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domingo, 24 de marzo de 2013

El poeta y los dióscuros

En una de las Olimpíadas efectuadas en Atenas veinti­séis siglos atrás, un desconocido atleta ganó el premio de pu­gilato.
Naturalmente, su padre que era vendedor de patatas, qui­so que el asunto se pusiese en verso, a perpenan rei de memo­ria, como decía la posadera aquella del asombroso "Diálogo de los Perros" de Cervantes. Y no buscó un milonguero adocena­do para ello, como hoy se estila, sino que se fué derecho a Si­mónides (556-467 a. J. C.) uno de los más fecundos y patéti­cos poetas líricos de Grecia.
Nuestro vate comienza por espigar datos biográficos, tan­to del boxeador como de su familia y de sus parientes: eran todos unos gatos.
¿Qué hacer? La inspiración no venía ni con vino añejó de Chipre ante un cuadro o un árbol genealógico tan desnudo co­mo el atleta en el estrada recibiendo y propinando puñetazos capaces de poner panza arriba a un bisonte. Por fin, haciendo como los oradores que "se agarran" del Diluvio, de los muros de Jericó, de las Invasiones de los Bárbaros, de los terrores del año Mil, del descubrimiento de América, y de otros tópicos muy nuevos, cuando no saben cómo salir a flote en una polé­mica sobre la conveniencia de usar sandalias en verano, o de masticar arvejas en vez de patatas.
Simónides, pues, comenzó por describir la facha del peso pesado (120 kgs), facha de búfalo, por más que el poeta nos diga que era un Apolo; sus biceps, su esternón y su espinazo formidables (cosa no inverosímil en quien acarreaba bolsas de papas), en fin, su puñetazo fulminante, que bien a la vista es­taba. Y no había más que decir del peso pesado del héroe de Grecia.
Pero ¿cómo cobrar el talento (mil pesos oro) prometida por el minotauro de la Oda con tan breve panegírico? Simó­nides se sale entonces por la tangente y, sin hablar de bueyes perdidos, o del mal tiempo propiamente dicho, recurso dema­siado socorrido, mediante una simple maniobra de aguja en­carrila su tren por los dominios de Cástor y Pólux. Llegada aquí, ya no corre, sino vuela, la pluma del poeta, poniendo por las nubes, o mejor dicho, por las estrellas, en la constelación de Géminis, a entrambos hermanos, refiriendo sus combates y victorias en épicas narraciones, nombrando los lugares donde más habían brillado, y señalándolos como dechados de todo buen atleta. En esta forma las estrofas de la Oda se vieron triplicadas.
Satisfecho el vate, carga con el rollo o pergamino, o con las tabletas de su poema, y se va tarareando al corralón de las patatas. Por supuesto que ni el padre, ni el hijo, ni toda la parentela junta hubieran descubierto el relleno, pero no faltó un buey corneta que se lo señalase al pugilista, explicándole que la Oda tenía más ripio que el camino de Atenas a Co­rinto.
-"¡Por Hércules!" bramó el bisonte, "¡quiere decir enton­ces que ese milonguero me quiere estafar! ¿con estafas a mí? ¡Vaaamos, hombre! Ahora verá ese mamón de las Musas quien es Heptaké-fale..."
Y sin duda, el bárbaro no titubeara en buscar a Simóni­des para decapitarlo de un puñetazo.
Pero el procurador lego (tenía que ser uno de ellos) lo calmó, explicándole en qué forma debía proceder. Efectiva­mente, cuando volvió el poeta para recibir el talento, el Siete­cabezas le entregó el tercio de lo prometido, diciéndole más serio que un toro:
-"Lo que falta, se lo cobra usted a los Dióscuros. Ven­ga mi recibo". Luego, con una sonrisa de búfalo:
"Lo espero esta noche a cenar; no falte, que estará en excelente compañía. Son todos parientes y amigos míos. Hasta luego".
Simónides prometió asistir al banquete. ¿Quién es el va­liente que osa desairar a un peso pesado?
La comida fué como de vendedores de patatas al por ma­yor y atletas: reses enteras asadas, ollas como tinajas de pa­pas cón piel y todo, buñuelos por centenares, ajo y cebollas por ristras, tomates crudos por canastas... y vino campeche por bordalesas.
De más de cuatro docenas de invitados pudo decirse con sobra de verdad aquello de Moratín:

"Ayer convidé a Torcuato;
Comió sopas y puchero,
Media pierna de carnero,
Dos gazapillos y un pato.
Doyle vino y respondió:
"Tomadlo por vuestra vida,
Que hasta mitad de comida
No acostumbro a beber yo".

La comilona había seguido el ritmo clásico: magnum si­lentium (silencio absoluto); rumor dentium (ruido de carreti­llas o quijadas); clamor gentium (bramar de gentes); ibant qui póterant (se levantaban y marchaban quienes podían... ) Ca­balmente cuando se iba a cumplir el cuarto punto, héte aquí que uno de los mozos advierte a Simónides que dos hombres aguardan a la puerta de casa y desean verle inmediatamente. Dando gracias a Dios, levántase de la mesa el poeta y acude presuroso: se encuentra con entrambos Gemelos de su Oda quienes le agradecen las bellas estrofas, y en pago de ellas le dicen que abandone inmediatamente el local, pues esa misma noche va a derrumbarse.
Mientras los otros se atascan, brindan, braman, el poeta, por las dudas, se va a tomar un poco de aire. De súbito un crugido siniestro, una pilastra que cede, el techo que se de­rrumba con estrépito cubriendo mesa y vajilla, convidados y mozos.
Cada uno puede imaginarse la escena.
Por fortuna, no hubo muertos; los peores librados fueron Hesta-kéfale que tuvo ambas piernas quebradas, y el procura­dor lego que perdió las dos orejas.

Desde ese día no se daba manos Simónides a escribir toda clase de odas, baladas, epitalamios, pues los pedidos llovían; y nadie le regateó lo convenido, escarmentando en cabeza o en siete cabezas ajenas. ¿Quién osaría gastar bromas con el amado de los semi-dioses, con el niño mimado de las Musas, exponiéndose de consuno a los rayos del Olimpo y del Parnaso!

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017

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