. La franja de cielo que pasa por encima se
blanquea; después, se va apagando. Bullen los coros de las ranas.
Salen sombras de los senos y cuevas de grava y se tienden junto a las
adelfas... Las adelfas se ennegrecen y quedan solitarias; sin conocer
más que un desgarrón de la noche estrellada o de la noche blanca
de luna ...
Arriba,
el camino se entolda con ramas de añosos algarrobos y verdores de
almendro.
-¡Benichembla!
-dijo el médico, y señaló el tejadillo rojo de un campanario que
salía sobre una ensambladura de bancales oscuros, verdianos y
bañados otros de cruda lumbre, caída oblicuamente entre árboles
lujuriantes.
Benichembla,
fué la única palabra que sonó en el camino entre el médico y
Sigüenza.
Iba
éste zaguero, fijándose en su acompañante, cuyo cuerpo enjuto
blandeábase según el reposado andar de la lustrosa bestia. Una sien
del caballero cegaba como reflejo de lámina de plata.
"¿No
es insinuante este hombre -pensaba Sigüenza?. Yo no sé si su
silencio, su frialdad, el ensueño de su quieta mirada azul, el
blancor de su cabello ... componen una sencilla modalidad fisiológica
o si reflejan un sufrimiento devorador que no se vierte nunca en otra
alma para mitigarse.
'"Vive
solo, en un cuarto apaisado del hostal. Entra a casas que huelen a
humo; a ropa andrajosa, a miseria. Vuelve a hundirse en la paz de su
aposento; y de ella le arrancan labriegos que arriban de lueñas
caserías y de otros pueblos del valle, y este hombre, sin que el
enojo ni la protesta muden su gesto amargo, camina por senderos
interminables, por eriazos abrasantes. Llega a otro lugar; las casas
también huelen a humo, a pobreza. Le hablan del padecer del enfermo;
luego, la queja es de la miseria que les acaba... Y de nuevo, el
camino y campos soledosos..."
-En
la primera calle y a la derecha, verá un caso de lepra- dijo a
Sigüenza.
Desde
el margen de un bancal de esquilmeños frutales nimbados por el sol,
les vió pasar un hombre en cuyo sombrero refulgía la chapa dorada
de los guardas.
Saludóles
una moza que majaba esparto cerca de su masía. Volvióse a la casa y
gritó. A poco, se asomó una vieja.
Lejos,
un labriego que cavaba dejó hincado el azadón en la tierra, y
pantalleando sus ojos con las manos miróles largamente.
Entraron
en Benichembla.
La
calle, al principio con sol, quedaba pronto en sombra azulosa. Y como
en todos los pueblos comarcanos, vió el forastero mujeres junto a
los portales, haciendo media, tejiendo lía, peinando a rapa-zas.
Estaba
el leproso sentado en una puerta negra de moscas. Era largo y seco y
su lepra un albarazo sutilísimo que iba royéndole la carne.
Pero
no podía quejarse; habitaba en paraje céntrico y cruzaba su palabra
entre el hablar de los vecinos como un sano.
Algunos,
al pasar cerca de él, trazaban un curva.
Enfrente
hacíase un ruedo de viejos; hablaban poco; apenas se movían;
fumaban y lo miraban todo, como si todo fuera siempre nuevo para
ellos.
Observábalos
el leproso con gran curiosidad y reverencia.
La
frase calmosa de alguno, dicha entre chupadas tacañas al cigarro,
obligábale a tender y adelantar el cuerpo. Y la aspiraba con
fruición comparable a la de los serios y solemnes viejos cuando
extraían el humo deleitoso.
Sigüenza
y el médico dejaron las caballerías en una casa donde hombres y
mujeres hacían cañizos para los secaderos de uvas.
-Vamos
al ribazo -dijo uno de los lugareños que estaba en el zaguán.
Al
ribazo habían de ir ganosa o forzadamente cuantos pasaban por el
pueblo.
Llegábase
entre ruinas de casas. De los montones de cascote y piedra salían
vigas rotas, negras, podridas. Una higuera decrépita sacaba por los
escombros una mano seca y gris. Ropas humildes recién lavadas
pendían del ramaje.
La
rambla presentábase de improviso honda y atemorizante; caía el
ribazo en escarpe grietoso.
En
invierno avanzaban las aguas socavándolo. Y los trogloditas de la
escombra y los que habitaban en las casas cercanas al río, no,
dormían las noches de lluvia.
La
hermosa lluvia, que desciende fecundante como el oro de Zeus, traía
para ellos angustias y amenazas.
"¡Qué
no bastaba hambre y trabajo!"
"¡También
el temer, el no sosegar nunca!"
Y
los ojos secos, incisivos de los lugareños traspasaban los del
forastero, ansioso por salir de aquel lugar y conmovido de turbación
y vergüenza por no ser miserable y amenazado de peligro.
"ll
y a une espéce de honte d'étre heureux á la vue de certaines
miséres" -ha dicho La Bruyére.
-Mire,
mire la iglesia.
La
iglesia tiene el hastial y algunos trozos de muro enyesados de rojo.
Una albañilería modesta ha simulado con rayas de palustre ringlas
vacilantes de ladrillos.
-Todo
eso lo pagaba el pueblo, y no lo acaba porque ya se ve dónde queda
el río: a dos pasos. La iglesia caerá.
Entonces
un viejo alto y descalzo, de mirada ascética, levantó su brazo
leSoso, y clamó trágica y ominosamente:
-¡Caer,
caerá todo! ¡Y ha de venir día que no quedará piedra en
Benichembla!
-¡Quéjense,
grítenlo! -murmuró candorosamente Sigüenza.
Algunos
rieron, pero con pesar. Se miraban; movían las cabezas; cruzaban los
brazos sobre el pecbo.
-¡Si
nos hemos quejado! Pero de Madrid dicen que no hay dinero para más
obras.
Una
mujer bizca, andrajosa, salióse del grupo voceando:
-¡Todos
gandules! ¡Todos ladrones! ¡Que vengan, que pasen aquí una noche
de tormenta! ...¡Que vengan y se dejen las señoronas! ...
-Mire,
no haga caso ... es que ella es así .., a lo escandalosa...
-intercedió con Sigüenza una vecina arrugada, que hacía risita de
trotaconventos.
-¡Pero
si no es por él, tía! -rugió un mozo.
-¡Claro
que no, si yo ni siquiera vivo en Madrid!
-¿Al
señor quién le dise nada? -añadió el fatídico.
Y
la bizca, desde lejos, continuaba aullando:
-¡Todos
gandules, todos ladrones!
El
médico había entrado en una casa pequeña.
Sigüenza
esperábalo en la calle, que era estrecha, húmeda, agobiosa.
No
había nadie.
Las
paredes rezumaban verdín. Por los tejados se asomaba la torre de la
iglesia. Un pájaro negro volaba rodeándola calmosamente.
Bajaban,
de rato en rato, estridores de hierro oxidado, sonidos lamentosos que
arranca un alambre, una cuerda al ludir con alguna campana
¿No
sentís piedad por los que allí viven oyendo el chillido de un
pájaro negro anidado en la torre, ruidos de hierros viejos trabados
y maderas podridas, quejuinbres de campanas que duermen? Sí, se
siente piedad angustiosa ...
¡Si
nosotros viviésemos en esta callecita tan húmeda como un patio
hondo! -decimos. Y luego nos entristecemos y nos oprime recio temor.
-¡No,
no; nosotros no podríamos vivir allí! ...¡Oh., esos pobres que
pueden vivir allí, Sefior!
Y
decimos ¡esos pobres! fuertemente... Lo oímos como si otro lo
pronunciase a nuestro lado. ¿Quién lo habrá dicho? ¿Nosotros? ¡Si
nosotros sólo pensamos que moriríamos de tristeza en esa callecita
húmeda, agobiosa, con fachadas terreras a los extremos que ocultan
los campos!
...Penetró,
envolviendo la calle, olor intenso a leña quemada.
Sigüenza
lo aspiró gustoso. Es un olor honrado, sencillo que le regala y
suaviza el alma, que le deja en ella deseos de bien, amor a todos. Y
es olor que le hace imaginar sierngre: un campo abierto; chopos
altos, muy verdes, orillando ancha acequia de aguas limpias y
bullidoras. Frontera hay una casa grande y morena; después, el horno
blanco, rechoncho, y cerca se hacinan gavillas de sarmiento. Dos
mozas, casi igualitas, faenan en la lumbre, cuidan de la hornada. La
madre es fuerte, grande, tostada como las paredes de la casa, y las
cortezas del pan. Entra y sale, y ya tiende ropa en la rasa era, ya
friega cazuelas y barreños en la acequia. Humo blanco brota del
horno y de una chimenea encalada y sube y niebla los chopos, y se
aleja sobre sembrados verdes y llanos, donde trabaja el padre de las
mozas y el hijo mayor. Un muchacho apacienta una cordera, que mira
hacia el casal y bala suplicante. El cielo sedeflo, luminoso, sonríe
al campo, y allá, sobre los montes lejanos, sobre los bellos montes
azules, nubes albas, resplan-decientes, imitan espumas, fingen glorias
de diosas, de corceles, de, monstruos, de ángeles, con las blancas
alas tendidas.
...Y
este paisaje huele a leña de sarmiento quemada. Así de simple,
imagina Sigüenza cuando percibe ese olor.
Salió
el médico. Anduvieron poco, porque entró en otra casa de la misma
calle.
Una
procesión de hormigas ondulaba por el suelo jironado de hierba
corta, tiernecita y espesa como terciopelo.
En
el arroyo hervía más aquel senderito vivo y formaba un nudo negro.
Hormigas
cabezudas, charoladas, espaciosas; hormigas menudas, traviesas y
rojizas, empujaban el cuerpo seco de un escarabajo muerto.
Y
Sigüenza seguía con los ojos este penoso arrastre cuando advirtió
a un hombre asomado medrosamente a un portal, y que le miraba con
ahinco.
Sigüenza
le miró con fijeza inconsciente. Tenía este hombre la cabeza
grande, rasa y bermeja, con azules cambiantes de lustre de pez.
El
forastero le miraba, le miraba... y el otro se hundió en el zaguán.
Entonces,
de modo repentino, se avergonzó, se apesadumbró Sigüenza, porque
aquel hombre ... era leproso, era leproso, ¿cómo no lo comprendió
antes?
El
médico, al salir, se lo confirmó.
Se
alejaron. Abandonaban la calleja, musgosa y solitaria.
Muy
baja y rápida, pasó una golondrina. Un grito lastimero bajaba de la
torre.
Miró
Sigüenza hacia atrás; la enorme cabeza del la zarino se asomaba
temerosa, inmóvil y acechadora.
Dejaron
Benichembla cuando el sol se hundía. Nubes de grana, de oro y
cárdenas, reuníanse en el ocaso y figuraban una gruta de magia, con
estalactitas de fuego.
Estaban
solos en la tarde tranquila. Y pasaron arroyadas y barrancos
pedregosos, donde se arrastran aguas verdes entre los adelfales, que
parecen esconder vírgenes encantadas, suspirantes de tedio, llenas
de amargura, como nutridas del zumo de su arbusto.
Asomó
un rebafio.
Sonaba
bronco el cencerro del morueco. Alguna vez sobresalía la risa de una
esquila.
Quedaron
de nuevo solos los dos hombres en la tarde que moría suave y
melancólica.
Un
algarrobo, de abierto, de acuchillado tronco, anticipaba la noche
bajo el encaje negro de su fronda misteriosa. De la desenterrada
raigambre crecían renuevos valientes y lozanos.
En
el camino copleó un mozo. Cruzó; se alejó golpeando con fino
escamujo la verde orla de las acequias.
Miróle
el médico, y dijo:
-Aquí,
un padre asesinó a su hijo, mozo como aquél; pasaba cantando; el
padre le celaba subido a este algarrobo. Dejóle caer una piedra, el
hijo levantó la cabeza y recibió el tiro en los ojos.
Sigüenza
contempló de nuevo el árbol ya negro y siniestro.
El
médico murmuró:
-Dicen
unos que el padre apetecía la novia del chico; otros afirman que
mediaba el dinero.
Distante,
distante rojeaban las llamas retorcidas y bulliciosas de una
rastrojera que ardía.
Estaban
junto a una majada en ruinas; dentro negreaban espesuras de matas;
cardos y ortigas salían entre las piedras. Volaba un murciélago:
tembloroso, rápido, parecía equivocarse siempre en su vuelo.
Allí
descansaron Sigüenza y el médico.
Éste
habló del vivir de una leprosa.
"...
Era en tarde de Pascua. Iban todos a la fuente y al ejido, donde se
hacían juegos y danzas. De las más garridas doncellas, reunidas por
la fiesta, fué una jovencita que la llevaban sus padres. Mirábarila
éstos, mirábanla placenteros. Ella estrenaba vestido y delantal con
randas. Y estaba la hija apuesta.
Después
se miraban, y a socapa decíanse que aquello empezado a sufrir por la
moza no era el m al. ¡Qué había de ser el mal!
Que
viera, que viera todo el pueblo ahora si no estaba la, hija hermosa.
¡El
mal! ¡Si a julio cumplió los dieciocho!... Ellos sí emejecieron
en los meses eternos y horribles de las sospechas... ¡Ellos sí que
enfermaron, ellos! Pero la hija estaba sana y limpia... ¡Cómo podía
ser el mal!
Y
la veían ufanarse de su vestido nuevo y delantal randado.
Al
primer ruedo de bailadores que se acercó no pudo asirse. “Estaban
ya todas... Que fuese al de enfrente que había menos...”
Sí,
había menos, pero ya se bastaban.
Replicó,
instó. Y una del corro, enjuta, alta, carcomida de viruela, hízole
tal visaje, que ella se apartó. Las otras se distrajeron y no
notaron nada.
Llegóse
a un grupo, donde discreteaban con juegos de donaire y agudezas. La
miraron, pero sin hablar. Ella sintióse medrosa, desconocida, nueva,
siendo amiga de todas.
...Él,
su galán, pasó sin verla, chanceando con otras mujeres.
Lloró
de pena y de ira. Buscó a sus padres.
¿Qué
tenía? ¡Que hablara, que hablara! ¡Qué llorar aquel, Señor!
Dentro
del pecho de la hija sonaba algo como un llanto muy débil, unos
quejidos, unos quejidos... ¿Sería el corazón que lloraba fuerte?... ¡Oh, que hablara! ¡Señor, que hablara!
Y
habló. Ellos se espantaron; la madre rugió.
-¡Mujer,
mujer! ¡Qué podemos! -sollozó el viejo.
Y
un calificado vecino se les acercó y les dijo descubiertamente "que
era lepra y muy lepra lo de la chica. ¿Que no lo sabían? Empezaba
entonces..., pero ya la tenía... ¡El, conformidad".
Se
fueron de la fiesta. Su casa era pequeña; tenía una ventana
diminuta cruzada con travesaños grises. Enfrente, por unas bardas
erizadas de pedazos de vidrios, salían las verdes y pomposas ramas
de un moral.
La
calle era estrecha, retorcida y herbosa ...
En
el cuarto de la ventana vivió la doncellita quince años más, sola,
siempre sola.
...Del
cuartico a la fosa; nadie entró a verla. Ella, al morir, lo pidió.
“¡Madre
que me tape, que me tape bien!... ¡Que él no me vea!"
"¡Pero
si él se había casado y era dichoso!"
La
rastrojera humeaba blanca y espesamente.
Ya
marcharon en silencio el médico y Sigüenza.
Cerca
de Parcent, rapaces jubilosos y gritadores saltaban una hoguera alta
y crepitante... Del haz de fuego y del humo que subía retorciéndose
brotaba desgranado el oro de las chispas.
1.093.1 Miro (Gabriel) - 044
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