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lunes, 25 de marzo de 2013

El torrente y el río

Bajando resonante de la sierra por el lecho pedregoso sal­taba con regocijo el agua cristalina de un torrente, haciendo espejos de trecho en trecho, y levantando cortinas de goticas donde los rayos del sol pintaban el arco-iris.
Era el estruendo del torrente parecido al que tanto pavor infundió a Sancho Panza, y aun a Don Quijote, la noche que precedió a la inaudita aventura de los batanes. Todos huían del agua retumbante, y nadie era osado a pasar valle tan amena­zadora.
La necesidad de poner en salvo vida y dineros, obligó a un quidam a cruzar el torrente; guiando con mano firme el bridón lo fuerza a bajar el ribazo; penetra entonces en la atronadora corriente y vadea el húmedo elemento sin siquiera mojarse los estribos.
Era el torrente amigo del bullicio, saltos y estruendo, pero sin pizca de mala intención.
Pasado el susto, prosigue el fugitivo su carrera, queriendo poner agua y tierra entre los bandoleros y él. De pronto un ancho río se le cruza en el camino. Las orillas, cubiertas de exhuberante vegetación, la fina y blanca arena de su playa, el deslizamiento pausado, casi soñoliento, silencioso de sus ondas, que hacían de toda la superficie líquida un biselado espejo bru­ñido donde se retrataba el disco deslumbrador del astro rey... todo inspiraba canfianza, y ofrecía un vado seguro y tranquilo.
Apremiado por el peligro que presiente a sus espaldas, el viajero guía sin titubeos su caballos al agua; éste, a su vez, cansado como está, opone instintiva resistencia. Pero el jinete confía en la mansa corriente, espolea y castiga el noble anímal, entra en el río y, cuatro pasos más allá, se hunden caballo y caballero en profundo remanso.
El agua los pone por siempre a cubierto de ladrones.
La sombra de la muerte los conduce a cruzar las negras ondas de la Estigia y del Aqueronte avaro, del Cocito, del Leteo y del Flegetón.

"Del agua mansa líbreme Dios; de la brava me libraré yo". Lo dice la sabiduría popular.

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017

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