Era el estruendo del torrente parecido al que tanto
pavor infundió a Sancho Panza, y aun a Don Quijote, la noche que precedió a la
inaudita aventura de los batanes. Todos huían del agua retumbante, y nadie era
osado a pasar valle tan amenazadora.
La necesidad de poner en salvo vida y dineros, obligó
a un quidam a cruzar el torrente; guiando con mano firme el bridón lo fuerza a
bajar el ribazo; penetra entonces en la atronadora corriente y vadea el húmedo
elemento sin siquiera mojarse los estribos.
Era el torrente amigo del bullicio, saltos y
estruendo, pero sin pizca de mala intención.
Pasado el susto, prosigue el fugitivo su carrera,
queriendo poner agua y tierra entre los bandoleros y él. De pronto un ancho río
se le cruza en el camino. Las orillas, cubiertas de exhuberante vegetación, la
fina y blanca arena de su playa, el deslizamiento pausado, casi soñoliento,
silencioso de sus ondas, que hacían de toda la superficie líquida un biselado
espejo bruñido donde se retrataba el disco deslumbrador del astro rey... todo
inspiraba canfianza, y ofrecía un vado seguro y tranquilo.
Apremiado por el peligro que presiente a sus espaldas,
el viajero guía sin titubeos su caballos al agua; éste, a su vez, cansado como
está, opone instintiva resistencia. Pero el jinete confía en la mansa
corriente, espolea y castiga el noble anímal, entra en el río y, cuatro pasos
más allá, se hunden caballo y caballero en profundo remanso.
El agua los pone por siempre a cubierto de ladrones.
La sombra de la muerte los conduce a cruzar las negras
ondas de la Estigia
y del Aqueronte avaro, del Cocito, del Leteo y del Flegetón.
"Del
agua mansa líbreme Dios; de la brava me libraré yo". Lo dice la sabiduría
popular.
1.087.1 Daimiles
(Ham) - 017
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