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lunes, 25 de marzo de 2013

Las gabelas del rinoceronte

Aquel paquidermo que tuvo sus dimes y diretes con maese Proboscideo acerca de preeminencias, según puede verse en la narración "Elefante versus Rinoceronte", logró finalmente sa­lirse con la suya y, para confirmar y corroborar su primacía, resolvió publicar un edicto imponiendo a todos los bichos de la India un tributo. El articulado del documento oficial era más bien rígido, así que nadie se llamó a engaño. Cada animal deja su guarida y una gran asamblea se congrega en el desierto de Jaipur. No diré que se igualase con la magna convención de la Cuchilla Grande ante el Padre Noé, cuando el sonado asunto de las Alforjas, pero la muchedumbre fué impresionante. Los diputados, delegados, concejales y otros entes, balaron, mugie­ron, silbaron, gruñeron, croaron en grande; soltaron bramidos, rebuznos, bufidos, relinchos; se dieron a resoplar, chillar, be­rrear, aullar, roznar y tascar el freno; mayaron gatos, ronro­nearon tigres, gañeron zorros, jadearon galgos, barritaron pro­boscídeos. El pavo glugutó, cacareó la gallina, mientras el pato parpaba respondiendo a los cúcurucues de un gallo archiviejo; trisaron golondrinas, y cuervos croaran en contrapunto con halcones y milanos, que piulaban al oír los chucheos de la le­chuza y los chacharreos de la urraca; graznaba el buitre, y el alcaraván zancudo bufaba... de súbito ululó el buho, gruyó la cigüeña, la tórtola arrulló, zureó la paloma y pió el pollo. La pantera himplaba, chirriaba el grillo, rebufaba el toro, el ra­tón musitaba y castañeteaba el mono ante un jabalí que rebu­diaba; oyéronse lechanes guañendo, silbos de sierpse, osos ne­gros y pardos que gruñían sordamente, y hasta baladros se oyeron, lanzados por monstruos desconocidos.
Al cabo de siete horas de sinfonía superpolifónica, que por poco no acabó a farolazos al llegar la noche, se logró mayoría para el envío de la gabela y de la comisión de vasallaje. Por unanimidad, fué designado el loro como orador oficial, y el mico como jefe de protocolo y maestro de ceremonias a seguir­se en la diplomática expedición. Recibieron ambos sendos escri­tos para que no fueran a decir sino lo que la asamblea quería que se dijese.
Faltaba ahora el rabo por desollar: ¿qué llevarían como tributo? ¿Pieles, colmillos, plumas, forraje, fruta en cantidad? ¡Ahí estaba el diablo del busilis! Porque, cabalmente, el Rino­ceronte en su edicto decía de modo categórico: "Y ¡nos manda­mos, prescribimos y ordenamos, que nadie sea osado a traernos otra cosa que no sea dinero sonante y contante, y en su defecto, oro veinticuatro quilates, al natural". (Es evidente que el tipo trabajaba en sociedad con los ingleses).
Afortunadamente, un Rajá que ya conocemos (aquel que protegía al Mercachifle) tenía por jefe a un príncipe poseedor de varias minas de oro, quien suministró todo el metal necesario en pepitas y acuñado: un cargamento.
Ofreciéranse a transportar la gabela el caballo y el asno, el dromedario y el mulo. Listo ya el flete, lista la caravana, listos los personajes de la embajada, dió la señal de romper la marcha el mono, desde la jiba del dromedario.
Al tercer día de viaje se dan de manos a boca con el tigre bengala que (y esto después se supo, sólo que sería historia muy larga de contar) les había ganado la delantera por cami­nos de atajo. Poco faltó que no soltase una feroz maldición el mono presidente, pero haciendo a mal tiempo buena cara.
"¿Adónde bueno camina vuecencia, mi señor Tigre?", preguntó, dando a su espinazo la figura de ojiva.
-"Ya lo ves, al palacio real, con mi tributo. Suerte grande ha sido encontrarme con la honorable embajada. ¡Feliz casua­lidad! Llevamos la misma derrota, y me hago un deber de am­parar vuestro tesoro cantra cualquiera. Sólo pido que este mi paquete de metálico sea llevado entre los cuatro cargueros...".
Así se hizo. ¿Quién osaría darle portazo al trigre bengala" Se comió y bebió dignamente, ya que el erario público pagaba el viático, y fué reanudada la marcha.
Llegaron el siguiente día al confín del bosque de baobabs que cruzaban y dieron en dilatados pastizales en flor, regados por múltiples arroyos, poblados de lanares, vacunos, antílopes y gacelas. Al tigre se le hizo agua la boca y decidió no pasar más allá ni dilatar por más tiempo el golpe que fraguaba.
-"Proseguid, caros amigos, vuestro camino sin perder tiempo, y llevad al emperador la embajada y el tributo; porque yo, mísero, me siento atacado de pericarditis, y deberé buscar verbena o cedrón u otra hierba medicinal, y entregarme unos días al reposo. Devolvedme mi dinero, que me podría hacer falta".
El mono se ejecuta, castañeteando para su coleto cien mal­diciones al ladrón, y manda abrir los cofres.
Como si de súbito hubiese mejorado, el Tigre con una ale­gría que le reventaba por la acelerada piel, va de uno a otro mueble maullando con ronroneos:
-"¡Cuántos vástagos han producido mis monedas, por Kali! Mirad cómo crecen y crecen: hay miles de ellos que son casi tan grandes como sus madres ¡por Visnú! Todo esto me pertenece, es claro. Basta hojear un Tratado de Minas y Can­teras". Y menudeando zarpazos deja poco menos que vacíos los cofres.
El presidente y los miembros de la embajada se miran atarugados, pero ninguno se atreve a protestar; los mismos cargueros se escandalizan del poco peso de la restante carga, pero. ¿quiénes eran ellos para discutir con el bengala! Así que todos reanudaron, mohinos y silenciosos, la marcha.
Llegan, refieren los hechos al Leopardo ya la Pantera ne­gra, secretario uno y dactilógrafa la otra del emperador, mas nadie se da por aludido.
¿Qué iban a hacer ¡caramba! los felinos contra el Tigre bengala? Como dice el refrán: "De corsario y corsario sólo se ganan los barriles de agua". No vale la pena armar camorra para empatar.

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017








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