There are more things in
heav'n and earth, Horatio, than are dreamt of in your philosophy.
SHAKESPEARE,
Hamlet
La
gente se burla de las visiones y de las apariciones sobre-naturales. Sin embargo, algunas cuentan con tal
cantidad de testimonios a su favor, que el
que se niegue a creerlas se verá obligado, para mostrarse consecuente, a rechazar de plano todos los
testimonios históricos.
Lo que
garantiza la autenticidad del hecho que voy a relatar es el sumario de una causa avalado por las firmas de
cuatro testigos dignos de crédito.
Añadiré
que la predicción contenida en este sumario era conocida y citada mucho antes que unos acontecimientos
recientemente ocurridos le hayan dado,
como parece, cumplimiento.
Carlos
XI, padre del famoso Carlos XII, fue uno de los monarcas más despóticos, uno de los monarcas más
sagaces que ha tenido Suecia.
Restringió los monstruosos
poderes de la nobleza, abolió el poder del Senado
y dictó leyes emanadas de su propia autoridad; en una palabra, cambió La velada se prolongaba y el monarca, contra su costumbre, no les daba las buenas noches para indicarles con ello que había llegado el momento de retirarse. Con la cabeza inclinada y la mirada fija en el fuego, Carlos XI guardaba profundo silencio, fastidiado por la compañía de los dos hombres, pero al mismo tiempo temiendo, sin saber por qué, el quedarse solo. El conde Brahé se daba cuenta de que su presencia no resultaba demasiado agradable, y había expresado varias veces el temor de que Su Majestad necesitara reposar, pero un gesto del rey le había mantenido en su puesto.
Baumgarten fue a despertarle y le ordenó en nombre del rey, que abriera inmediatamente el salón de los Estados. El hombre mostró una gran sorpresa ante aquella inesperada orden; se vistió a toda prisa y fue a reunirse con el rey llevando su manojo de llaves. En primer lugar abrió la puerta de una galería que servía de antecámara o de su salida excusada al salón de los Estados. El rey entró; pero... ¡cuál no sería su sorpresa al ver las paredes enteramente recubiertas por cortinajes negros!
El rey andando con paso rápido, había recorrido ya más de dos tercios de la galería. El conde y el conserje lo seguían de cerca; el médico Baumgarten, más atrás, luchaba entre el temor de quedarse solo y el de exponerse a las consecuencias de una aventura cuyos inicios no presagiaban nada bueno.
Acababa
de perder a su esposa Ulrique Eléonore. Aunque se dice que dureza con que
trataba a la princesa provocó su temprana muerte, la apreciaba, y su fallecimiento le
afectó mucho más de lo que podía esperarse
de un corazón tan seco como el suyo. A partir de aquel acontecimiento, se mostró más sombrío
y taciturno que nunca, y se entregó al
trabajo con un encarnizamiento que revelaba una imperiosa necesidad de apartar de su mente las ideas penosas.
Al
atardecer de un día de otoño, Carlos XI estaba sentado, con una bata y zapatillas, ante un gran fuego
encendido en su gabinete del palacio de Estocolmo.
Tenía junto a él a su chambelán, el conde Brahé, al cual honraba con su confianza, y al médico
Baumgarten, quien, dicho sea de paso,
se vanagloriaba de ser un "espíritu fuerte" y aceptaba que se dudara de todo, excepto de la Medicina. Aquel
día, el rey le había llamado para consultarle
acerca de una leve indisposición.
A su
vez, el médico habló de lo perjudiciales para la salud que eran velas
prolongadas; pero Carlos le replicó entre dientes:
-Quedaos,
no siento aún el deseo de acostarme.
Entonces
se iniciaron distintos temas de conversación que quedaron agotados a la segunda o tercera frase.
Parecía evidente que el rey se hallaba
en uno de sus estados de ánimo sombrío y, en tal circunstancia, la posición de un cortesano era muy
delicada. El conde Brahé, sospechando que la
tristeza del rey tenía por causa el pesar por la muerte de su esposa, contempló durante algún tiempo el
retrato de la reina colgado de una de las
paredes del gabinete y luego murmuró, con un hondo suspiro:
-¡Qué
parecido el de ese retrato! Es su misma expresión majestuosa y dulce a la vez...
-¡Bah!
-replicó el rey, que creía oír un reproche cada vez que se pronunciaba en su presencia el nombre
de la reina. ¡Es un retrato muy adulador!
La reina era muy fea.
Luego,
interiormente avergonzado de su dureza, se puso de pie y dio unos pasos por la habitación para ocultar
una emoción que encendía de rubor sus mejillas.
Y se detuvo ante la ventana que se abría sobre el patio. Era una noche oscura y la luna se hallaba en
su primer creciente.
El
palacio donde residen actualmente los reyes de Suecia no estaba terminado y Carlos XI, que lo había
empezado, habitaba el antiguo palacio situado
en la punta del Ritterholm que mira hacia el lago Moeler. Se trata de un gran edificio en forma de
herradura. El gabinete del rey se hallaba en
uno de los extremos, y casi enfrente se abría el gran salón donde se reunían los Estados cuando tenían que
recibir algún comunicado de la corona.
Las
ventanas del salón parecían iluminadas en aquel momento por una viva claridad. Al rey no dejó de intrigarle
aquel hecho. De momento, pensó que la
luz era el reflejo de la antorcha de algún criado. Pero ¿qué tendría que hacer a aquellas horas en un salón
que no había sido abierto desde hacia
mucho tiempo? Además, la claridad era demasiado intensa para proceder de una sola antorcha. Hubiera
podido atribuirse a un incendio; pero
no se veía ni rastro de humo, los cristales no estaban rotos y no se oía el menor ruido; se trataba
indudablemente de una iluminación.
Carlos
contempló las ventanas en silencio durante algún tiempo. El conde Brahé, alargando la mano hacia el
cordón de una campanilla, se disponía a llamar
a un paje para enviarle a averiguar las causas de aquella extraña claridad, pero el rey le detuvo.
-Voy a
ir yo mismo a enterarme de lo que pasa en el salón -dijo.
Al
acabar de pronunciar estas palabras, palideció intensamente y su rostro expresó una especie de terror
religioso. No obstante, salió del gabinete con paso firme. El chambelán y
el médico le siguieron, portando una vela encendida.
El
conserje, que estaba a cargo de las llaves, se había ya acostado.
-¿Quién
ha dado la orden de tapizar estas paredes de negro? - preguntó, en tono colérico.
-Nadie,
que yo sepa -respondió el conserje, temblando. La última vez que mandé barrer la galería estaba
como siempre... Y, desde luego esos cortinajes
no proceden del guardamuebles de Su Majestad.
-¡No
vayáis más lejos, señor! -gritó el conserje. Ese lugar está embrujado. A esta hora... y desde que
murió la reina, vuestra graciosa esposa...
se dice que pasea por esta galería... ¡Dios nos proteja!
-¡Deteneos,
señor! -gritó el conde a su vez. ¿No oís un ruido que procede del salón de
los Estados? ¡Quién sabe a qué peligros se expone Vuestra Majestad!
-¡Señor!
-dijo Baumgarten, a quien un soplo de viento acababa de apagar la vela, permitidme al menos que vaya
a buscar a una veintena de nuestros
alabarderos.
-Entremos
-dijo el rey, con voz firme, deteniéndose ante la puerta del gran salón. Y
tú, conserje, abre inmediatamente esta puerta.
La
golpeó con el pie, y el ruido, multiplicado por el eco de las bóvedas, resonó en la galería como un cañonazo.
El
conserje temblaba de tal modo que su llave se negaba a entrar en la cerradura.
-¡Un
viejo soldado que tiembla! -dijo Carlos, alzando desdeñosa-mente los hombros. Vamos conde, abridnos esta
puerta.
-Señor
-respondió el conde, retrocediendo un paso, si Vuestra Majestad me ordena lanzarme contra un cañón
alemán o danés obedeceré sin vacilar; pero
ahora me estáis pidiendo que desafíe al infierno...
El rey
arrancó la llave de manos del conserje.
-Ya
veo -dijo en tono de desprecio- que esto me concierne a mi solo.
Y
antes de que sus acompañantes pudieran impedirlo, abrió la pesada puerta de encina y penetró en el salón,
diciendo: "¡Con la ayuda de Dios!" Sus tres acólitos, impulsados por la
curiosidad, más fuerte que el miedo, y tal
vez avergonzados de abandonar a su rey, entraron con él.
El
gran salón estaba iluminado por una infinidad de antorchas. Los antiguos tapices habían sido
sustituidos por cortinajes negros. A lo largo de
las paredes veíanse, como de costumbre, banderas alemanas, danesas o moscovitas, trofeos de los soldados al
rey Gustavo Adolfo. En medio de aquellas
enseñas podían verse banderas suecas, cubiertas con crespones funerarios.
Una
inmensa multitud se apiñaba en los bancos. Las cuatro del Estado ocupaban sus respectivos lugares.
Todos iban vestidos de negro, y aquella multitud
de rostros humanos, que parecía luminosos sobre un fondo sombrío, cegaban hasta tal punto los ojos que,
de los cuatro testigos de aquella extraordinaria
escena, ninguno pudo ver una sola cara conocida. Les ocurría lo mismo que a un actor que se
enfrenta con un público numeroso y no
ve más que una masa confusa, en la cual sus ojos no pueden distinguir a un solo individuo.
Sobre
el elevado trono que solía ocupar el rey para arengar a los reunidos en el salón, los cuatro recién
llegados vieron un cadáver sangriento, revestido
con las insignias de la realeza.
A su
derecha, un niño, de pie y coronado,
sostenía un cetro en la mano; a su izquierda, un hombre de edad madura, o, mejor dicho, otro fantasma,
se apoyaba en el trono. Iba revestido
con el manto de ceremonia que llevaban los antiguos Administradores de Suecia, antes de
que Gustavo Vasa hiciera de ella un reino.
Enfrente del trono, varios personajes de continente grave y austero, revestidos de largas togas
negras, y que ante una mesa sobre la cual
veíanse algunos libros y pergaminos. Entre el trono y los bancos ocupados por la multitud había un tajo
cubierto con un crespón negro y un hacha
apoyada en él.
Nadie
en aquella reunión sobrehumana, pareció darse cuenta de la presencia de Carlos y de las tres personas que
lo acompañaban. Al entrar, los cuatro hombres
no oyeron más que un confuso murmullo, en medio del cual el oído no podía captar ninguna palabra
articulada; luego, el más anciano de los jueces
de toga negra, el que parecía ejercer las funciones de presidente, se puso de pie y golpeó tres veces con
la mano sobre un libro abierto ante él.
Inmediatamente se hizo un silencio profundo. Algunos jóvenes de buen aspecto, ricamente ataviados, con las
manos atadas detrás de la espalda, entraron
en el salón por una puerta opuesta a la que acababa de abrir Carlos.
Andaban con la cabeza alta y la mirada serena. Detrás de ellos un hombre robusto, revestido con un jubón
de cuero, sostenía el extremo de las
cuerdas que ataban las manos de los jóvenes. El que precedía la marcha y que parecía ser el más importante de
los prisioneros, se detuvo en medio del
salón, ante el tajo, al cual dirigió una mirada de supremo desdén. Al mismo tiempo, el cadáver pareció
temblar con un movimiento convulsivo, y una
sangre roja y fresca manó de su herida. El joven se arrodilló y tendió la
cabeza; el hacha brilló en el aire y cayó inmediatamente. Un arroyo de sangre se derramó sobre el estrado y
se confundió con la sangre del cadáver;
y la cabeza, botando varias veces sobre el pavimento enrojecido, rodó hasta los pies de Carlos,
tiñéndolos de sangre.
Hasta
aquel momento, la sorpresa lo había dejado mudo; pero a la vista de aquel horrible espectáculo, recobró el
uso de la palabra. Dio un paso hacia
el estrado y, dirigiéndose al hombre revestido con el manto de Administrador, pronunció la conocida
fórmula:
-Si
eres de Dios, habla; si eres del Otro, déjanos en paz.
El
fantasma le respondió lentamente y en tono solemne:
-¡Rey
Carlos! Esa sangre no manará bajo tu reinado... -la voz se hizo aquí menos audible, sino cinco reinados
después. ¡Desdicha, desdicha, desdicha a
la sangre de Vasa!
A
continuación, las formas de los numerosos personajes de aquella asombrosa multitud empezaron a hacerse
menos precisas y no parecieron ya más
que sombras coloreadas, para desaparecer casi inmediatamente; las fantásticas antorchas se apagaron, y
las de Carlos y su séquito solo alumbraron
a partir de aquel momento los antiguos tapices, ligeramente agitados por el viento. Se oyó aún,
durante algún tiempo, un sonido bastante
melodioso, que uno de los testigos comparó con el murmullo del viento entre las hojas de los árboles
y otro afirmó que le había recordado el
sonido que producen las cuerdas del arpa en el instante de templar el instrumento. Todos se mostraron de
acuerdo en lo que respecta a la aparición,
la cual opinaron cuanto había durado fue de unos diez minutos.
Los
cortinajes negros, la cabeza cortada, los charcos de sangre que teñían el pavimento, todo había desaparecido
con los fantasmas; únicamente la zapatilla
de Carlos conservó una mancha de color rojo, la cual hubiera bastado por si sola para recordarle
las escenas de aquella noche, si no hubiesen
estado demasiado bien grabadas en su memoria.
Cuando
estuvo de regreso en su gabinete, el rey mandó escribir el relato de lo que había visto, lo hizo firmar
por sus compañeros y lo firmó también
él. Aunque se adoptaron las naturales precauciones para evitar que se hiciera público el contenido de
aquel documento, no tardó en ser conocido, incluso por algunos
contemporáneos de Carlos XI; el documento existe
todavía y, hasta el momento presente, nadie ha dudado de su autenticidad. El final es muy notable:
"Y
si lo que acabo de relatar -dice el rey- no es la verdad exacta, renuncio a toda esperanza de una vida
mejor, la cual puedo haber merecido por
algunas buenas acciones y especialmente por mi constante preocupación por procurar la felicidad de mi pueblo
y por defender la religión de mis antepasados."
Ahora,
si recordamos la muerte de Gustavo III y el juicio contra Ankarstroem, su asesino, encontraremos
más de una relación entre esos acontecimientos
y las circunstancias de aquella extraña profecía.
El
joven decapitado en presencia de los Estados podría ser Ankarstroem. El cadáver coronado, Gustavo III. El
niño, su hijo y sucesor, Gustavo Adolfo IV.
Finalmente el anciano sería el duque de Sudermanie, tío de Gustavo IV.
Este
fue el regente del reino, y, tras la deposición de su sobrino, coronado rey.
1.078. Merimee (Prospero),
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