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lunes, 25 de marzo de 2013

La cigüeña y la raposa

Erase una Zorra amarrete, quiero decir, avara, y por aña­didura, guasona. Cierta mañanita del amaranto Otoño se encon­tró con misia Cigüeña de plantón sobre un pie, harto pensativa.
-"¡Buenos días! madama", saludó la Raposa, bajando el hocico y barriendo el camino con la esponjada cola. "¿No me honraría con su presencia este mediodía? Es mi cumpleaños".
-"No faltaré, amiga, y muchas gracias por la invitación", respondió la Cigüeña. 'Conforme llegue el bebé por el expreso de Urano y acabe de entregarlo a aquella familia que está ven­dimiando, me llegaré a lo de su merced".
La Zorra llegó a sus penates, machacó algunos relieves de cocina, les alargó el pisto con agua, y se tumbó a la bartola para echar un sueñito mientras no llegaban los invitados. Cuando el silbato del horno de ladrillos señaló las doce (hora sublime, como decía un tragaldabas), llegó volando la Cigüeña; pocos instantes después entró también la Loba.
La dueña de casa había colocado en el santo suelo tres pla­tunazos como rodelas donde volcó no menos de seis litros de caldo clarete.
-"¡Afuera ceremonias, amigas! Y ¡buen apetito!", dije, la Zorra sin ironía, echándose de bruces a orillas del charco y comenzando a beber a lengüetadas, maniobra que la Loba imitó perfectamente, hasta dejar entrambas las fuentes más secas que soga de esparto, en menos tiempo que canta un zorzal.
Entre tanto la Cigüeña paseaba en vano su largo y afilado pico por aquella mar chiquita abriéndolo y cerrándolo rápida­mente con ruido peculiar, por si pescaba algún átomo; en vano, porque más desdichada que el otro, ni siquiera pudo decir:

"Galgos mis dedos cazaron
Después de andar mil leguas,
La pechuga de un conejo
En el rincón de una hortera".

En el interín, Loba y Raposa se miraban a hurtadillas y hacían esfuerzos sobrelobunos para no disparar con la carga detonante de risa que les henchía la panza. Por fin, madama Cigüeña que estaba en cuclillas, se incorporó, no sin antes fro­tar el fatigado pico en el césped, como desuellacaras que asienta su navaja, y con toda cortesía se despide de las dos guasonas.
No bien hubo levantado el vuelo la invitada, cuando éstas soltando la incontenible risa a dúo se llevaron tal contrapunto en música sincopada con acompañamiento de chufetas, donaires y picardías que me río yo de todos los tratados de armonía y composición. En un compás de espera añadió la Raposa no sé qué dislate, el cual oído por la Loba, provocó en ella tal hilaridad que la tumbó de espaldas. La del cumpleaños, que no esperaba otra cosa, se puso de un brinco a lado del fuentón de la ausente Cigüeña,y de un saque lo dejó seco y lustroso.
Como no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla, y como donde las dan las toman, y calvo vendrá que a calvo vengará, sucedió a los dos meses del chasco cigoñino que la Zorra tuvo precisión de pasar por el bañado de las zancudas. Verla misiá Cigüeña e invitarla encarecidamente a comer fué cosa de un instante. Cabalmente la Zorra traía y llevaba hambre atrasada, y de la cocina cercana venía un tufo de carne guisada que ¡vamos! era coma para abrir el apetito a un ado­quín, no que a una zorra. Cuando el horno ladrillero dió la señal del meridiano, nuestra raposa se puso en cuatro saltos a la puer­ta del consultorio. Allí la esperaban madama Cigüeña y su prima doña Grulla, quienes le introdujeron en un comedor estilo redo­ma. Veíanse en él tres alcarrazas o porrones cuellilargos repie­tos de carne picada como para albóndigas. Hacíasele agua la boca a la invitada husmeando el ambiente, y alabó sin medida a la dueña de casa por su cortesía y sus dotes de anfitrión.
Acercáronse, por fin, a la bucólica Grulla y Cigüeña co­menzando a picar dentro del cuello poroso y a tragar sin apre­suramiento. Por su parte, la Zorra se encarnizaba vanamente en introducir su hocico en la alcarraza: ni siquiera lograba atrapar los pedacitos de carne que llegaban casi al borde del alto cuello. Carcomida de despecho y saña, volvía a la carga, plantaba la nariz, la sacaba soplando, recorría con ojos que echaban lumbre el enorme porrón de arriba abajo, en busca de una entrada, pero todo fué en vano: tuvo que quedarse a diente.
Entre tanto los dos parientes habían concluido el almuer­zo y, a hurtadillas, miraban a la comadre Zorra, procurando no estallar con la risa que les retozaba en el cuerpo, de la punta del pico a la punta de los dedos.
Por fin, la hambrienta invitada abandona la partida, des­pídese cortesmente de la dueña, disimulando el hambre rabiosa, y corrida como si un pollo la hubiese burlado, sale cual una exhalación, con las orejas gachas y rabo entre piernas, no pa­rando hasta su madriguera.

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017

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