Un día fresco de Otoño acertó a pasar por aquel rincón
selvático un ciudadano de Roma, gran lector de las Eglogas y las Geórgicas
de Virgilio; y, como comenzase a llover, refugióse en la caverna que a su
vista se ofrecía, ignorando que estuviese habitada.
El silvano con todos los suyos tendidos sobre el verde
musgo alredor de sus escudillas y rimeros de frutas silvestres, iban a comenzar
el ejercicio masticatorio, sin mantel ni herramientas, pero con un excelente
apetito.
Conoció el virgiliano que era un intruso en aquella
rústica morada, y quiso dar media vuelat, pero el silvano brincó como cabro y,
acercándosele, lo invitó cortesmente a la mesa:
-"Vivimos aquí como manda la madre natura, y así
no le podré ofrecer más que lo producido por la tierra generosa con ayuda del
hombre: frutas, queso, pan, recién ordeñada leche, y una taza de caldo con
legumbres: este piscolabis no se parece ni en sombras con las cenas y banquetes
de Murena, pero le ofrezco cuanto tengo".
Agradeciendo con discretas razones el ofrecimiento,
tendióse el viandante sobre el flanco izquierdo en el musgo, a falta de
acubitorio, y comenzó a satisfacer su hambre. Como el caldo hervía, soplaza en
la taza antes de tomar cada sorbo, y como el aire que se colaba por el antro
era más que fresco, llevábase a menudo ambas manos a la boca para
desentumecerlas con el aliento.
"¡No me gusta esta maniobra!" pensó para sus
barbas el silvano. "Boca que sirve para lo frío lo mistno que para lo
caliente es falsa. ¡Lejos de mi hogar los hombres de dos caras!"
Y sin duda expulsara al viajero de inmediato si éste,
tomando un puñado de castañas, no hubiese eschado a romper con un discurso
gratulatorio de estómago agradecido que puede competir con el espetado por Don
Quijote a los cabreros que le dieron de cenar la noche que siguió a la feroz
batalla del Vizcaíno, o con la arenga que pronunció ante las libertados Galeotes,
y aun con el panegírico que hizo de los contrahechos pastores y fingidas
ninfas de la Arcadia
donde el Triste Figura y Rocinante, Sancho Panza y el Rucio fueron, después de
largos días de abundante bucólica y de idilios, prosaicamente topados,
revueltos y pisoteados por una manada de toros trahumantes.
El discurso del romano hizo caer de su burro, al
silvano, demostrándole que el hecho de soplar sobre los dedos para calentarlos
y sobre el potaje para enfriarlo no implica ni remotamente doblez o falsía.
1.087.1 Daimiles
(Ham) - 017
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