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lunes, 25 de marzo de 2013

El pájaro azul

París es teatro divertido y terrible. Entre los con currentes al café Plombier, buenos y decidi­dos muchachos -pintores, escultores, escritores, poetas; sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soña­dor que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.
En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Delacroix, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro Pájaro azul.
El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.
Ello no fue un simple capricho. Aquel excelen­te muchacho tenía el vino triste. Cuando le pre­guntábamos por qué, cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, y nos respondía sonriendo con cierta amargura:
-Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro; por consiguiente...

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.
De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Niní, su vecina, una mucha­cha fresca y rosada, que tenía los ojos muy azules.
Los versos eran para nosotros. Nosotros los leí­amos y los aplau-díamos. Todos teníamos una ala­banza para Garcln. Era un ingenio que debía bri­llar. El tiempo vendría. ¡Oh, el pájaro azul volaría muy alto! ¡Bravo! ¡Bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

Principios de Garcín:
De las flores, las lindas campánulas.
Entre las piedras preciosas, el zafiro.
De las inmensidades, el cielo y el amor; es decir,
las pupilas de Niní.

Y repetía el poeta: Creo que siempre es preferi­ble la neurosis a la estupidez.

A veces Garcín estaba más triste que de costumbre.
Andaba por los bulevares; veía pasar indiferente los lujosos carruajes, los elegantes, las hermosas mujeres. Frente al escaparate de un joyero sonreía; pero cuando pasaba cerca de un almacén de libros, se llegaba a las vidrieras, husmeaba y, al ver las lujosas ediciones, se declaraba decididamente envidioso, arrugaba la frente; para desahogarse, volvía el rostro hacia el cielo y suspiraba. Corría al café en busca de nosotros, conmovido, exaltado, pedía su vaso de ajenjo, y nos decía:
-Sí, dentro de la jaula de mi cerebro está preso un pájaro azul que quiere su libertad...

Hubo algunos que llegaron a creer en un descala­bro de razón.
Un alienista a quien se le dio la noticia de lo que pasaba calificó el caso como una monomanía especial. Sus estudios patológicos no dejaban lugar a duda.
Decididamente el desgraciado Garcín estaba loco.
Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una carta que decía lo siguiente, poco más o menos:
«Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou. Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de tonterías, tendrás mi dinero.»
Esta carta se leyó en el café Plombier.
-¿Y te irás?
-¿No te irás?
-¿Aceptas?
-¿Desdeñas?
¡Bravo Garcín! Rompió la carta, y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas, que acababan, si mal no recuerdo:

¡Sí, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del pájaro azul!

Desde entonces Garcln cambió de carácter, se volvió charlador, se dio un baño de alegría, com­pró levita nueva y comenzó un poema en tercetos, titulado, pues es claro: «El pájaro azul».
Cada noche se leía en nuestra tertulia algo nuevo de la obra. Aquello era excelente, sublime, disparatado.
Allí había un cielo muy hermoso, una campiña muy fresca, países brotados como por la magia del pincel de Corot, rostros de niños asomados entre flores, los ojos de Ninf húmedos y grandes; y por añadidura, el buen Dios que envía volando, volan­do, sobre todo aquello, un pájaro azul que, sin saber cómo ni cuándo, anida dentro del cerebro del poeta, en donde queda aprisionado. Cuando el pájaro quie­re volar y abre las alas y se da contra las paredes del cráneo, se alzan los ojos al cielo, se arruga la frente y se bebe ajenjo con poca agua, fumando además, por remate, un cigarrillo de papel.
He ahí el poema.
Una noche llegó Garcín riendo mucho y, sin embargo, muy triste.
La bella vecina había sido conducida al cemen­terio.
-¡Una noticia! ¡Una noticia! Canto último de mi poema. Ninf ha muerto. Viene la primavera y Niní se va. Ahorro de violetas para la campiña. Ahora falta el epílogo del poema. Los editores no se dignan siquiera leer mis versos. Vosotros muy pronto tendréis que dispersaros. Ley del tiempo. El epílogo debe de titularse así: «De cómo el pája­ro azul alza el vuelo al cielo azul».

¡Plena primavera! ¡Los árboles florecidos, las nubes rosadas en el alba y pálidas por la tarde; el aire suave que mueve las hojas y hace aletear las cintas de paja con especial ruido! Garcín no ha ido al campo.
Hele ahí, viene con traje nuevo, a nuestro amado café Plombier, pálido, con una sonrisa triste.
-¡Amigos míos, un abrazo! Abrazadme todos, as[, fuerte; decidme adiós, con todo el corazón, con toda el alma... El pájaro azul vuela...
Y el pobre Garcín lloró, nos estrechó, nos apre­tó las manos con todas sus fuerzas y se fue.
Todos dijimos:
-Garcín, el hijo pródigo, busca a su padre, el viejo normando. ¡Musas, adiós; adiós, gracias! ¡Nues­tro poeta se decide a medir trapos! ¡Eh! ¡Una copa por Garcín!
Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguien­te todos los parroquianos del café Plombier, que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destarta­lado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangren­tadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral... ¡Horrible!
Cuando, repuestos de la impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontra­mos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras:

Hoy, en plena primavera, dejo abierta la puerta de la jaula al pájaro azul.

¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!

1.073. Dario (Ruben), 


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