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lunes, 25 de marzo de 2013

El solitario, el juez y el hospitalario

Llegamos al fin de esta obra, verdadera Comedia de la vida animal, con sus cientos de actos diversos, representados en la vasta escena del universo para enseñanza del hombre.
La Escritura nos envía a la misma escuela, cuando nos muestra el pueblo de las hormigas que se abastece en el buen tiempo para el Invierno:

"Vete a la hormiga, perezozo;
Considera sus caminos y hazte sabio.
Ella no tiene ni jefe,
Ni inspector, ni aimo;
Ella prepara en el estío su comida,
Ella recoge en la siega con qué alimentarse

El ingrato, el envidioso, el vano, el ignorante, el rapaz... todos los representantes de la necedad y de la malicia huma­nas están retratados en estas "Narraciones", donde, sin blan­dir la cachiporra de Hércules, ni fulminar los rayos de Jove, ni arrojar los dardos de Diana o Artemisa, movemos guerra al vicio, oponiendo el buen sentido poco común a la sandez, la prudencia a la temeridad, la sobriedad a la glotonería, la reli­gión a la superstición, la ciencia y amor del estudio al estéril bullicio de los parleros.
Aquí se ve el ladó ridículo de quienes, siendo escuerzos quisieron ser búfalos, siendo chimangos pretendieran ser pavos reales ador-nándose con plumas ajenas, siendo asnos las echan de pumas, siendo macacos tiran a pasar por hombres, siendo mulos hablan de aristocracia, siendo ratones tienen en menos al elefante.
Truchamanes de cien seres diversos, las Musas Melpóme­ne, Talia y Clío, ornadas con los dones de Polimnia, nos han interpretado cuando dicen bajo los cielos los actores de este Drama inconcluso.

Porque hay otras cien lecciones más, en otras tantas es­cenas, que no han tenido cabida aquí. Scribendi libros nullus est finis, nos advierte el Eclesiastes: "ponerse a escribir li­bros, es cosa de nirnca acabar". Las seis Series de "Narracio­nes" bastan para mis intentos.
Los jóvenes que ahora van aumentando el acervo de sus conocimientos y, frecuentando diariamente los más puros, cas­tizos y fecundos creadores de la lengua castellana, se forjan un lenguaje y un estilo, podrían cuando les llegue la hora opor­tuna, corregir, aumentar y proseguir la tragicomedia de lo que denominaba la mujer de genio que fué santa Teresa de Jesús "la farsa mal concertada de esta vida".

Forse altri canterá con miglior plettro.

Y ahora, a la escena final.
Está sacada de la Vida de los Padres del Desierto y será como el complemento del "Sueño de un Baturro", como el Epi­logo de estas fábulas, cuentos, narraciones y apólogos.
En la ciudad de Pavía, ciudad rica y famosa de Italia, en la provincia que llaman Lombardía, vivían Francisco, Fidelio y Camilo, tres caballeros ricos y principales, y tan amigos que, por excelencia y autonomasia, eran llamados los tres ami­gos de todos los que les conocían. Eran solteros aún, mozos de una misma edad y de unas mismas costumbres; todo lo cual era bastante causa a que los tres con recíproca amistad se corres­pondiesen. Bien es verdad que Francisco era algo más incli­nado a los conciertos y saraos que Fidelio, al cual llevaban tras sí las justas del Foro, y que Camilo, que se perecía por la caza; pero cuando se ofrecía, dejaba Francisco sus tertulias para acudir al bosque, y Camilo las armas para ir a las justas forenses. Y de esta manera andaban tan a una las tres volun­tades (¡prodigio increíble!) que no había trío de cronómetros que así anduviese.
Por fin, les llegó a ellos también la hora de la sed, según expresión de Thévenin en su "Retour d'Ariel", la hora del has­tío de todas las cosas, la hora de la conversasión, la hora de la vuelta a sí mismo y a Dios, es decir, a la Realidad.
El mundo en que vivimos y actuamos es, efectivamente, el mundo de las sombras, de las apariencias fugaces, de la nada, y debe retornar al mundo de la verdad, de la vida, del Ser; así el mortal devuelve el cuerpo a la tierra de, que fué formado y entrega su espíritu a.llios que lo creó.
Como son sin número las sendas que conducen a la casa paterna, aunque todas ellas de poco bullicio, según el Evange­lio: "¡Cuán estrecha es la puerta y angosto el camino que lle­van a la Vida, y pocos son los que andan por él!" Nuestros tres amigos, siguiendo la vocación propia, tomaron senderos dis­tintos. Francisco, siguiendo las huellas del Poverello, buscó la soledad; Fidelio quiso hacer de juez árbitro y componer ami­gablemente voluntades enemistadas; Camilo abrazó el estado de enfermero desinteresado en un bien poblado Hospital.
Aliviar las dolencias corporales, asistir y confortar a los moribun-dos con nobleza de alma y compasivo corazón, es una alta caridad digna de los mayores elogios. Camilo se consagró a su santa labor sin miras ni respetos humanos, no viendo en cada enfermo sino la imagen viviente de Aquel que llevó sobre sí todas las miserias de la humanidad, excepto el pecado.
En todo tiempo han sido los enfermos lo que hoy siguen siendo: impacientes, caprichosos, egoístas y siempre prontos a la queja; frutos amargos de la misma enfermedad.
Camilo ejercitaba su paciencia, acudía a todos sin ninguna preferencia, de día y de noche, estudiaba para hacerse más útil, hurtando horas al sueño, (escribiento esto me parece ver aún al santo seglar, otrora miembro del Directorio de una Com­pañía de Vapores de Ultramar, que, con el nombre de "Her­mano Juan", tantos servicios prestó en el Asilo de Ancianos de la Recoleta, de Buenos Aires), se sacaba el pan de la boca, según la frase popular, y no escatimaba sacrificios en pro de sus inválidos y enfermos.
-"Tiene sus preferidos; a unos los atiende horas enteras y da a otros apenas cinco minutos. ¿Por qué no me hace rega­litos a mí?... Está de acuerdo con el cocinero para darle me­jor comida a sus amigos; y a nosotros, bazofia. ¡Caray con estos santos de nuevo cuño!"
Tal era la paga que recibía Camilo, no cada quincena, sino cada día.
Estas quejas y murmuraciones idiotas, este desagradeci­miento irritante, eran poca cosa al lado de los quebraderos de cabeza, embrollos inextricables, rifirrafes estupendos en que se veía metido hasta los topes Fidelio, por su cargo de concer­tador de malas voluntades. ¡Se necesita tener agallas, hígados, y no sé qué más, para entrarse por esos berengenales! Es casi como querer apartar dos perros trabados en feroz pelea, o en­contrarse encerrado en una pieza con dos gatos rabiosas, o intervenir en el pugilato de dos dementes... que lo menos que uno puede atrapar es dejar en la boca de aquéllos un buen bife con su pedazo de pantalón, etc., o sacar la cara hecha un ma­pamundi de puros arañazos, o recibir una granizada de puñe­tazos capaces de acabar con un bisonte.
-"¿Por quién nos toma ese árbitro de satanás!..." ¡Cla­ro! mi enemigo le ha untado las manos, y entonces yo no tengo razón. Pero si espera que le voy a ofrecer dinero, está más fresco que una lechuga ¡cascajo! Quien quiera ser juez árbi­tro, aprenda a guiarse por el fiel de la balanza. Tanta gazmo­ñería para salirnos luego con trampitas en el juego de los pla­tillos. ¡Menos rosarios, caramba, y un poco más de justicia!"
Era el estribillo de casi todos los clientes, que no podían ignorar, por cierto, la abnegación y el desinterés de Fidelio.
Un día, descorazonado por la insondable necedad de esos palurdos de casaca y mandil, o de levita y galera, que prefieren la muerte a dejar de pleitear, se fué al hospital de su amigo Camilo. Llegó sin avisar, y tuvo oportunidad de oír los comen­tarios de los enfermos. Las cosas se habían agravado con el inviolable silencio de Camilo ante la ingratitud de sus protegi­dos: aquello era como para taparse los oídos con algodones.
Comprendiendo entrambos amigos que sus intentos nobles habían poco menos que fracasado, resolvieron ellos también buscar la soledad y el silencio de los bosques, de las rocas abruptas, de las fuentes cristalinas al abrigo de los vientos y del sol estival. Podían hacerlo a la sazón, tenían derecho al retiro: los servicios prestados a la sociedad, durante años y en tales condiciones, los hacía acree-dores al reposo de los postre­ros días.
En el desierto se encuentran con Francisco, olvidado del mundo insano, pero no de los que en el mundo sufren, por quienes ofrece cada día a Dios súplicas y penosos sacrificios; encuéntranlo absorto más que nunca en el misterioso mundo interior que es nuestra propia alma y que la mayoría de los hombres ignora; como ignora las estupenda creaciones de la flora y fauna abisal de los mares, el corcho que flota al azar de los vientos y las corrientes. Hállanlo más que nunca sumer­gido en una vida que trasciende el mundo de la sensación, el mundo de la representación, el mundo de los conceptos distin­tos, y arrebata el espíritu hasta el Bien incomprensible, pose­sión fugaz de la Divina Esencia.
Después de confundirse los tres en una estrecho abrazo y haber dado un razonable vagar a los sentimientos y recuerdos de los años pretéritos y de la hora presente, Fidelio y Camilo piden consejo al santo solitario.
-"Pedid consejo a vosotros mismos", responde con hu­mildad y honda sabiduría Francisco. "Los antiguos habían gra­bado en el frontón del templo de Delfos: Conócete a ti mismo, y antes, la Escritura había enseñado a los hombres: "Yo lo he dicho: dioses sois, y todos hijos del Altísimo". ¿Quién me­jor que vosotros, Fidelio y Camilo carísimos, puede saber lo qué le exige el alma, el ser profundo, la esencia misteriosa de nuestro espíritu? "La tierra está desolada porque no hay quien reflexione hondamente en su corazón" lloraba Jeremías ante las ruinas de Jerusalén. Conocerse a sí mismo, es conocer a Dios; ambos conocimientos son correlativos. Dios lo ha dispues­to así, y por eso nos ordena que "volvamos al corazón". Quien se conociese tan sólo a sí, caería en la desesperación; quien sólo conociese a Dios, sería víctima de la presunción: la sínte­sis de ambos conocimientos nos salva.

"En la soledad es donde conoce el hombre su verdadero ser; la dispersión del espíritu nos hace ajenos a nosotros mis­mos, en grado mayor o menor, desde el de simple disipación hasta el de alienación.

"Nuestro ser profundo es como el espejo luciente de una agua cristalina: si la plateada fuente está agitada no nos da­rá la fiel imagen de nuestro rostro; si está combatida por los vientos que remueven el légamo del fondo y lo traen a la super­picie, ¿cómo nos veríamos en ela? El cieno se opone, como capa negra, a los destellos del líquido cristal, y anula el espejo.
"Caros amigos, dejad asentarse la resaca, y contempla­réis entonces vuestro rostro. El desierto, la soledad, el silencio, la desnudez espiritual, el recogimiento interior, la absorción en sí mismo y en Dios, la submersión en el Bien incomprensible, retorno de nuestra alma a su origen primero, la posesión de la Divinidad que a todos es ofrecida por el Amor primordial de quien proceden los espíritus, os hará contemplar "la belleza maravillosa y tan grande" de que hablaba Plotino cada vez que, olvidando el ser material, se despertaba a sí mismo y tomaba conciencia de la Deidad presente. Esa inenarrable Belleza, que cantan las Escrituras y el Universo, los Santos y los Genios; la que arroba a los Angeles y a las Almas extasió a Platón y Aris­tóteles, arrebató a san Pablo y a san Agustín, llenó de indescrip­tible júbilo el alma de millones de seres de todos los climas, de todas las edades, que cantarun en estrofas y páginas inmorta­les san Bernardo, santo Tomás de Aquino y san Buenaven­tura, santa Gertrudis, santa Angela de Foligno, el Beato Suso, el Maestro Eckart y Ruysbroeck, santa Catalina de Génova, santa Teresa de Jesús y el estupendo Poeta de la Noche Oscura del Alma, san Juan de la Cruz..."

Admirados oyeron Camilo y Fidelio las palabras ardien­tes de Francisco, y resolvieron permanecer en la soledad, Ha­bían dado sus mejores años a la vida activa, a la asistencia del prójimo; hora era de comenzar la vida contemplativa, la crea­ción de sí por sí, la más ardua y noble empresa de la humana existencia.
No faltaría quien los reemplazase en el mundo: que siem­re habrá enfermeros y abogados, y jueces de paz y agentes de policía, puesto que los hombres han de seguir enfermándose y pleitando y cometiendo barrabasadas. Tales profesiones y em­pleos no estarán nunca vacantes: la honra, el interés, cuando no la caridad pura de los Camilos, nos aseguran de ello.
Desgraciadamente, la vida exterior nos hace perder de vis­ta a nosotros mismos; el torbellino de la existencia nos arreba­ta como el viento de Otoño la hojarasca; las actividades del si­glo, aun las buenas, nos enajenan hasta trocarnos en verdade­ros títeres. Nadie lo sabe mejor que cada uno.
De los jefes supremos al último de los ciudadanos, del ma­gistrado al labriego, del académico al mozo de cordel, estamos todos sujetos a mil contrastes, al infortunio que abate, a la prosperidad que corrompe, a la dispersión del espíritu que nos ciega.
Y si los que mandan y presiden buscan algún tiempo de paz y soledad, anhelan vacar ciertos días a la vida del Espíritu, no falta un disipado, un adulón insano que les diga que eso es­taba bien para los emperadores y reyes de la Edad Media, o para un Carlos V y un Carlos Alberto de Saboya... pero que los tiempos han cambiado.
Si los tiempos cambian, las necesidades del alma son siem­pre las mismas. Sea la conclusión de esta obra, y ¡plegue a Dios que no haya sido ella inútil ni para ahora ni para el futu­ro! El autor la ofrece de corazón a niños y adolescentes sin ex­periencia, a varones y a ancianos curtidos en la lucha por la vida.
Y ahora, comprobando una vez más la verdad del aforis­mo pascaliano: qui fait l'Ange fait la Béte, el autor que, por amor de los pequeños vivió en compañía de las bestias, se vuel­ve a vivir con los solitarios, los anacoretas, los contemplativos que, negando el mundo sensible, dejando atrás el mundo de las aprehensiones distintas normales y supranormales, -se es­forzaron por vivir en el abismo de la Fe con la Noticia confusa y obscura, general y universal, simple, amorosa y pura, mística y Divina, que dice san Juan de la Cruz, donde el alma se co­noce y mejora; vida de unión en la que le absorbe la vida dis­persa; mundo eterno donde debe abismarse el mundo aparen­te...

"El que allí llega de vero,
De sí mismo desfallece;
Cuanto sabía primero
Mucho bajo le parece.
Y su ciencia tanto crece
Que se queda no sabiendo
Toda ciencia trascendiendo".
... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

¡Dios sea loado por haberle permitido escribir estas festi­vas narraciones -Oda multiforme a la Alegría- que un al­ma torturada y tempestuosa obsequia a los hombres descorazo­nados y tristes en esta edad de mortal pesadumbre, de guerras fratricidas!

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017

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