Ayer vagué por el país
azul. Canté a una niña; visité a un artista; oré, oré como un creyente en un
templo, yo el escéptico; y yo, yo mismo, he visto a un ángel rosado que desde
su altar lleno de oro, me saludaba con las alas. Por último, ¡una aventura!
Vamos por partes.
¡Canté a una niña!
La niña era rubia, esto
es, dulce. Tú sabes que la cabellera de mis hadas es áurea, que amo el amarillo
brillante de las auroras, y que ojos azules y labios sonrosados tienen en mi
lira dos cuerdas. Luego, su inocencia. Tenía una sonrisa castísima y bella, un
encanto inmenso. Imagínate una vestal impúber, toda radiante de candidez, con
sangre virginal que le convierte en rosas las mejillas.
Hablaba como quien
arrulla, y su acento de niña, a veces melan-cólico y tristemente suave, tenía
blandos y divinos ritornelos. Si se tornase flor, la buscaría entre los lirios;
y entre éstos elegiría el que tuviera dorados los pétalos, o el cáliz azul.
Cuando la vi, hablaba con un ave; y como que el ave le comprendía, porque
tendía el ala y abría el pico, cual si quisiera beber la voz armónica. Canté a
esa niña.
Visité a un artista, a un
gran artista que, como Mirón su discóbolo, ha creado su jugador de chueca[1].
Al penetrar en el taller de este escultor, parecíame vivir la vida antigua; y
recibía, como murmurada por labios de mármol, una salutación en la áurea lengua
jónica que hablan las diosas de brazos desnudos y de pechos erectos.
En las paredes reían con
su risa muda las máscaras, y se destacaban los relieves, los medallones con
cabezas de serenos ojos sin pupilas, los frisos cincelados, imitaciones de
Fidias, hasta con los descascaramientos que son como el roce de los siglos, las
metopas donde blanden los centauros musculosos sus lanzas; y los espon-jados y
curvos acantos, en pulidos capiteles de columnas corintias. Luego, por todas
partes estatuas; el desnudo olímpico de la Venus de Milo y el desnudo sensual de la de
Médicis, carnoso y decadente; figuras escultóricas brotadas al soplo de las
grandes inspiraciones; unas soberbias, acabadas, líricamente erguidas como en
una apoteosis, otras modeladas en la greda húmeda, o cubiertas de paños mojados,
o ya en el bloque desbastado, en su forma primera, tosca y enigmática; o en el
eterno bronce de carne morena, como hechas para la inmortalidad y animadas por
una llama de gloria. El escultor estaba allí, entre todo aquello, augusto,
creador, con el orgullo de su traje lleno de yeso y de sus dedos que amasaban
el barro. Al estrechar su mano, estaba yo tan orgulloso como si me tocase un
semidiós.
El escultor es un poeta
que hace un poema de una roca. Su verso chorrea en el horno, lava encendida, o
surge inmaculado en el bloque de venas azulejas, que se arranca de la mina.
De una cantera evoca y
crea cien dioses. Y con su cincel destroza las angulosidades de la piedra
bronca y forma el seno de Afrodita o el torso del padre Apolo. Al salir del
taller, parecióme que abandonaba un templo.
Noche. Vagando al azar,
di conmigo en una iglesia. Entré con desparpajo; mas desde el quicio ya tenía
el sombrero en la mano, y la memoria de los sentidos me llenaba y todo yo
estaba conmovido. Aún resonaban los formidables y sublimes trémolos del
órgano. La nave hervía. Había una gran muchedumbre de mantos negros; y en el
grupo extendido de los hombres, rizos rubios de niño, cabezas blancas y calvas;
y sobre aquella quietud del templo, flotaba el humo aromado, que de entre las
ascuas de los incensarios de oro emergía, como una batista sutil y desplegada
que arrugaba el aire; y un soplo de oración pasaba por los labios y conmovía
las almas.
Apareció en el púlpito un
fraile joven, que lucía lo azul de su cabeza rapada, en la rueda negra y crespa
de su cerquillo. Pálido, con su semblante ascético, la capucha caída, las manos
blancas juntas en el gran crucifijo de marfil que le colgaba por el pecho, la
cabeza levantada, comenzó a decir su sermón como si cantara un himno. Era una
máxima mística, un principio religioso sacado del santo Jerónimo: Si alguno
viene a mí, y no olvida a sus padres, mujer e hijos y hermanos, y aun su propia
vida, no puede ser mi discípulo; y el que se aborrece a sí mismo en este
mundo, para una vida eterna se guarda. Había en sus palabras llanto y trueno; y
sus manos al abrirse sobre la muchedumbre parecían derramar relám-pagos.
Entonces, al ver al predicador, la ancha y relumbrosa nave, el altar florecido
de luz, los cirios goteando sus estalactitas de cera; y al respirar el olor
santo del templo, y al ver tanta gente arrodillada, doblé mis hinojos y pensé
en mis primeros años: la abuela, con su cofia blanca y su rostro arrugado y su
camándula de gordos miste-rios; la catedral de mi ciudad, donde yo aprendí a
creer; las naves resonantes, la custodia adamantina, y el ángel de la guarda,
a quien yo sentía cerca de mí, con su calor divino, recitando las oraciones que
me enseñaba mi madre. Y entonces oré. ¡Oré, como cuando niño juntaba las manos
pequeñuelas!
Salí a respirar el aire
dulce, a sentir su halago alegre, entre los álamos erguidos, bañados de plata
por la luna llena que irradiaba en el firmamento, tal como una moneda argentina
sobre una ancha pizarra azulada llena de clavos de oro. El asceta había
desaparecido de mí: quedaba el pagano. Tú sabes que me place contemplar el
firmamento para olvidarme de las podredumbres de aquí abajo. Con esto creo que
no ofendo a nadie. Además, los astros me suelen inspirar himnos, y los hombres,
yambos. Prefiero los primeros. Amo la belleza, gusto del desnudo; de las ninfas
de los bosques, blancas y gallardas; de Venus en su concha y de Diana, la
virgen cazadora de carne divina, que va entre su tropa de galgos, con el arco
en comba, a la pista de un ciervo o de un jabalí. Sí, soy pagano. Adorador de
los viejos dioses, y ciudadano de los viejos tiempos. Yo me inclino ante
Júpiter porque tiene el rayo y el águila; canto a Citerea porque está desnuda
y protege el beso de dos bocas que se buscan; y amo a Pan porque, como yo, es
aficionado a la música y a los sonoros ditiram-bos, junto a los riachuelos
armoniosos, donde triscan las náyades, la cadera sobre la linfa, el busto al
aire, todas sonrosadas al beso fecundo y ardiente del gran sol. En cuanto a las
mujeres, las amo por sus ojos que ponen luz en el alma de los hombres; por sus
líneas curvas, por sus fuertes aromas de violeta y por sus bocas que parecen
rosas. Otros busquen las alcobas vedadas, los lechos prohibidos y adúlteros,
los amores fáciles; yo me arrodillo ante la virgen que es un alba, o una
paloma, como ante una azucena sagrada, paradisíaca. ¡Oh, el amor de las
torcaces! En la aurora alegre se saludan con un arrullo que se asemeja al
preludio de una lira. Están en dos ramas distintas y Céfiro lleva la música trémula
de sus gargantas. Después, cuando el cenit llueve oro, se juntan las alas y los
picos, y el nido es un tálamo bajo el cielo profundo y sublime, que envía a los
alados amantes su tierna mirada azul.
Pues bien, en un banco de
la Alameda me
senté a respirar la brisa fresca, saturada de vida y de salud, cuando vi pasar
una mujer páli-da, como si fuera hecha
de rayos de luna. Iba recatada con manto negro. La seguí. Me miró fija cuando
estuve cerca, y, ¡oh amigo mío!, he visto realizado mi ideal, mi sueño, la
mujer intangible, becque-riana, la que puede inspirar rimas con sólo sonreír,
aquella que cuando dormimos se nos aparece vestida de blanco, y nos hace
sentir una palpitación honda que estremece corazón y cerebro a un propio tiempo.
Pasó, pasó huyente, rápida, misteriosa. No me queda de ella sino un recuerdo;
mas no te miento si te digo que estuve en aquel instan-te enamorado; y que
cuando bajó sobre mí el soplo de la media noche, me sentí con deseos de
escribirte esta carta, del divino país azul por donde vago, carta que parece
estar impregnada de aroma de ilusión; loca e ingenua, alegre y triste, doliente
y brumosa; y con sabor a ajenjo, licor que como tú sabes tiene en su verde
cristal el ópalo y el sueño.
Paisajes de un cerebro
1.073. Dario (Ruben)
[1] El propio Darío, un año más tarde, nos da el nombre del artista.
«Plaza es ese vigoroso talento que ha producido el Caupolicán y el Jugador de
chueca, estatuas magistrales, honra del arte americano» (A. de Gilbert,
1889). En las dos primeras ediciones de Azul
en el cuento «El palacio del sol», aparece una mención de Plaza, suprimida en
la de 1905. («Se apoyó en el zócalo de un fauno soberbio y bizarro, cincelado
por Plaza.») A propósito de ella Darío aclaraba en la nota XVI de la edición
guatemalteca: «Nicanor Plaza, chileno, el primero de los escultores americanos,
cuyas obras se han expuesto con gran éxito en el Salón de París. Entre sus
obras, las más conoci-das y de mayor mérito están una Susana y Caupolicán, esta última magnífica de fuerza y de audacia.
La industria europea se aprovechó de esta creación de Plaza -sin consultar con
él para nada, por supuesto, y sin darle un centavo- y la multiplicó en el
bronce y en la terracota. ¡El Caupolicán
de Plaza se vende en los almacenes de bricà-brac
de Europa y América, con el nombre de The
Last of the Mohicans! Un grabado que representa esa obra maestra de Plaza,
fue publicado en la
Ilustración Española y Americana. La gloria no ha sido
esquiva con el amigo Plan; pero no así la fortuna». No pocas huellas quedan en
la obra chilena de Darío de su amistad con Plaza: el tema del escultor en los
cuentos «El velo de la reina Mab», «Arte y hielo» y«La muerte de la emperatriz
de la China »,
el soneto «Caupolicán», la dedicatoria de «El arte», y algunos recuerdos en el
Prólogo a Asonantes de Narciso
Tondreau y en A. de Gilbert.
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